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– Gracias -dijo él sin poder levantar la cara para mirarla. La joven se quedó inmóvil sin decir nada mientras él le miraba los pies al tiempo que se frotaba la incipiente barba.

– Lo he estado pensando -dijo al fin ella en voz baja-, y creo que lo mejor será que regrese a Inglaterra.

S.T. cerró la boca sin contestar. Miró hacia la lejanía, en la que la neblina matinal pendía de los bordes del prado.

– No es porque no puedas enseñarme -prosiguió Leigh tras una pausa-. Lo he estado pensando y estoy convencida de que sí podrías, pero es una idea absurda creer que puedo aprender a ser como tú. Incluso si estuviera dentro de mis posibilidades, me llevaría años, ¿verdad?

S.T. tomó otro sorbo de té y se apoyó en los codos.

– ¿Es para eso para lo que me buscabas? ¿Para aprender a ser salteador de caminos?

– No un salteador de caminos cualquiera -contestó ella lentamente-, sino el SeigneurdeMinuit.

S.T. negó con la cabeza al tiempo que soltaba una breve y cínica risita. Leigh se inclinó sobre él y lo observó pensativa con la cabeza ladeada.

– Eres una leyenda, monsieur -dijo de pronto-. Mi hogar está tan aislado como esto; somos gente sencilla que vemos poco del mundo exterior. Tú fuiste allí tres veces para ayudar a los débiles y maltratados que no podían hacer frente a sus opresores. Quizá ni lo recuerdes, pero nosotros sí. Para la gente eras como el juez supremo, por encima del representante de la Corona, de todos los magistrados e incluso del rey; estabas por encima de todos salvo del propio Dios. -Se calló de repente y con el ceño fruncido volvió la cabeza en dirección a una de las columnas del templo-. Ahora hay otra autoridad al mando; es el diablo encarnado, pero la gente no se da cuenta. -Respiró hondo-. Y se me ocurrió resucitarte. Hacerme pasar por el señor de la medianoche e ir a por ese… ser -añadió con un ligero temblor en la voz-, a por ese monstruo que se ha apoderado de sus corazones y de sus mentes. Fue lo único que se me ocurrió, monsieur, para conseguir abrirles los ojos.

Él se reclinó y reunió las suficientes fuerzas para mirarla a la cara. Se había puesto el chaleco y la levita y estaba ante él, de pie bajo la luz de la mañana, como si fuese una aparición.

– ¿Es ese el hombre al que quieres matar? -preguntó S.T. al fin-. ¿Ese que dices que es un monstruo?

– Sí. Pero no sé si bastará solo con matarlo. No suelo dejar volar mi imaginación, pero, aunque sea difícil de entender, creo que ha infectado sus almas. Harían cualquier cosa por él. Si no hay otra opción, lo mataré pero… no sé qué pasará entonces.

– ¿Te refieres a tus vecinos? ¿Crees que se volverían contra ti?

– Contra mí seguro, e incluso contra sí mismos. -Soltó un bufido y extendió las manos-. Ya sé que suena demencial, de lunáticos. A veces me despierto en medio de la noche y pienso que debe de tratarse de… -Su voz se quebró y se llevó el puño a la boca-. ¡Dios mío, ojalá todo hubiese sido solo un sueño!

El sol apareció sobre la cumbre de las colinas pobladas de árboles y envió una luz dorada que atravesó los resquicios de neblina, hizo brillar el pelo de Leigh y atrapó el color de sus ojos. S.T. la observó mientras se volvía para esquivar la luz que incidía sobre su cara.

– ¿Así que pretendías hacerte pasar por mí? -le preguntó.

– Aún te recuerdan. Recuerdan que siempre has estado de parte de la verdad, y creen en ti. Si vieran que te enfrentas a ese demonio que los dirige, creo que es posible que se apartaran de él.

S.T. agachó la cabeza y agitó las hojas de té de la taza. Le resultaba sorprendente que pudiera haber llegado a inspirar tanta confianza en alguien como para que a ella se le hubiese ocurrido un plan tan disparatado. Por supuesto que sabía que gozaba de gran reputación; era lo que más lo había complacido en sus tiempos de gloria, y había vivido por y para ella. Pero, cuando pensaba en el pasado, en sí mismo y en los motivos por los que había hecho todo aquello, le parecía que sus acciones habían estado tan alejadas de la verdad y la justicia que no sabía si llorar o reír.

