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– Iré -dijo-. Haré lo que sea por ti.

Leigh lo miró con la guardia baja, como si sus palabras la hubiesen sorprendido, pero su rostro recobró al instante la actitud indiferente de siempre y una mueca irónica se dibujó en su boca.

– Te comerán vivo, monsieur.

– No podrán acercárseme tanto.

Ella le dedicó una de esas sonrisas suyas tan desquiciantes y recobró su fría compostura, rechazando todo lo que le ofrecía.

– Maldita sea -masculló S.T. Dio un paso con demasiada rapidez y, tras tropezar con Nemo, perdió el equilibrio y cayó de rodillas mientras el mundo comenzaba a girar turbio a su alrededor.

Leigh lo observó sin expresión alguna en el rostro.

– Ya estás advertido -dijo.

Nemo se mantuvo quieto a su lado tal como le había enseñado, y S.T. se agarró a él. Se sentía como si se descompusiera en pedazos, en una mezcla de orgullo, furia, vergüenza y deseo. El lobo le lamió la mano y se apoyó en su pierna. S.T. respiró profundamente y se incorporó.

– Iré -repitió con tozudez-, porque me necesitas y te amo.

Esas palabras tuvieron un claro efecto en él mismo. Al decirlas sus limitaciones se esfumaron y su viejo mundo volvió a abrirse, con toda la gloria, emoción y pasión de siempre. Quería volver a sentirse vivo y tentar a la fortuna por amor. Lo anhelaba tanto…

– Eres un idiota -dijo Leigh dándole la espalda.

Capítulo 8

El Seigneur comenzó a buscar un vehículo en la ciudad de Digne. Leigh lo observó mientras preguntaba en cada pueblo y cruce al que llegaban, pero siguieron caminando diez días más junto al burro, empujados por la helada furia del mistral, antes de que encontraran nada. Cuando lo hicieron se trataba tan solo de un viejo cabriolé de dos ruedas que descansaba en una calle polvorienta en la que hacía mucho calor después del repentino cese del viento del norte. Finalmente el mistral amainó con la misma brusquedad con que había comenzado; la atmósfera se despejó hasta alcanzar una claridad cristalina y los colores se avivaron hacia un azul intenso y un verde oscuro, mientras las casas de caliza refulgían blancas contra las sombras de aquella angosta calle. Durante esas últimas dos semanas se habían adentrado en el corazón de la Provenza, pasando de las cumbres alpinas a una tierra que por su aspecto bien podría haber sido España o Italia; una cálida tierra de olivos y árboles frutales que ardía bajo el despejado cielo.

Leigh se apoyó en una pared al sol y escuchó cómo el Seigneur regateaba por el carruaje. No podía seguir la rápida conversación, que se desarrollaba en francés y provenzal, pero notó que había una nota de enfado y desesperación en su voz mientras intentaba llevar a cabo el trueque. A ella no le quedaba más que esperar. La calle estaba desierta a excepción del burro, que aguardaba pacientemente con los ojos cerrados y cargado con el equipaje. La pared en la que Leigh estaba apoyada ascendía hasta alcanzar una gran altura y llegar a la joya del pueblo: un grandioso château en estado ruinoso que dominaba la pequeña población, la cual se amontonaba a sus lados. El cálido aire transportaba un aroma a lavanda que envolvía a Leigh, procedente de las plantas salvajes que crecían en los márgenes del camino y por toda la pared.

El dorado pelo del Seigneur relucía bajo el sol, del mismo modo que los brillantes muros contrastaban con las negras profundidades de las sombras. Al lado del taciturno y pequeño lugareño era un rayo de luz, un Apolo exasperado cuya voz resonaba fluida por la desierta calle.

Leigh se dio cuenta de que estaba pendiente de él, por lo que bajó la mirada y la dirigió a otra parte. Volvió a pensar que debería seguir andando y dejarlo allí, como había pensado mil veces desde que habían salido de La Paire. Él no podía serle de ayuda; ya no era el paladín que buscaba, así que lo mejor sería que continuara sola e hiciera lo que debía por sí misma.

