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Pese a ser el primer día que soplaba, el viento conseguía que todo el mundo estuviera irritable, y lo más probable, tratándose de la época del año en que se encontraban, era que esa tempestad que los franceses llamaban ventdunord durase semanas. Solo la señorita Strachan no parecía afectada; claro que era la primera vez que lo vivía. De momento el mistral solo era un viento más para ella.

No había ningún medio de transporte en condiciones para salir de La Paire, incluso en el caso de que hubiesen tenido dinero. S.T. quería reservar los veinte luises de oro, por lo que únicamente se desprendió de los patos y de treinta libras a cambio de un burro bastante pasable que esperaba poder revender y así sacar el dinero para alquilar un carruaje que los llevase a París. El animal cargaba con la silla y la brida de Charon, además de con un pequeño alijo de comida que valía otros cuantos sous, y que S.T. esperaba que bastase para pasar las cuatro noches que consideraba que tardarían en llegar a Digne. Había echado cuatro camisas y un par de pantalones negros de seda y, tras colgarse la colichemarde del cinturón y ponerse la otra más pesada a la espalda, partieron a paso ligero por el camino que conducía al este.

Los árboles y las laderas de las montañas los protegían algo del mistral pero, de todos modos, el viento bajaba silbando con una fuerza heladora por los valles. S.T. observó que las mejillas de la señorita Leigh Strachan enrojecían cada vez más bajo el sombrero que llevaba encasquetado en la cabeza; sin embargo, seguía avanzando por el otro surco dejado por los carros mientras tiraba del burro.

S.T. se alegraba para sus adentros de que ella hubiese estado enferma ya que, de otro modo, tenía la sospecha de que estaría en mucha mejor forma que él. Pese al entusiasta arranque de S.T., el burro había marcado el lento ritmo de la marcha que seguían todos, excepto Nemo. El lobo, que iba por delante del grupo, se paraba de vez en cuando para esperarlos, tras lo cual volvía a correr por delante. Mucho antes de que S.T. pudiera oír el sonido de humanos que se aproximaban, Nemo los alertaba de la presencia de otros viajeros escondiéndose entre las rocas blancas y la maleza.

En un momento en que la presencia del lobo junto a ellos indicaba que estaban solos, S.T. dijo con estudiada despreocupación:

– Creo que tal vez deberíamos casarnos.

Ella pareció tomarlo mejor de lo que había esperado.

– ¿Qué? -preguntó sin inmutarse demasiado.

– Alguien terminará dándose cuenta de que eres una mujer. Provocaría menos comentarios si fueses vestida como tal.

– No creo haber provocado ningún comentario hasta la fecha.

– No, solo fervientes admiradores como el marqués de Sade.

Leigh se cambió de mano la cuerda del burro y tiró de la rezagada bestia.

– Ya te he dado las gracias por librarme de ese contratiempo. De ahora en adelante siempre estaré alerta en previsión de casos así.

– Si somos una pareja casada, nadie te molestará.

Leigh asintió con la cabeza por toda respuesta.

S.T. puso la mano en la empuñadura del estoque y palpó el frío metal. Le ardía el rostro. No quería tocar la espada, sino a ella.

– Había pensado que nos hiciésemos pasar por hermanos -dijo-, pero es más recomendable que viajemos manteniendo ciertos visos de respetabilidad. La gente se extrañaría de que no llevases doncella, y tendríamos que coger habitaciones separadas, si es que las encontramos, lo cual sería un gasto adicional innecesario.

– Sí -afirmó ella con tranquilidad-. Pero no tenía intención de viajar con compañía.

S.T. captó la pulla, pero prefirió hacer caso omiso.

– No temas, no seré ningún estorbo para ti aunque compartamos habitación -dijo al tiempo que arrancaba una rama de un arbusto y comenzaba a deshojarla-. Es solo para guardar las apariencias. No voy a pasar la noche contigo.

De nuevo ella se limitó a asentir.

– Entonces, ¿qué me dices? -preguntó S.T. sin levantar la vista de la rama.

– Lo pensaré.

S.T. maldijo en silencio la tozudez de aquella joven. No podía cortejarla adecuadamente mientras fuese vestida de hombre o, más bien, de chico. Nadie creería que era un hombre; sin embargo, llamaría la atención si intentaba seducir a un apuesto joven. Parecía tan depravado como el propio Sade.

Pero eso no lo detuvo de momento. Sabía por el comportamiento de Nemo que no iba a aparecer otro ser humano en bastante rato. Intentó pensar en algo agradable y cautivador, pero le pareció que el tipo de frases que le habían salido con tanta facilidad cuando las susurraba en un jardín de rosas a medianoche quedarían un tanto forzadas al gritarlas en medio de aquel viento helado a una joven que llevaba pantalones y tiraba de un burro recalcitrante. En su lugar tuvo que dedicarse a interrogarla, a pesar de que ella no cooperaba demasiado. Tras obtener algunas breves respuestas sobre la localización exacta de su casa, S.T. se quedó unos pasos atrás y asestó al rezagado burro un ligero golpe con la vara que había obtenido tras deshojar la rama. El animal trotó algo más rápido.

– Dime una cosa, ¿cómo conseguiste encontrarme? -preguntó a Leigh.

– Te busqué -dijo ella por toda respuesta-. No eres tan difícil de reconocer como crees.

– Entonces, ¿comenzaste en el norte de Inglaterra y te dedicaste a ir por ahí describiéndome y preguntando por un sujeto con extrañas cejas?

– Todo el mundo sabe que huiste a Francia -replicó ella-. Comencé a preguntar por un hombre de ojos verdes y cabello de reflejos dorados en París.

– Que todo el mundo… -comenzó S.T. a decir, pero se interrumpió perplejo-. ¿Quieres decir que todo el mundo conoce mi vida?

– Solo eran chismorreos. Y en Francia no saben nada del SeigneurdeMinuit, pero si te veían te conocían. Tienes un aspecto muy poco habitual, monsieur. Creo que te subestimas. Pregunté en todos los hôtels y auberges y mis pesquisas me condujeron a Lyon, y de allí a La Paire.

S.T. negó con la cabeza.

– Dios bendito, no deberías haber ido tú sola a esos lugares. ¿No te queda familia?

– Unos primos. Les escribí.

– ¿Y aprueban esta expedición tuya?

– Les dije que necesitaba un cambio de aires, y que me iba de viaje por el continente con una amiga de mi madre.

– Vaya -murmuró S.T. con amargura, antes de dar otro golpe al burro-. ¿Y cómo se llama? -preguntó-. El hombre que vamos a matar.

Leigh lo miró y, a continuación, aceleró el paso para igualar el paso rápido del animal.

– Chilton. El reverendo James Chilton.

S.T. la miró, sorprendido.

– Estás de broma.

Ella se limitó a seguir caminando.

– Un reverendo -dijo el otro poniendo los ojos en blanco-. Quieres asesinar a un reverendo.

Como única respuesta, el mistral siguió soplando. Estaba claro que a ella no le había hecho ninguna gracia, y que él era un zopenco sin tacto.

– No es un asesinato -dijo Leigh con un hilo de voz sibilante que estaba en perfecta consonancia con el viento-. Es justicia.

– Explícame por qué no puedes ir al juez a pedir justicia.

– Mi padre era el juez, y el señor Chilton ocupa su puesto ahora.

S.T. levantó la cabeza bruscamente para mirarla.