La verdad. Todos pensaban que estaba del lado de la verdad. ¿Y si le contaba a Leigh que siempre había elegido a qué víctima necesitada de auxilio defender guiado tanto por la sutil curvatura de una cadera o el encantador movimiento de una pestaña como por la necesidad en sí de hacer justicia? Quizá la gente solo había visto al padre indefenso, al hermano engañado o al primo perseguido como el único motivo para que el SeigneurdeMinuit interviniese, pero siempre había habido una mujer detrás. Una mujer y el dulce aliciente de una apuesta.

– Me sorprendes -dijo él al fin-. No creía que se me atribuyera semejante parangón de virtudes.

– Mereces todo el respeto del mundo por lo que hiciste -murmuró Leigh con la cabeza agachada, tras lo cual la levantó y añadió-: pero mi plan nunca funcionaría. Me he dado cuenta ahora. Tardaría demasiado en aprender todo lo que sabes, y eso en el caso de que fuese capaz de hacerlo. Además, me temo que no sería buena alumna, monsieur; como ya has dicho en varias ocasiones, te saco de quicio. Como me deseas, estaba dispuesta a pagarte de ese modo, pero veo que lo único que consigues así es sufrir. -Lo observó con expresión muy seria-. Y no quiero alterar tu serenidad mental.

S.T. recorrió con un dedo una grieta de la piedra tallada.

– Me temo que ese daño ya está hecho, Sunshine.

Ella volvió a agachar la cabeza.

– Lo siento.

– ¿De verdad? -replicó él-. Creo que tenéis el corazón de piedra, señora, y un exceso de arrogancia para tratarse de una mocosa de vuestra edad.

Leigh levantó la cabeza y lo miró con expresión enojada.

– No te gusta que te diga eso, ¿verdad? -continuó S.T.-. Apostaría cualquier cosa a que siempre te habías salido con la tuya hasta que te has encontrado en esta situación. -Tiró lo que quedaba del té, ya frío, a la hierba y se levantó despacio-. Sí, desde luego que es una idea absurda que quieras jugar a ser yo, aunque solo sea porque yo tengo tras de mí veinte años de puñetazos y entrenamiento con hombres que se morirían de risa si se enterasen de que pretendes manejar un arma y un caballo. -Una mueca se dibujó en su boca-. Eres demasiado mayor para comenzar, demasiado débil para prosperar y demasiado poca cosa para aspirar a hacerte pasar alguna vez por mí, incluso montada a caballo y en la oscuridad. Te mueves mal. Tu voz es demasiado suave, y tus manos, demasiado pequeñas, y la víctima de un bandolero siempre le ve las manos. Prueba a quitarle a una dama el rubí del dedo con los guantes puestos.

Ella apretó los labios.

– Sí, ya he dicho que estaba equivocada. No lo había meditado bien.

– Ah, ¿sí? Pues a mí me pareces una pequeña bruja muy inteligente, y no acabo de creer eso de que hayas viajado hasta aquí sin haber meditado las cosas concienzudamente. -Soltó una risa sarcástica-. No, lo pensaste a fondo, Sunshine, muy a fondo. Apuesto a que encontraste una solución para cada uno de esos problemas que acabo de enumerar. Lo tenías todo bien planeado, hasta que llegaste aquí y me viste; entonces te diste cuenta de que no era quien te habían hecho creer. -Levantó las manos abiertas y miró al cielo-. Debiste quedarte atónita al encontrarte con un pobre desgraciado que ni siquiera puede andar sin caer redondo al suelo. Y entonces pensaste que no podría enseñarte a manejar la espada, ¿verdad? Y tampoco creíste que pudiera montar a caballo, y mucho menos enseñarte hauteécole. -Bajó la cabeza y la miró-. Y por eso te marchas, después de soltar una sarta de majaderías sobre que es por mi bien y sobre que, de todos modos, es una idea tonta.

Leigh entrecerró los ojos.

– ¿Y no tengo razón, monsieur? -Dio un paso atrás y lo miró con los brazos en jarras-. Te comportas como un loco. Hablas al aire. Miras a la nada cuando me dirijo a ti, como si fuesen espíritus los que te hablaran. Peleas con el lobo por un pedazo de carne como si fueses un animal. Y sí, te caes. -Comenzó a temblarle la voz, bajó los brazos y volvió a mirarlo a la cara-. Te has caído tres veces, y has estado a punto de hacerlo otras diez como mínimo desde que estoy contigo. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta? Acudí a ti en busca de ayuda. Yo no tengo la culpa de que no puedas ayudarme. Desearía… -Parpadeó y apretó los labios. De pronto le dio la espalda y se quedó muy quieta y erguida-. Desearía, desearía… -repitió mientras miraba hacia las colinas-. Que Dios me ayude, pero ya no sé qué deseo.