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El eco de su voz se apagó entre las columnas. S.T. dejó caer la copa de plata al suelo y le puso las manos sobre los hombros. Notó lo rígida que estaba, y cómo temblaba todo su cuerpo, incluso al tragar saliva.

– Sunshine -dijo él con suavidad-, ¿no se te ha ocurrido ningún otro plan? -La hizo girar y le acarició la barbilla-. ¿No has contemplado la posibilidad de que yo te acompañe a Inglaterra si de verdad me necesitas?

Ella mantuvo la cabeza agachada.

– Dan una recompensa por ti. Nunca te lo pediría. Eso lo tuve muy claro desde el primer momento. -Se mordió el labio-. Pero ahora… Perdóname, no quiero ofenderte, pero…

S.T. le puso ambas manos en la cara.

– Ahora ya has visto que, de todas formas, no te serviría para nada.

– No -dijo Leigh rápidamente mientras se acercaba un poco más a él-. No, no dudo que podrías enseñarme todo lo que yo fuera capaz de aprender, si contáramos con suficiente tiempo, pero no dispongo de mucho, monsieur. Ya he malgastado demasiado.

– No te hace falta tanto tiempo -dijo él al tiempo que se inclinaba y le tocaba la frente con los labios.

– Es una situación desesperada.

– Las causas desesperadas son mis preferidas.

– Tú estás desesperado -dijo ella en un tono más frío-. Y loco.

– En absoluto. Se trata tan solo de mi orgullo. No soporto imaginarte por ahí mancillando mi leyenda con tus suaves manos, tu linda cara y tus inútiles esfuerzos femeninos por blandir una espada. -Dio un paso atrás-. Si mi reputación está condenada, mademoiselle, prefiero ser yo mismo quien la arruine.

A S.T. le costó más marcharse de Col du Noir de lo que jamás habría imaginado. Una parte de él quería quedarse y dedicarse a pintar y llevar una vida discreta y prudente, tal como había hecho desde la explosión que le había arrebatado el oído y el equilibrio. Caminaba con cuidado y se movía con lentitud, siempre pendiente de mantenerse dentro de los límites seguros de actividad que su descompensada estabilidad permitía. Cuando era día de fiesta en el pueblo, nunca bailaba o jugaba a las boules, e incluso si hubiese deseado tener otro caballo después de Charon, jamás lo habría montado.

Hasta la llegada de Leigh, no se había dado cuenta de lo precavidos e inhibidos que se habían vuelto sus movimientos por puro instinto. De pronto estaba pendiente, no ya solo del vértigo y de los consiguientes tropezones, sino de la forma en que medía cada paso y se refrenaba por protección.

Tendría que hablar a Leigh de su sordera. Aunque sabía que ella se había percatado de algunos de los síntomas, no parecía haberse dado cuenta de cuál era la causa. Solo pensaba que estaba loco porque se quedaba mirando cosas que ella no veía. Sin embargo, seguía ocultándoselo, por razones que ni siquiera él entendía, del mismo modo que fingía que no le importaba recoger sus cuadros y utensilios de pintura y guardarlos bajo paja y fundas para el polvo.

Pero Col du Noir era su mundo, y no quería abandonarlo.

No obstante, había otras pasiones que seguían latentes en su interior. No dejaba de pensar en Sade y en sus coronas de oro, y en la expresión del marqués cuando alzó la cabeza y les vio a Nemo y a él en la puerta. También pensaba en el cuerpo de Leigh bajo la luz de la luna. Mientras estaba sentado junto al fuego de la cocina, afilando la hoja de su espada tanto tiempo abandonada, recordó los oscuros caminos y el aroma a escarcha, y la sangre comenzó a correr con más rapidez por sus venas.

Tendría que volver a montar a caballo. Esa era la primera prueba. Si no la superaba, entonces Leigh tendría razón y todo sería inútil. Ella consentía su intención de acompañarla del mismo modo que un padre aceptaría las fantasías absurdas de su hijo, con serios asentimientos de cabeza y pequeñas sonrisas que lo sacaban de quicio cada vez que le contaba sus preparativos. La idea de fracasar lo mortificaba. Anhelaba poder quedarse en su segura guarida pero, a la vez, ardía en deseos de demostrarle que seguía siendo el maestro de su arte nocturno.

