La manada de lobos los seguía de cerca por algún lugar por encima de ellos a lo largo de las colinas. S.T. lo sabía por la forma en que Nemo levantaba las orejas y miraba con frecuencia a su alrededor, además de estallar en repentinos accesos de alegría en los que se movía adelante y atrás como si interpretase una juguetona danza. Cuando se aproximaron al pueblo más cercano, cogieron un desvío hacia el este. Algún semejante de Nemo ya había pagado con su piel el intento de entablar contacto con los humanos. Sin duda, tras caer en la trampa había muerto y había sido expuesto con la peluca que Nemo había perdido previamente. De ese modo, los gitanos habían alardeado de matar a la bestia diabólica. S.T. esperaba que el resto de la manada volviese pronto a algún lugar más seguro de las cumbres.
Un melódico aullido surgió de lo alto. Nemo se sentó y respondió lleno de alegría. Después se puso en pie de un salto y, tras acercarse varias veces a S.T., partió a gran velocidad por el borde del camino hasta desaparecer entre los árboles.
– ¿Volverá? -preguntó Leigh de repente. Era lo primero que decía en el último cuarto de hora. La euforia de S.T. por haberla rescatado había ido remitiendo gradualmente, pero su corazón todavía latía algo más rápido de lo normal. No hacía más que pensar que ella estaba ahí, a su lado.
– Si se siente solo… -fue todo lo que contestó.
Leigh se detuvo y miró hacia la cumbre de la colina.
– ¿No se marchará con los demás?
– No creo que la manada lo haya aceptado.
– La otra vez no volvió -dijo ella-. Tal vez deberíais ponerle una correa.
– ¿Una correa? -exclamó S.T. al tiempo que se volvía y la miraba fijamente-. Parece que no entendéis nada.
Leigh le devolvió la mirada sin pronunciar palabra. Por un instante S.T. creyó que la aguda nota de desprecio de sus palabras la había herido, pero ella se limitó a decir:
– Creo que es una idea bastante práctica.
S.T. respiró hondo y negó con la cabeza.
– No lo entendéis.
– Entiendo perfectamente que sois un loco que vive de sueños -replicó Leigh.
El otro encajó esas palabras mientras intentaba evitar mirarla a la cara, tan bella y fría a la luz de la luna. En su lugar, le miró las manos y se imaginó cogiéndole una, poniéndola entre las suyas y calentándosela con su aliento.
Sueños. Vivía de sueños.
«Tiene mucha razón», pensó mientras se volvía.
– Conozco un lugar en el que podemos pasar la noche, si os dignáis honrarme con vuestra cautivadora presencia -dijo-. No está lejos.
Ella asintió ligeramente con la cabeza. La perversa alegría que sintió S.T. no hizo sino demostrarle que ella tenía toda la razón y que él era un loco redomado. Echó a andar mientras intentaba encontrar alguna forma de romper la barrera de hielo que rodeaba a aquella joven.
Nemo surgió jadeando de la oscuridad y se reunió con ellos, aunque se mantenía siempre lo más apartado posible de Leigh. Parecía más calmado; se les adelantaba en el camino y volvía atrás para meter la nariz en la mano de S.T. Le resultó reconfortante poder apuntarse ese tanto contra el sentido práctico y las correas. Acarició las orejas del lobo y sonrió para sus adentros. Al fin y al cabo, había sido capaz de conquistar a criaturas más salvajes y peligrosas que esa adusta muchacha.
El empinado desfiladero por el que transcurría el camino daba a un pequeño valle, un prado bañado por la luna que se extendía hasta las oscuras colinas. S.T. se salió del camino al llegar a un vado del arroyo. Nemo chapoteó en el agua y se sacudió, desperdigando brillantes gotas de agua, pero su amo vaciló antes de adentrarse en la corriente. Pensó que lo galante sería cruzar el río con ella en brazos, pero lo consideró demasiado arriesgado ya que, si perdía el equilibrio, sería la humillación definitiva. En su lugar, se echó la bolsa y el cinto de la espada al hombro y metió los pies en el agua sin más ceremonia.
– Vais a estropear las botas -dijo ella.
