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Se llevó una mano a la boca y comenzó a caminar. Sus delgadas y fuertes piernas salían y entraban del campo de visión de S.T. Era la primera noticia que tenía de que Leigh fuese hija de un conde. De forma intencionada no levantó la cabeza; la volvió para oír mejor, aunque fingía estar mirando una mata de lavanda silvestre que había más allá de ella.

– ¿A qué iglesia pertenece Chilton? -preguntó.

– La llama la Iglesia Libre. Ni siquiera sé si existe de verdad, pero lo dudo mucho. Nunca asistí a ningún servicio, pero creo que es todo invento suyo. Aseguraba que era igual que una sociedad metodista, pero hace años vino John Wesley a predicar a la ciudad y, según mi madre, lo de Chilton no tenía nada que ver. Aunque es cierto que, al igual que los metodistas, todos tienen que confesarse ante los demás, y después deciden juntos la penitencia que hay que imponer al pecador. -Se detuvo y miró directamente a S.T.-. Pero si alguien no se confiesa, le imponen un castigo de todos modos. Acoge a esas indigentes, les da cama y trabajo y les pide que no vayan con ningún hombre ni se casen. Dice que las mujeres no tienen alma, y que su única esperanza de volver a nacer como hombres es que se sometan a una autoridad superior en esta vida, igual que un caballo de tiro se somete a su amo. En mi pueblo hace casi dos años que no se celebra una boda. -Hizo una pausa. Tenía el rostro encendido-. A veces hay alguna cuando Chilton lo permite, una vez hechos todos los preparativos necesarios, para complacer a los hombres y para que las mujeres aprendan a obedecer.

– Sí, ya sé a qué te refieres -dijo S.T.

– Mi madre se enfrentó a él. Siempre había defendido la educación de las mujeres, y dijo que los puntos de vista de Chilton eran anticuados. Al principio se reía de él. Chilton fue a ver a mi padre en público para pedirle que la controlara y pusiese fin a esos «estudios malvados» que mi madre nos imponía a mis hermanas y a mí. -Leigh juntó las manos y se las llevó a la boca-. Nos enseñaba matemáticas, latín y física; eso es lo que Chilton consideraba tan malvado. También escribió panfletos en los que rebatía los sermones de mi padre. -Volvió a sentarse con un escalofrío en los hombros mientras se rodeaba el cuerpo con los brazos-. Comenzó a aparecer ante la puerta de casa con una multitud de sus seguidores para exigir que mi madre les entregase a sus hijas antes de que fuese demasiado tarde. No podíamos salir de casa libremente; nos convertimos en prisioneras en nuestro propio hogar. Mi padre… -se puso tensa y bajó la mirada- no hizo nada; tan solo rezó, nos hizo pequeños regalos y dijo que todo pasaría. Eso es lo que siempre hacía. Fue mi madre, quien siempre se encargó de verdad de nosotras, la que tomó cartas en el asunto. Era muy buena e inteligente. Todo el mundo la admiraba. Siempre sabía qué hacer dundo mi padre estaba en apuros.

S.T. observó cómo se mordía el labio inferior con furia, y se cogió ambas manos para contener el impulso de abrazarla y darle consuelo. Resultaba desgarradora la forma en que la voz de Leigh se mantenía fría y firme mientras su cuerpo se agitaba como si el viento se hubiese apoderado de él. Quería calmarla, facilitarle las cosas, pero no sabía cómo.

– ¿Qué hizo tu madre con respecto a Chilton? -preguntó en un tono bastante neutro.

– Hizo que lo arrestaran. Entonces no sabíamos… jamás habríamos sospechado… Verás, Chilton asustaba a mis hermanas, pero para mi madre y para mí solo era un ser perverso y molesto. Mi padre era el juez del lugar, cargo que siempre había sido de mi familia, pero era mi madre la que desempeñaba buena parte de las tareas por él. Llevaba las cuentas de los impuestos, estaba presente en las vistas y le escribía notas a mi padre sobre qué era mejor hacer. Todo el mundo sabía que lo aconsejaba y nadie ponía ninguna objeción. Mi madre envío al agente judicial a que arrestase a Chilton y la gente desapareció de delante de nuestra casa.

De pronto, bajó la mirada y comenzó a balancearse sin descanso con la cabeza apoyada en las rodillas y las manos rodeándolas.

