– ¿Y qué pasa con los demás magistrados? ¿Consienten que un asesino se convierta en uno de ellos?
– Los demás le tienen miedo.
– ¿Tan cobardes son?
– No -respondió Leigh al tiempo que negaba con la cabeza sin dejar de mirar al camino ante ella-. No son cobardes, pero están aterrorizados.
S.T. meditó esas palabras. Eran bastante elocuentes, ya que revelaban una diferencia sutil a la par que crucial. La señorita Leigh Strachan no era ninguna tonta.
– ¿De qué están aterrorizados?
– De lo que les pasó a mis hermanas -contestó ella-. Ellos también tienen hijas.
S.T. apoyó una mano en la grupa del burro y observó a Leigh. Seguía andando a grandes zancadas sin vacilar. El viento agitaba los mechones de pelo que se le habían escapado de la coleta y que le golpeaban el rostro.
– ¿Te da miedo preguntar? -dijo ella, que seguía sin mirarlo-. ¿Crees que no voy a soportar hablar de ello?
– Sunshine… -comenzó a decir S.T. con suavidad.
– No me llames así -dijo Leigh volviéndose hacia él y forzando al burro a que se detuviese de repente-. Te desprecio cuando me llamas así. Pregúntame qué les pasó a mis hermanas.
Intentó tocarla, pero ella retrocedió un paso; luego dio un respingo para evitar topar con la cabeza del burro.
– ¡Pregúntamelo! -gritó.
El viento se llevó sus palabras. Permaneció inmóvil mirando a S.T. mientras asía el cabestro del burro con fuerza.
– ¿Qué pasó? -dijo él en una voz baja e impersonal.
– Encontraron a Anna en la laguna de Watch Hill, que es donde suelen ir las parejas de enamorados. La habían estrangulado. Tenía el vestido abierto y subido hasta la cintura, como una ramera. -Lo miró sin pestañear-. Emily estuvo desaparecida toda la noche. Cuando volvió, no quiso hablar durante semanas, y después empezó a sentirse mal. Vino el médico y dijo que estaba esperando un hijo. A la mañana siguiente apareció muerta en el granero. Se había ahorcado.
Él apartó la vista y miró al suelo.
– Yo la encontré -prosiguió Leigh-, y me alegro de haberla encontrado, ¿entiendes?
S.T. acarició el áspero lomo del burro mientras observaba cómo el viento movía el pelo gris que tenía entre los dedos. A continuación, asintió. Leigh emitió un sonido, una única sílaba inarticulada de desdén; S.T. no logró saber si iba dirigida a él, a los recuerdos o a qué. Quizá no creía que realmente pudiera entenderla.
No había nada que pudiera decir, así que se limitó a dar un golpe al pequeño burro para que prosiguiera, e hizo un comentario intrascendente sobre el camino que todavía les quedaba por recorrer.
Sin preguntarle antes si quería, S.T. llevó agua a Leigh cuando pararon en el fondo de un precipicio de piedra caliza. El mistral rugía entre los arbustos que había sobre sus cabezas y arrancaba, flores silvestres que crecían en las grietas verticales de las alturas. Cuando S.T. se quitó el tricornio, el pelo golpeó su mejilla. Se arrodilló delante de ella, que estaba sentada en una roca, y le ofreció la copa.
– El viento te está quemando el rostro -dijo.
Ella lo miró con una expresión un tanto cínica.
– Da igual.
– ¿No prefieres taparte con un pañuelo?
Leigh se encogió de hombros y bebió. Él todavía ansiaba tocarla y recorrer con sus dedos la enrojecida piel, para aliviarla.
– ¿Estás cansada? -preguntó en su lugar-. Puedo llevar yo al burro si te agota mucho.
– No hace falta -contestó ella en un tono distante que indicó a S.T. que sabía muy bien en qué consistía ese juego y que no le iba a llevar a ninguna parte. Por tanto, decidió ser paciente. Sus propios motivos para lo que estaba haciendo eran un tanto confusos. Quería protegerla, consolarla, pero tampoco se trataba de un impulso del todo inocente. Quería por encima de todo abrazar su cuerpo.
Comieron en silencio.
– Debería terminar de contártelo todo -dijo Leigh de repente-, ya que veo que no te atreves a hacer más preguntas.
S.T. volvió a envolver con cuidado el pan que no se había comido dentro de la servilleta, que ató a continuación.
