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– ¿Por qué estáis aquí? -preguntó ella.

– ¿Aquí? -dijo él sin querer entender qué decía-. He venido a rescataros.

– Aquí escondido. ¿Por qué huisteis? ¿Por qué no seguís en Inglaterra?

– No huí -dijo él en tono indignado-. Simplemente emigré.

– Hay una recompensa por vuestra cabeza.

– ¿Y qué? Ya la había hacía trece años. «Robado el pasado lunes por un hombre que llevaba una máscara negra y blanca, de modales gentiles, que hablaba en ocasiones en francés y montaba un caballo alto y negro, o pardo oscuro.» -Soltó un bufido de sorna-. A ver, decidme, ¿dónde está el peligro? Si Inglaterra pudiera jactarse de tener una policía secreta y un ejército permanente como Francia, nosotros los caballeros de los caminos lo tendríamos más complicado, os lo aseguro -dijo al tiempo que volvía la cabeza y la miraba-. Pero, para nuestra gran fortuna, ningún inglés bien nacido soporta la tiranía de hacer cumplir la ley con efectividad. Un puñado de magistrados rurales no representa una gran amenaza, siempre que uno sea discreto. Y os aseguro que yo lo soy.

– Ya lo creo que lo sois -murmuró ella con ironía.

S.T. se cruzó de brazos.

– La verdadera amenaza son los cazadores de recompensas y los que comercian con los objetos robados, que son peores que los propios ladrones. Hay que saber tratar con ellos o uno está perdido. Y, a veces, los tribunales de Londres deciden ponerse serios. También hay que tener cuidado con la ley de maleantes que aún se aplica en determinados condados cuando tiene lugar un robo. -Inclinó la cabeza y le hizo un guiño-. Claro que, si fuera tan fácil, no sería ni la mitad de divertido.

– Puede que ya no sea tan fácil. Tienen vuestra descripción.

– Sí, claro -dijo en un acceso de furia-, porque una regordeta palomita de negros ojos creyó oportuno denunciarme. -Su boca se torció en una mueca-. La señorita Elizabeth Burford -añadió mientras negaba lentamente con la cabeza-. Dios, tenía que estar muy hechizado por sus encantos para dejar que se reuniera conmigo en mi escondite, y para dejar que me quitara la máscara por pura diversión. -Suspiró-. Nunca lo había hecho. No sé por qué lo hice entonces, salvo que…

Hizo una pausa, durante la que Leigh no dijo nada. S.T. respiró profundamente y continuó:

– Salvo que todo me pareciese demasiado fácil e insulso en aquellos momentos.

– Así que ella dio vuestra descripción a un juez y vos huisteis a Francia.

– Por supuesto que no. ¿Acaso creéis que eché a correr como una liebre asustada? Nadie sabía mi nombre. Una cosa es que ella me engatusara, y otra que me volviera un perfecto imbécil. Una descripción no es nada si uno se mueve con presteza y sus mentiras resultan convincentes. No se cuelga a nadie solo porque tenga unas cejas peculiares.

– En ese caso, ¿por qué huisteis?

S.T. frunció el ceño.

– Tenía mis razones.

– ¿Qué razones?

– ¿No os parece que sois demasiado curiosa?

Leigh aceptó la pulla en silencio. Él sabía que lo estaba mirando. La luna pendía baja sobre la montaña, y lanzaba largas sombras de ébano sobre la hierba plateada.

– ¿Por qué os hicisteis salteador de caminos? -preguntó ella al fin.

S.T. sonrió en la oscuridad.

– Por maldad. Por la emoción que produce.

Leigh seguía sentada con las piernas cruzadas, inmóvil como una estatua, contemplándolo. Él se volvió y apoyó un hombro en la columna.

– ¿Creéis que fue por mis elevados ideales? -dijo imitando la voz de la joven-. La primera vez fue por una apuesta, cuando tenía veinte años. Conseguí vencer a un excelente espadachín, y gané mil libras y la gratitud de una bella dama. Entonces me di cuenta de que esa era la vida que quería.

Ella inclinó la cabeza. La luna derramó una helada luz sobre su rostro.

– ¿Y vos, señorita Strachan? ¿Cuál es vuestra historia?