Ojalá ella empezase a ponerse faldas. Esas delgadas pantorrillas y ese redondo trasero que asomaba por debajo de la cola de la levita cada vez que se agachaba lo estaban volviendo loco, y ella lo sabía. De hecho se aprovechaba de la situación. Él quería amor, quería emoción y romance, mientras que ella se le ofrecía con calculada y fría deliberación, como si de algún modo eso la protegiese de él.

Y así era. Era una barrera más efectiva que la piedra. S.T. comprendía el mensaje a la perfección. Podía tomar su cuerpo, pero nunca llegaría a su alma. Ella lo había calado, y le ofrecía unos términos que sabía que él nunca aceptaría. Había actuado magistralmente en el templo romano. Se había comportado como una prostituta a propósito, con toda esa palabrería sobre pagarle y sobre lo que le debía a sabiendas de que, cuanto más denigrara lo que él quería, más a salvo estaría.

Al final era ella quien manejaba la situación, como ambos sabían.

Mientras seguía allí sentado, afilando la brillante hoja, no dejaba de mirar de reojo el cuerpo de Leigh. Intentaba mantener la vista agachada y toda su atención concentrada en el resplandor azul del acero, pero la mirada se le iba una y otra vez al contorno de sus piernas, que tenía apoyadas en el guardafuegos de la chimenea.

Estaba seguro de que esa sensual postura era calculada. Puede que mantuviese una apariencia indiferente y serena, pero lo que quería era restregarle en las narices la facilidad con que podía alterarlo. Quería que él se derrumbara de nuevo y se comportase como un idiota baboso. Pero, por más que S.T. era consciente de todo ello, su corazón y su razón seguían en conflicto. Ella era una mujer vulnerable, herida y sola, y él quería protegerla. Pero, a la vez, todo su cuerpo la deseaba. Se imaginó acariciándole el cuello con la boca, respirando su piel, absorbiendo su fresco aroma e intenso calor. Continuó inmerso en su rítmico trabajo con la espada, al tiempo que le miraba las piernas e imaginaba todo tipo de fantasías hasta que, sin hacer ningún ruido, ella se puso en pie y salió de la cocina. S.T. oyó el eco de sus pies en la escalera de piedra.

Sabía muy bien adónde iba. ¿A qué otro lugar se podía ir en el piso de arriba salvo a su cama? Era un ofrecimiento tan claro como el de una prostituta que lo abordara en una esquina. Aquello lo enfureció. Terminó de afilar la espada dándole bruscas y largas pasadas con la piedra y la blandió. Atacó a su sombra en la pared, a la que asestó un tajo muy poco elegante; luego dejó esa espada más grande sobre la mesa y cogió otra más ligera, la colichemarde, con la que hizo una parada y estocada mientras observaba cómo el fuego de la chimenea encendía la punta de la hoja de sangre.

Seguía moviéndose con demasiada lentitud y reserva. Su impulso natural a reprimir sus movimientos le daba un aspecto muy encorsetado e inepto. Cerró los ojos y levantó el brazo muy despacio con la espada en alto. Cuando llegó a la altura del hombro sintió que perdía el equilibrio, y el peso de su brazo y del arma lo hicieron balancearse hacia delante. Se mantuvo firme, aunque tembloroso, mientras intentaba encontrar su centro pese a esa sensación de ir cayéndose lentamente, mientras intentaba olvidar lo desagradable que era perder innumerables veces el equilibrio. Se esforzaba por escuchar a su cuerpo en vez de a su mente.

Dentro de ese círculo vertiginoso estaba él, con la mano levantada, las piernas abiertas, un intenso calor que lo recorría -pues, además y para mayor humillación, seguía excitado-, los pies firmes en el suelo y la muñeca, espalda y hombros aceptando el peso de la espada. La levantó un poco más para ver hasta dónde era capaz de llegar. Eso le resultó más fácil, pues podía cerrar el brazo sobre sí y mantener la cabeza quieta hasta que la sensación de rotación disminuyera. Abrió los ojos y bajó el estoque para asegurarse de que percibía lo mismo con la vista. Sí, la mano estaba ahí, el hombro y la columna en su sitio, los pies bien firmes, el suelo bajo él y el techo arqueado sobre su cabeza. Pensar en ella tumbada en la cama de arriba lo hacía sentirse rudo, avergonzado y violento; habría estado encantado de matar a cualquier cosa que se le hubiera puesto en esos momentos por delante. Apoyó la punta de la espada en el taburete. A continuación, tomó aliento, se colocó la espada contra el pecho y dio un rápido giro.