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La posada no disponía de ningún salón privado. Había un único dormitorio provisto de dos camas y un diminuto aseo, en el que había un catre y una ventana que no estaba protegida ni por papel ni por cristal. Mazan lo señaló con gesto despreocupado.

– No dejaremos que Latour duerma ahí fuera. Podemos arreglarnos todos aquí dentro. -Volvió a sonreír-. Además, ya nos ha encontrado una chica.

Esa revelación era todo un reto para el escaso francés de Leigh. Incapaz de construir una frase más sutil, se limitó a afirmar con rotundidad:

– No me gustan las chicas.

Mazan alzó las cejas en señal de sorpresa.

– Mondieu, un joven de vuestra edad. ¿Adónde va a ir a parar el mundo? -Se sentó en una de las camas-. Bueno, no pasa nada. Yo también desprecio a las mujeres. Pero esperad a ver lo que tengo en mente. Venid y poneos cómodo -dijo dando unas palmaditas en la cama.

Antes de que Leigh pudiera reunir sus escasos conocimientos de gramática francesa y contestar, la puerta se abrió. Latour empujó dentro a una joven criada, rolliza y sonrosada.

– Milord -gimoteó la filledechambre-, os lo suplico, soy una buena chica, milord.

– Tonterías -contestó el conde-. ¿Esperas que nos lo creamos en un lugar como este? Lo único que pretendes es sacarme más dinero.

– ¡No, señor! -exclamó ella mientras negaba con la cabeza-. Me voy a casar, preguntadle a la posadera. ¡Ay! -gimió ante la fuerza del pellizco que le dio Latour.

– Es la posadera quien te ha recomendado -replicó Mazan-. Dice que eres tan golfa que haces cualquier cosa por una guinea, de lo cual no me cabe la menor duda. A ver dónde la tengo… -Adoptó un tono de voz más amable-. Toma, guárdatela. Pero ¿por qué lloras, pobre niña? -La atrajo hacia sí y le acarició la mejilla al tiempo que le metía la moneda en el delantal.

– ¡Por favor, señor! No la quiero -dijo ella intentando devolverle la guinea. El conde le cogió la muñeca y se la retorció. La chica gritó de dolor y cayó de rodillas-. ¡No lo hagáis! -sollozó-. ¡Dejadme, por favor, os lo suplico!

– Sujétala, Latour. Así, átale las manos, eso es. Sí, llora, llora -canturreó divertido mientras el ayuda de cámara le ataba los brazos a la espalda con un pedazo de lino. Con la ayuda de Latour, Mazan la puso boca abajo en la cama, le levantó la falda por encima de las rodillas y le ató los pies a la pata del lecho mientras ella gemía y suplicaba que la soltasen. Leigh se dirigió hacia la puerta.

– Milord -avisó Latour a su amo al advertir el movimiento.

Este alzó la vista y, saltando de la cama, fue corriendo a bloquear la puerta. Leigh sacó su letal daga plateada. El conde se detuvo y miró absorto la hoja.

– La he estado observando -dijo Latour-. Es una mujer, estoy seguro.

Mazan lo miró sorprendido, momento que Leigh aprovechó para intentar escabullirse por su lado. Pero él la cogió. Soltó una maldición cuando ella le hizo un corte en la palma de la mano. Levantó la otra y le propinó un fuerte golpe en un lado de la cabeza.

Nunca habían pegado a Leigh. Se tambaleó ante la puerta y se inclinó mientras su cabeza resonaba y su estómago se retorcía por el inesperado dolor. Agarró la daga y se incorporó para intentar esquivar el siguiente golpe, pero de pronto el sonido que oía en su cabeza cambió; se hizo más fuerte y extraño. Mazan ni siquiera la estaba mirando. Permanecía inmóvil, como petrificado, con la vista puesta en la ventana y escuchando boquiabierto un aullido profundo e inhumano que lentamente fue ganando intensidad.