– Hay mucho tiempo para eso, si te apena recordarlo.
– No -dijo ella con suma frialdad-. Ya que insistes en tomar parte en esto, prefiero contártelo todo lo antes posible. Quizá así te replantees tu decisión.
Él la miró y negó con la cabeza. Leigh le devolvió la mirada durante un instante y después la apartó. Tenía las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y se dedicó a seguir las evoluciones de un pajarito gris y negro que saltaba entre las oscilantes ramas de un arbusto que había junto al camino. S.T., por su parte, arrancó una brizna de hierba y masticó uno de sus extremos. Vio que ella se balanceaba con un débil movimiento hacia delante y hacia atrás como los arbustos al viento, mientras mantenía los codos muy pegados al cuerpo como si quisiera hacerse lo más pequeña posible.
– Cuéntamelo -dijo S.T. con suavidad cuando le pareció que Leigh no conseguía reunir las fuerzas para hablar-. ¿Por qué crees que hizo eso a tus hermanas?
– No, no fue él -dijo ella rápidamente-. Yo no he dicho que lo hiciera él.
– Entonces es que tiene cómplices.
Leigh echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo.
– ¿Cómplices? -Respiró hondo y expulsó el aire con fuerza-. Toda la ciudad es su cómplice. Lo único que tuvo que hacer fue subirse al púlpito y decir: «Es una pérdida, su carne es débil y ha intentado seducirme a mí, a un hombre de Dios». Eso fue la condena de la pobre Emily. Todos le creen. Y los que no lo hacen, no se atreven a hablar. Mi madre sí se atrevió, y ya ves qué pasó. -Agachó la cabeza y se miró las manos-. Nos usó como ejemplo, y encima lloró. -Una mueca de ironía se dibujó en su rostro-. Esa mala bestia lloró ante la tumba de mi hermana.
S.T. arrancó otro tallo e hizo un nudo con él.
– ¿Y qué pasa con quien la mató? ¿No quieres que se haga justicia?
Ella se mordió el labio. Su rostro estaba muy tenso.
– No sé quién la mató -dijo-, y me da igual. Quienesquiera que fuesen, no eran ellos cuando lo hicieron. -Vaciló un instante y lo miró-. Eso debe de parecerte raro.
S.T. frunció el ceño mientras anudaba lentamente la siguiente brizna a la cadena de hierba que estaba haciendo.
– Tenía un amigo en París -dijo-, mi mejor amigo de los de la escuela. -Con meticulosa precisión rajó un tallo y le anudó otro-. Un día íbamos todos juntos y encontramos a un pájaro herido en la calle. Era una paloma con un ala rota; se movía por el suelo con aspecto de estar desconcertada y dolorida. Yo iba a cogerla, pero el mayor de todos nosotros empezó a darle patadas. Todos se echaron a reír y comenzaron a darle patadas también, y a pisarle las alas para que las sacudiera. -Sus manos pararon-. Incluido mi mejor amigo -añadió mientras extendía la cadena.
Leigh levantó la cabeza y lo miró.
– ¿Y lo odiaste por ello?
– Me odié a mí mismo.
– Porque no dijiste nada.
S.T. asintió.
– Se habrían reído, y hasta puede que se hubieran vuelto contra mí. Me fui a casa y lloré en el regazo de mi madre. -Esbozó una ligera sonrisa-. Mi madre no era una gran erudita religiosa. Creo que tardó cuatro días en encontrar una Biblia, y otros tres para localizar la página que buscaba, pero al final la encontró. -Se colgó el aro de hierba verde de los dedos-. «Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.»
– Eso son solo palabras que no cambian nada -replicó ella con furia-. Mi padre siempre fue… -Se interrumpió con un escalofrío-. Pero eso no importa ahora. -Con un movimiento repentino se puso en pie-. Chilton llegó hace cuatro años y fundó una sociedad religiosa. Mi padre se había ordenado nada más salir de la universidad y era el párroco del lugar. Nunca había esperado heredar el título de conde de su familia pero, cuando lo hizo, continuó con su labor eclesiástica como si nada. No era una persona de carácter, era más bien tímido. Sus sermones dormían a todo el mundo, pero él disfrutaba escribiéndolos. Y entonces apareció Chilton en la vecindad y comenzó a celebrar reuniones evangélicas. También montó una escuela y un hogar para chicas pobres.