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No fue. No podía. Echó a andar por la montaña engañándose pensando que debía de tratarse de algún error, que solo era un sueño del que despertaría; encontraría a Nemo durmiendo, acurrucado y despreocupado, a los pies de la cama.

Y en cuanto a ella, se lo merecía; tenía lo que se había buscado por abandonar su protección, que aunque no fuese lo que había sido en otros tiempos, al menos superaba con creces la capacidad de una presuntuosa en paños menores. Tenía justo lo que iba pidiendo a gritos al ir por ahí sola llevando pantalones: un aristócrata asesino con gustos aberrantes que abusaría de ella y echaría su cuerpo a la carroña.

Desesperado, echó la cabeza hacia atrás. En lo más profundo de su garganta comenzó a formarse un sonido, un quejido de dolor y soledad que fue creciendo hasta convertirse en una larga nota sostenida que había aprendido de Nemo las noches en que, tumbados en los escalones de entrada al castillo, ambos aullaban a la luna. Esperaba que los gitanos lo oyeran; esperaba que las amas de casa y los tenderos lo oyeran en todos los pueblos; esperaba que Sade lo oyera; cantó la hechizante llamada de Nemo con toda la fuerza que le permitieron sus pulmones humanos, mientras albergaba la esperanza de que todos temblasen en sus camas, en sus carruajes, tiendas, casas y en todos los lugares en los que se creyeran a salvo.

Aquel sonido salvaje se apoderó de él hasta convertirlo de nuevo en un forajido y transformar su soledad en exilio. Cantó hasta que le dolió el pecho y la nota del lobo cayó como el agua en un pozo profundo para disolverse en el silencio.

Tomó aliento. La noche todavía lo envolvía. En medio de aquella quietud expectante podía oír los latidos de la sangre en sus oídos, y el último y débil eco de su inarticulado lamento en las colinas de alrededor. Entonces, desde muy lejos, llegó la respuesta. Una única voz desolada elevó su quejido de nuevo al viento nocturno y, una vez hubo llegado a su punto más alto, volvió a caer. Se le unió una segunda voz, y una tercera, hasta convertirse en un coro, en una sinfonía salvaje y temeraria que celebraba su grito de forajido.

Hacía ya tiempo que Leigh había comenzado a impacientarse con el conde y sus insinuaciones. Este hablaba tan rápido que solo conseguía enterarse de la mitad de lo que le decía. No dejaba de moverse, tocarle el brazo y parlotear sobre los ingleses y el Club del fuego del infierno, al tiempo que la miraba fijamente; después sonreía con avidez a su sirviente. Leigh lamentaba haber aceptado su invitación. Cualquier maldad que planeara el conde solo serviría para retrasarla aún más, y ya había malgastado demasiado tiempo en aquel viaje inútil.

Se dio cuenta de que había sido una debilidad por su parte ir hasta allí para aprender las artes de la lucha que nunca había conseguido dominar. Salió de Inglaterra guiada por una pesadilla, aferrándose a la ilusión de que podía vengarse como un hombre lo haría. Llegó a esas tierras buscando a un paladín de la justicia, a una espléndida y misteriosa leyenda de su niñez que apenas recordaba vagamente, pero se encontró con que tan solo era un ser humano que estaba muy solo, y que la miraba como si ella pudiese consolarlo.

Podría haberse aprovechado del deseo masculino que veía su mirada, seducirlo hasta convencerlo de que la ayudara con su plan, del mismo modo que un cazador conseguiría que un tigre hambriento siguiese el cebo hasta caer en la trampa. Pero cuando él tropezó, se apoyó en el hombro de ella para no caerse, y la miró con su atractivo rostro lleno de orgullo y añoranza, le demostró la verdadera magnitud de su deseo.

Algo en su interior reconoció aquella mirada. La ansiedad de S.T. iba más allá de la simple lujuria. No le habría importado que su cuerpo fuese el precio que tuviera que pagar con tal de conseguir su objetivo; eso era algo que había decidido tiempo atrás, pero vio que no bastaría con su cuerpo. Esa mirada pedía mucho más.