– ¿Qué demonios es eso? -exclamó. Otro lamento se unió al primero, y otro más, y después otro, componiendo un sonido que hizo que a Leigh se le erizara el vello de la nuca. Nunca había oído nada igual en toda su civilizada y segura vida; sin embargo, su cuerpo supo qué era. Sintió un cosquilleo en la columna vertebral conforme aquel ulular grave y vibrante ascendía hasta convertirse en un sobrenatural canto nocturno. Cerró los ojos y se apoyó en la puerta mientras escuchaba aquel extraño concierto que lo llenaba todo y sofocaba los gritos de sorpresa que se oían procedentes del piso de abajo.

De pronto notó que la puerta cerrada se agitaba por los golpes de pisadas en el rellano. Los aullidos cesaron súbitamente.

– Diable -musitó el conde.

El picaporte de la puerta se movió bajo los dedos de Leigh. De forma instintiva dio un paso atrás, despertando de su desconcierto para darse cuenta de que se le ofrecía una oportunidad de escapar. La puerta se abrió violentamente.

Entre las sombras del rellano, en unos ojos de lobo se reflejó la luz de las velas con un fuego rojo.

– JésusChrist -exclamó Mazan.

El profundo gruñido del lobo se hizo mucho más intenso cuando él habló. El animal, que estaba agazapado, con el lomo erizado y listo para saltar, enseñaba sus blancos y enormes colmillos. Junto a la gran bestia, también entre sombras, había un hombre. La luz hizo que de su pelo brotara un destello dorado. Levantó la espada y dibujó un grácil arco con ella.

– Monsieur de Sade -dijo en voz baja-, pese a que estáis muy gracioso con esa expresión en la cara, os recomiendo que bajéis la mirada.

– ¿Qué? -exclamó con voz entrecortada el hombre que se hacía llamar conde de Mazan.

– No quiero vuestra sangre -dijo el Seigneur con la misma voz suave-. Muy considerado por mi parte, ¿no os parece? Pero mi amigo no ha conseguido dominar sus emociones -añadió al tiempo que señalaba con la espada al lobo-, y está convencido de que debería mataros por mí bien. Así que sed tan amable de bajar la mirada lentamente, y estaréis algo más seguro.

El aristócrata obedeció mientras respiraba entrecortadamente. El lobo siguió gruñendo y, tras dar un amenazante paso adelante, extendió una enorme garra sobre el suelo de madera del dormitorio. Sus dientes, más afilados que los de cualquier perro domesticado, brillaban con intensidad.

– Avecsoin -ordenó el Seigneur en un francés claro y sencillo-. Leigh, desata a la chica. Si ves que va a montar algún escándalo, usa esa tela para amordazarla primero. Bajo ningún concepto dejes que grite.

Leigh hizo lo que le pedía mientras susurraba palabras de consuelo a la aterrorizada chica. Desde la posición en que se encontraba en la cama, no podía ver al lobo, pero sí oírlo. Por sus mejillas caían lágrimas que empapaban el lino. Leigh consiguió con gran esfuerzo levantarla de la cama, pero a la sirvienta le fallaron sus rollizas piernas tan pronto como vio a la bestia.

– Levántate -susurró Leigh-. Levántate, estúpida mocosa.

La criada lloriqueó y se dejó caer con fuerza sobre ella. Leigh se tambaleó bajo la carga pero, haciendo otro esfuerzo, consiguió sujetar a la chica mientras lanzaba al Seigneur una mirada llena de impotencia e impaciencia. Él negó con la cabeza.

– Las damiselas siempre elegís los momentos más inoportunos para desmayaros -dijo con una débil sonrisa-. ¿Qué prefieres, Sunshine, la salvamos o la dejamos ahí tirada?

Leigh se apartó de la chica.

– La dejamos tirada -dijo.

Las piernas de la criada recobraron repentinamente la fuerza en cuanto notó que perdía la sujeción. Un «non!» ahogado salió de la mordaza de lino mientras intentaba aferrarse a Leigh. El lobo se movió rápidamente hacia delante gruñendo y dispuesto a atacar al marqués, su víctima más cercana. Este maldijo, y la criada chilló. Pero el lobo volvió atrás y se agazapó junto a su amo mientras la chica se agarraba a Leigh gritando de terror.

– Levántate -dijo Leigh-. Levántate y haz lo que te dicen.

– Oui,madame -gimoteó la criada al tiempo que, cogida a su brazo, se incorporaba-. Maisoui.