Pero no lo hizo. Permaneció donde estaba, intranquila y malhumorada, sin encontrar ninguna lógica a sus actos pero, al mismo tiempo, sin moverse de allí.

S.T. y el hombre se pusieron en movimiento y aquel, mirando por encima del hombro, le dijo «espera ahí», orden con la que consiguió que Leigh lo mirase furiosa mientras se marchaba conversando con el vendedor. Sin embargo, así lo hizo; esperó junto al burro, ambos igualmente dóciles, parados en aquella calle como si estuviesen atados, del mismo modo que Nemo se había quedado, muy a pesar suyo, debajo de un arbusto a las afueras del pueblo. Estaban todos atrapados por alguna especie de magia inverosímil, una extraña inercia que solo se disiparía cuando él volviera con una palabra dulce y una caricia, con un puñado de forraje y un consuelo susurrado a la oreja del lobo. Para ella tendría esa sonrisa sesgada bajo sus cejas diabólicas.

Él abrazaba a los animales, rodeaba el cuello del burro con el brazo y le rascaba bajo la barbilla, jugaba con Nemo en el suelo y dormía con el lobo acurrucado a su espalda. Pero a ella nunca la tocaba. Leigh pensó que, si lo hiciese, sentiría como si un rayo la atravesara.

De pronto deseó que nunca volviese. Solo era un pobre idiota soñador, romántico y poco fiable.

Una vez S.T. hubo desaparecido por la esquina, Leigh se sentó apoyada en la pared y se sacó del bolsillo el librito que contenía las palabras en inglés que el marqués de Sade no entendía bien. Ella misma no estaba muy segura de algunas pero, de todos modos, en caso de que no hubiese entendido ni una sola frase del texto, las minuciosas ilustraciones que lo acompañaban le habrían dejado bien clara su temática.

Se preguntó con malicia si el Seigneur tendría ese aspecto desnudo. Era de suponer que todos los hombres tenían más o menos el mismo, aunque aquellas imágenes parecían un tanto exageradas. Las examinó con interés. Su madre habría dicho que cualquier conocimiento era valioso, incluso el que aportaba un libro como LaobramaestradeAristóteles. A Leigh le resultó mortificante descubrir lo poco que sabía del tema.

Fue pasando las páginas lentamente sin perder detalle. Algunas de las láminas le parecieron ridículas; otras la sorprendieron, y algunas aumentaron la sensación de intranquilidad que la embargaba, provocándole una molesta agitación mientras las estudiaba. Al contemplar aquellas ilustraciones eróticas, no pudo evitar pensar en el templo en ruinas de las montañas y en el Seigneur.

Solo había estado con un hombre antes que con éclass="underline" un chico al que la excitación había vuelto muy torpe y que le había jurado amor eterno; el muchacho parecía mucho más joven que ella pese a que él tenía diecisiete años y Leigh dieciséis. Hasta intentó que se fugaran, pero ella se negó. Su breve romance terminó en cuanto Leigh quiso que así fuera.

Cuando su madre se enteró de lo que había hecho, fue un momento difícil. Todas sus explicaciones parecieron pobres excusas; todas sus grandes teorías sobre la necesidad de aprender se vinieron abajo ante la severa mirada de su progenitora. Su madre le dijo que ella sabía mucho más del tema, y que lo que ocurría entre un hombre y una mujer era algo sagrado, o al menos debería serlo, así que esperaba que Leigh respetase a sus padres y no se dedicara a buscar otras experiencias prácticas hasta que llegase el momento.

En ese momento, Leigh se sintió avergonzada, demasiado joven y tonta, porque había perdido algo que su madre consideraba muy valioso.

Ahora ya era mayor, y aquella vergüenza le parecía inocente al recordarla. Qué impura se había sentido, mancillada y condenada por un error de la adolescencia, además de disgustada y profundamente humillada tras ser obligada por su madre a recibir lecciones de la comadrona del lugar sobre cosas que no había llegado a entender bien.