Así, tuvo que marcharse de su lado aprovechando el primer medio que se le presentó, al tiempo que descartaba otra fantasía de su niñez. Solo contaba consigo misma para hacer justicia. Haría lo que tenía que hacer sola y como mejor pudiese. Había esperado poder vengarse con honor pero, si ello no era posible, se vengaría de todos modos.

El conde de Mazan estaba muy agitado desde que habían salido de La Paire con el estruendo de fuego de mosquete tras ellos. Al parecer la persecución había cesado al llegar a la frontera, ya que a partir de allí su carruaje podría haber sido alcanzado fácilmente en aquellos caminos sinuosos y llenos de baches. La senda empeoraba conforme avanzaban, por lo que iban a un paso más lento que si caminaran. Las ruedas del carruaje no dejaban de caer pesadamente en numerosos baches, haciendo que sus ocupantes se tambalearan antes de salir de los mismos entre crujidos.

Leigh iba sentada en silencio y muy tensa, cogida a la agarradera para no caer del asiento. Consideró que sería más prudente abstenerse de interrogar al conde sobre su pasado reciente, e intentar mantenerlo a raya limitándose a contestar con frialdad a su entusiasta conversación. El ayuda de cámara, Latour, pasaba el tiempo observando con el ceño fruncido el camino; solo apartaba la vista de él para dirigir intensas miradas a Leigh de vez en cuando.

– Mirad esto -dijo el conde mientras se apoyaba en ella aprovechando un balanceo del carruaje. Puso un pequeño volumen encuadernado en piel en la mano de Leigh-. Está en inglés. ¿Lo habéis leído?

Leigh miró el lomo del libro, sin apenas poder mantenerlo quieto. Se titulaba LaobramaestradeAristóteles. No lo abrió.

– ¿Lo habéis leído? -volvió a preguntar el conde. Leigh negó con la cabeza-. Ah, en ese caso os va a encantar. Quedáoslo. El señor John Wilkes me lo dio a mí, y yo os lo doy a vos.

Ella se metió el libro en el bolsillo de la levita.

– ¿Es que no vais a leerlo? -preguntó él con una mueca de decepción.

– Tal vez luego. Ahora es un poco difícil con todo este movimiento.

– Sí, por supuesto, luego. -Le dedicó una gran sonrisa-. Lo leeremos juntos. No entendí bien el significado de algunas de las palabras inglesas.

El conde se reclinó en el asiento y comenzó a hablar rápidamente con Latour. Hizo varias referencias llenas de respeto a una tal mademoiselle Anne-Prospere. Leigh consiguió entender que su intención era reunirse con su amada en algún punto del viaje, pero de momento no tenía otra compañía que su sirviente. Con la ayuda de la luna llena prosiguieron su lento camino ya bien entrada la noche pero, al saber que había un desprendimiento de rocas más adelante, Mazan decidió parar en una pequeña posada. Leigh bajó del carruaje y estiró las piernas en el patio. Mientras Latour y Mazan seguían al posadero al interior, ella contempló las escarpadas laderas del valle bañadas por la luz de la luna que se elevaban por todos los lados y sumían el río y el angosto camino en la penumbra.

Anduvo unos metros por el sendero. Era un lugar agreste y desierto, más adentrado en las montañas que La Paire. El sonido del río parecía sofocado, acallado de forma extraña por las rocas que pendían sobre él, como si esa masa de piedra ejerciera una poderosa presión sobre todo lo que tenía debajo. Sobre la cumbre del precipicio que había tras la posada vio la luna llena colgando por encima de las oscuras laderas del abismo.

Si se marchaba de allí, tendría que dormir a la intemperie. No habían visto una sola luz en las últimas tres horas.

– ¡Aquí estáis! -dijo el conde de Mazan cogiéndola del brazo-. Vamos, vamos, nos han preparado una agradable habitación con un buen fuego. La mañana llegará antes de que nos demos cuenta. -Tiritó y sonrió a Leigh-. Debemos sacar el máximo provecho a nuestro descanso.

Tiró de ella con algo más de fuerza de la que era necesaria. Leigh lo permitió, ya que pensaba sacarles una cena antes de desaparecer con sigilo en la oscuridad.