– Mi padre… -dijo con un grito sordo-, mi padre nos dijo «¿veis?, ya está todo arreglado» y salió a la calle. Cuando estaba demasiado lejos para volver… lo apedrearon en plena calle. -Comenzó a respirar espasmódicamente mientras seguía inclinada sobre las rodillas-. Lo apedrearon desde las casas, y desde detrás de puertas y carros. Todos estaban en silencio, tanto que podíamos oír cómo les pedía que parasen, que por favor parasen. -Emitió un sonido inarticulado-. Mi madre salió. Nos dijo que nos quedásemos dentro, pero yo la acompañé. Mi padre ya estaba inconsciente, o tal vez muerto. A nosotras no nos lanzaron piedras, sino basura y cosas asquerosas. -Levantó la cabeza y miró al cielo-. Ay, papá, papá…

No lloraba, pero cada músculo de su cuerpo temblaba. S.T. hizo un ligero movimiento para alargar una mano y, entonces, ella se puso en pie de un salto.

– ¡No me toques! -gritó-. ¡Por favor, no me toques!

Se volvió y fue hasta el burro. Una vez allí, comenzó a abrochar y desabrochar frenéticamente las correas de la carga sin motivo alguno. S.T. permaneció donde estaba. Nemo se aproximó a él y se sentó a su lado descansando todo el peso sobre la columna de su amo; luego, le olisqueó la oreja y se la lamió.

– Después nadie quiso hacer nada -prosiguió Leigh con la mirada fija en la silla del burro-. Chilton dio un sermón en la calle sobre el precio del pecado. Mi madre ni siquiera pudo conseguir que se formara un tribunal que juzgara el asesinato de mi padre, porque ningún caballero se atrevió a presentar cargos contra Chilton. Dijeron que había sido una muchedumbre, que no se podía señalar a nadie como responsable directo, y que mi madre se estaba excediendo al exigir que hicieran más, como si ella misma fuese juez. Dijeron… -añadió al tiempo que se le contraía el rostro- que quizá el señor Chilton tenía razón, y las mujeres de nuestro condado debían aprender cuál era el lugar que les correspondía. -Lanzó un gruñido de furia y desesperación, y volvió a manipular las correas una y otra vez-. Mi madre escribió al gobernador, pero nunca recibió respuesta. Dudo que la carta llegara más allá de Hexham. Entonces Emily fue… castigada. Pero de nuevo no había pruebas que demostrasen que el instigador había sido Chilton. Sabe muy bien cómo asustar a la gente, y se las arregló para que nadie hablara. Mi madre creía que podría hacerlos entrar en razón, y fue a ver a todos los magistrados para intentar convencerlos de que actuasen contra Chilton. Entonces encontraron a Anna y la gente comenzó a mirarnos como si fuéramos portadoras de alguna plaga. Los criados se marcharon. El tribunal se reunió y dijo que había sido otro suicidio. Lo siguiente que supimos fue que el nombre de Chilton estaba en la lista para ser nombrado clérigo magistrado en sustitución de mi padre.

Levantó el rostro al viento y S.T. observó su bello perfil.

– Todo aquello ya fue demasiado para mi madre -prosiguió en voz baja-, ella no tenía fuerzas suficientes para poder hacer frente a todo. Me dijo que hiciera el equipaje porque nos íbamos a Londres a vivir con mi prima. Cerró la casa y enganchó ella misma los caballos al carruaje. Yo iba en el interior mientras ella conducía, ya que no teníamos ni cochero. -Se le quebró la voz al tiempo que miraba al cielo y las colinas-. La pobre ya no estaba en su sano juicio, y supongo que yo tampoco ya que no le habría dejado llevar el carruaje. No creo que hubiese manejado jamás un tiro de caballos. Se desbocaron antes de llegar al puente y mi madre salió despedida.

S.T. rodeó a Nemo con un brazo y acarició su espeso pelo.

– Así que ya ves, Seigneur -dijo ella con amargura-, si llegas a Inglaterra, donde se ofrece una recompensa por tu cabeza, y encima te enfrentas a Chilton, todo el mundo, desde la Corona hasta los parroquianos, irá a por ti. No será un único hombre el que intente destruirte.

S.T. se apoyó en Nemo para ponerse en pie. Una oscura sensación de euforia había comenzado a desarrollarse en él, un atisbo de riesgo y apuesta que aún estaba demasiado distante y difusa. El pequeño brillo del peligro avivaba la llama a la vez que su mente y sus emociones se agudizaban; se sentía como si volviese a vivir. Lo deseaba tanto… Era como si hubiese estado tres años dormido.