– ¿Ensayando para la vida de casada? -preguntó S.T. a la vez que extendía la mano que tenía libre mientras las frías aguas se arremolinaban a sus pies-. Ah, no, perdonad, se me olvidaba, solo estáis siendo práctica. Poned el pie en esa piedra de ahí y os impulsaré al otro lado.
Durante un instante creyó que ella iba a rechazar el ofrecimiento. Se notaba que era lo que quería hacer, pero venció su preciado sentido práctico. Saltó sobre la roca y S.T., cogiéndola del brazo, la lanzó al otro lado, en el que aterrizó sin ningún problema. A continuación cruzó él; se le había metido agua dentro de las botas.
– Gracias -dijo ella secamente.
– Tened cuidado, no vayáis a ahogaros de la emoción -murmuró él mientras volvía a colocarse la espada.
S.T. vio delante de ellos las ruinas romanas, tres solitarias columnas que se alzaban en medio del prado y que, a la luz de la luna, no eran más que unas tenues manchas blancas. Echó a andar; las botas hacían ruido por el agua que llevaban dentro. Recorrió el sendero que conducía a los restos del templo y, una vez allí, dejó la bolsa sobre un bloque de piedra caído.
– Podemos dormir aquí -dijo al tiempo que se sentaba para quitarse las empapadas botas.
Leigh las cogió en cuanto las dejó a un lado. Buscó en la bolsa y encontró la aceitera. S.T. miró de reojo y la observó mientras se quitaba el pañuelo del cuello y utilizaba un extremo del mismo para frotar las botas húmedas con aceite. Él movió los dedos; estaban muy fríos.
– No hace falta que lo hagáis.
– Si no se acartonarán.
S.T. se estiró y sacó el hatillo de comida. Nemo fue corriendo hasta él y se sentó delante, mirándolo fijamente. Su amo le lanzó una pata de pollo que desapareció de un bocado. Rompió el sello de cera de la botella de vino y, tras sacar el corcho, la olió con deleite y se la ofreció a Leigh.
– Tengo por norma no beber alcohol -dijo ella.
Por supuesto.
S.T. dio un largo trago y suspiró. Nemo se acercó más, con la mirada fija en el capón. Su amo se sentó más erguido y gruñó, ante lo cual el lobo se detuvo y agachó las orejas en señal de sumisión pero, en cuanto su amo dio un nuevo trago a la botella, Nemo intentó aproximarse más. S.T. dejó la botella y esperó, como si no hubiese visto que el lobo avanzaba paso a paso hacia él. De repente saltó sobre Nemo y, cogiéndolo del cuello, cayó encima de él y lo zarandeó con fuerza al tiempo que le gruñía. Al instante, el animal se agachó sobre la tripa y comenzó a revolcarse por la tierra con la cola metida entre las patas mientras gemía y se estremecía. En cuanto S.T. lo soltó, el lobo retrocedió a toda prisa con las orejas gachas. Se tumbó a unos metros con la cabeza sobre las patas y observó con cara de lástima cómo su dueño se comía la mitad del capón. S.T. miró a Leigh, que estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la hierba engrasando sus botas a la luz de la luna.
– ¿No tenéis hambre? -le preguntó.
Ella ni siquiera levantó la cabeza para mirarlo.
– Comeré cuando termine esto.
S.T. extendió la servilleta sobre el bloque de piedra y dispuso el pan y la carne para ella. Cogió la bolsa y escarbó el fondo con la intención de sacar la copa de plata y llenársela de agua en el arroyo.
– ¡Dejad eso! -exclamó ella-. No quiero que hurguéis en mis cosas.
– ¿Y por qué no? -preguntó S.T. sin dejar de rebuscar-. Un vestido con zapatos a juego, un juego de corsés, una gargantilla de perlas, un cuaderno de bocetos, dos hebillas de oro, un abanico de señora, algunos polvos medicinales, muselina, una taza, una cuchara, tres libras y veinte peniques. Valor total estimado cuatro guineas, sin contar la perla del fajín de seda. Ya lo hurgué todo hace tiempo.
– ¿Mientras estaba enferma? -preguntó Leigh con la mirada fija en él-. No sois un caballero.
– No me queda ni una pizca de virtud -dijo S.T. sonriendo-. ¿Y qué esperabais? Soy bandolero.