– La mía es muy sencilla -contestó Leigh mientras se desabotonaba el chaleco y se lo quitaba; luego, arrodillada en el suelo, lo arregló junto con la levita para que le sirviese de almohada-. Voy a matar a un hombre, y quiero aprender a hacerlo.

La brisa agitó la alta hierba. Nemo terminó su cena, suspiró y se colocó en una postura más cómoda para lamerse las garras.

– ¿A algún hombre en particular? -preguntó S.T.-. ¿O se trata tan solo de rencor contra mi sexo en general?

Ella se echó sobre la hierba y se apoyó sobre un codo. Sin el ceñido chaleco se marcaban con toda claridad sus formas femeninas; sus pechos y caderas quedaban libres de tal encorsetamiento. Se quitó la cinta de la coleta y agitó el pelo.

– A un hombre en particular -dijo.

S.T. se apartó de la columna y, agachándose junto a ella, se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó en su dirección.

– ¿Por qué?

Leigh reclinó la cabeza sobre la improvisada almohada y levantó una mano, que observó mientras la giraba lentamente contra el cielo.

– Mató a mi familia. A mi madre, a mi padre y a mis dos hermanas.

Su voz no se quebró, ni mostró rastro alguno de emoción. S.T. contempló su frío rostro bañado por la luz de la luna. Ella le devolvió la mirada sin pestañear.

– Sunshine -susurró él.

Leigh bajó la mirada. S.T. se tumbó junto a ella y, abrazándola, la apretó muy fuerte contra sí y acarició su brillante pelo.

Capítulo 6

– Si vas a hacerlo -le dijo Leigh al oído-, adelante.

S.T. dejó de acariciarla. Respiró hondo, se puso boca arriba y soltó un gruñido.

– ¿Qué quieres decir?

Ella no se movió.

– Que no me importa. Te lo debo.

S.T. miró las columnas del templo, sumergidas entre luz y sombras. En la oscuridad esos esbeltos pilares lucían inmaculados, de un hermoso y gélido blanco. Por más que hubieran acogido vida alguna vez, por más que hubiese resonado entre ellos el eco de risas humanas, en esos momentos estaban en el más absoluto silencio. Solo eran piedra muerta y muda.

– No quiero tu maldita gratitud -dijo él.

Leigh yacía totalmente inmóvil, como si fuese un espejismo de la impersonal luz de luna, tan inerte como las ruinas. S.T. ni siquiera la sentía respirar.

– En ese caso lo lamento mucho -dijo ella de repente-, pero es lo único que puedo darte.

Al oír su ronca voz, S.T. se volvió súbitamente hacia la joven y la apretó muy fuerte contra su pecho. Hundió el rostro en su cuello.

– Por el amor de Dios, no levantes un muro para apartarme de ti.

– No hace falta que lo levante -susurró Leigh-, porque yo misma soy el muro.

La acunó entre sus brazos sin saber qué decir ni cómo llegar a ella.

– Deja que te ame -repitió varias veces-. Eres muy hermosa.

– Con qué facilidad te enamoras -dijo ella apartando la vista de él y dirigiéndola al cielo nocturno-. ¿Cuántas veces te ha pasado antes?

S.T. intentó poner en orden sus emociones, pero un mechón de pelo negro cayó sobre la mejilla de Leigh y acabó por completo con su sentido común. S.T. se lo apartó. Ella no opuso ninguna resistencia cuando, a continuación, le acarició la piel y la besó con dulzura.

– Nunca -contestó él-. He tenido mujeres, amantes, pero nunca me había sentido así. Creía que era amor, pero nunca duraba.

Ella sonrió en lo que apenas fue una leve mueca burlona de sus labios.

– Lo juro -añadió S.T.

– Tonto. Ni siquiera sabes qué es el amor.

Él detuvo sus caricias.

– Pero tú sí.

– Sí -dijo ella débilmente-. Lo sé.

S.T. se apartó y se apoyó sobre un codo.

– Perdóname. No sabía que hubiera otra persona.

La sonrisa de Leigh se volvió más cínica.

– No hace falta que te disculpes, monsieur. Soy del todo ajena a ese tipo de romanticismos. -Negó con la cabeza como si lo compadeciera-. No estoy enamorada, ni casada, y ni siquiera soy virgen. Así que, como ves, puedes satisfacer tus necesidades conmigo con la conciencia bien tranquila.