Encontró la copa, se puso en pie y se dirigió con mucho cuidado hasta el agua calzado solo con las medias. Nemo se incorporó en silencio y trotó por delante de él manteniendo una respetuosa distancia. Cuando S.T. se arrodilló ante el arroyo, miró al lobo y lo llamó. Nemo emitió un suave gemido como respuesta, pero no parecía estar muy seguro del recibimiento que lo aguardaba. Su amo se tumbó en el suelo y volvió a llamarlo.
– Ven, viejo amigo, ya sabes que no debes intentar robar la cena. Ven aquí.
Nemo permaneció sentado sin reaccionar. S.T. alargó una mano.
– ¿Acaso crees que ya no te quiero? ¿Qué es lo que te pasa?
El lobo inclinó la cabeza con expresión de curiosidad y miró a S.T. a los ojos.
– Es por ella, ¿verdad? -dijo con un suspiro-. Tienes miedo de que se una a la manada. -Arrancó una brizna de hierba y negó con la cabeza-. Verás, Nemo, lo que ocurre es que soy muy estúpido cuando se trata de mujeres. Hacen conmigo lo que quieren. -Miró hacia atrás en dirección al templo-. ¿Te has fijado en ella? Lo que quiero decir es…, maldición, ¿puedes culparme de verdad? -Se pasó las manos por el pelo-. Noto que me estoy dejando llevar. Intento comportarme de forma racional, y sé que soy un maldito imbécil por enamorarme. Nunca sirve de nada, y nunca termina en nada bueno. Además, ni siquiera me cae bien. Tiene tanta sensibilidad como la estaca de una cerca. -Cerró los ojos-. Pero llevo tanto tiempo así, Nemo, tanto tiempo…
Volvió a suspirar, en esa ocasión con un gemido al más puro estilo canino. Nemo levantó las orejas, fue hasta él, colocó con cuidado sus enormes patas delanteras sobre las rodillas de S.T. y le lamió la barbilla y la cara en señal de afecto y solidaridad.
– Eso está mejor -dijo su amo acariciándole el lomo y rascándole las orejas mientras el lobo se apretaba contra él moviendo el rabo-. ¿Volvemos a ser amigos?
Nemo le dio un golpe con el hocico para comenzar a jugar. Él se lo devolvió y empezaron una alegre lucha sobre la tierra húmeda.
Cuando volvieron, Leigh seguía ocupada con las botas. S.T. se sentó sobre la hierba con la espalda apoyada en la piedra. Una ligera brisa agitó las páginas del cuaderno de bocetos, que había dejado encima. Levantó la mano y lo cogió.
– Sois una artista -dijo él con el cuaderno en el regazo.
– Solo hago algunos dibujos sin importancia. Y no os he invitado a que los veáis.
S.T. guardó el cuaderno en la bolsa mientras pensaba en papá dormido en la biblioteca y Anna en compañía de su alto capitán. Le gustaba pensar en la familia de ella. Sonreía con nostalgia al imaginar esas cosas que él nunca había vivido. No le habría importado volver a ver los dibujos pero, de todos modos, estaba demasiado oscuro.
– ¿Dónde aprendisteis a pintar? -dijo Leigh.
S.T. levantó la cabeza y la miró, sorprendido por la pregunta. La joven examinó la bota que tenía en la mano y la dejó junto a la otra.
– ¿De verdad lo queréis saber?
Ella se puso en pie y se sacudió los pantalones.
– Siento curiosidad. Está claro que vuestro estilo es romántico, y hacéis mucho uso del claroscuro, pero no he podido identificar ninguna escuela en concreto.
– Escuela veneciana. Estudié con Giovanni Piazzetta -dijo S.T. mirándola de reojo para ver cómo reaccionaba.
– Ah -fue todo lo que dijo.
– Y con Tiepolo -añadió él, incapaz de controlarse-. Fui aprendiz en el estudio del maestro Tiepolo durante tres años y medio.
Leigh se sirvió algo de comida y, tras volver a sentarse en el suelo, depositó los pedazos de pan en su regazo.
– Pues creo que estaría orgulloso de vos -dijo en voz baja-. Vuestros cuadros son… luminosos.
S.T. resopló débilmente. Cerró los ojos y volvió la cabeza para evitar que ella pudiese ver su gesto de satisfacción; su boca se había curvado hacia arriba sin su permiso. Le gustaban sus cuadros. Pensaba que eran luminosos. Bien.
Deseaba besarla. Quería tener su cuerpo muy cerca y perderse en ella.
– Dejad que os pinte -dijo de pronto-. Volved conmigo al castillo y os pintaré así, a la luz de la luna entre las ruinas. Sois muy hermosa.
– No -contestó ella al tiempo que negaba con la cabeza.
S.T. cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en ellos.
– Me estáis volviendo loco -dijo levantando la cabeza de nuevo-. ¿No queríais que os enseñara a manejar la espada? Pues volved conmigo, posad para mí y os enseñaré.
Ella lo miró fijamente durante un buen rato.
– No creo que podáis.
S.T. se puso en pie de un salto.
– ¿Por qué? ¿Porque ya no puedo luchar? -Parpadeó tratando de contener el mareo que le había provocado el movimiento repentino. Fue hasta una de las columnas y se apoyó en ella-. Mi maestro de esgrima tenía ochenta y ocho años cuando comencé a estudiar con él, señorita Strachan, y me enseñó a ser el mejor.
Era cierto. Su maestro había sido el mejor del continente, pero también había podido practicar con cientos de otros estudiantes, oficiales y virtuosos duelistas y mejorar su pericia. Se había educado en una escuela excelente. Se sentía capaz de adiestrar bastante bien a aquella joven en los ejercicios básicos para principiantes, lo cual de todos modos sería lo único que ella podría asimilar. Leigh lo observó con expresión pensativa.
– Artista y espadachín -dijo al fin-. ¿Quién sois, MonseigneurdeMinuit?
Él se encogió de hombros.
– No lo sé.
– Perdonad -dijo ella apartando la vista-. No quería ser indiscreta.
– No es ningún secreto. Mi madre huyó de su marido y me tuvo al poco tiempo de llegar a Florencia. Es casi seguro que soy bastardo, pero supongo que las fechas se prestaban a ciertas dudas y mi padre me reconoció. Pobre hombre, tampoco podía hacer otra cosa, después de que mi hermano mayor hubiese matado a todos sus contrincantes en dieciocho duelos y después se partiera el cuello al caer por la ventana de un prostíbulo. -Hizo una pausa y sonrió-. Seguro que rezaba para que yo demostrara la firmeza de carácter de la que de forma tan notoria y lamentable carecía el resto de la familia. -Apoyó la cabeza en la columna-. El pobre estaba equivocado pero, de todos modos, llevo el honorable apellido inglés de Maitland.
Leigh se limpió los dedos en la servilleta.
– Parece como si os estuvierais haciendo el inglés por mí -dijo.
– Para mí solo es una lengua más -contestó él mientras se frotaba la nuca-. No soy de ninguna parte en particular. Mi madre nunca regresó a Inglaterra; fuimos de un lado a otro. -Cerró los ojos y prosiguió-. Venecia, París, Toulouse, Roma, a cualquier lugar en el que pudiera encontrar a un caballero inglés que le proporcionara una relación apasionada y desesperada. -Hizo una pausa-. Tenía que ser inglés para que yo me criara como un caballero de dicho país. Pero lo mismo puedo ser francés, italiano o tan inglés como John Bull. Como gustéis.
– Parece una vida muy poco estable -comentó ella.
S.T. se pasó el brazo por detrás de la cabeza mientras seguía apoyado en la columna.
– Era bastante divertido. Maitland enviaba dinero para las clases de esgrima y equitación, así como constantes cartas en las que nos recordaba la vergüenza que ambos éramos para él y, mientras tanto, mi madre vivía de sus amantes. Fue ella la que cautivó a Tiepolo para que me cogiera de aprendiz -dijo sonriendo en la oscuridad-. Nos entendíamos bastante bien, maman y yo.
Volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo fijamente. Al instante ella bebió el agua de la copa y recogió los restos de comida que tenía en el regazo.
– ¿Se los doy al lobo? -preguntó.
– Sí. Guardad uno de los capones para mañana y echadle a Nemo el otro. No querrá acercarse para cogerlo de vuestra mano.
Nemo levantó la cabeza, se abalanzó sobre la carne que cayó al suelo ante él y se fue detrás de S.T. para comérsela.