Siempre había sido la más fuerte, la más responsable e inteligente, y era admirada por su gran talento al igual que lo era su madre. Había entregado su virginidad porque había querido hacerlo, porque sentía curiosidad, porque una parte de ella, en ocasiones, se rebelaba de forma un tanto voluble contra el estrecho margen de libertad que le imponían su educación, su vida y su condición social. A los dieciséis años no se había dado cuenta del riesgo que entrañaba tal experimento.
La comadrona le enseñó eso, junto a otras cosas que Leigh supuso que ni su madre sabía. Pero no se había olvidado de nada; llevaba en la bolsa las hojas y plantas en polvo que necesitaba para protegerse. Ya no era tan ingenua, y jamás consentiría estar a merced de un hombre como el Seigneur, que hacía promesas de amor con tanta facilidad e irradiaba una sensual lujuria en cada movimiento y mirada.
El pequeño burro levantó la cabeza y soltó un estentóreo rebuzno que despertó ecos por toda la calle. Cuando el escandaloso sonido se apagó, Leigh oyó el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba lentamente. Guardó el libro con rapidez y se puso en pie. El Seigneur y el lugareño aparecieron por la esquina llevando un caballo ruano entre ambos. Leigh contempló con escepticismo aquella yegua escuálida. S.T. la miró y se encogió de hombros.
– No hay nada mejor -dijo.
– Tiene cataratas -señaló ella.
– Sí, lo sé -respondió él en el mismo tono irritado-, pero todavía le queda algo de vista.
– ¿Y el precio?
Él la miró con cara de pocos amigos.
– Cuatro luises por el carruaje y la yegua. Puedes intentar regatear tú misma si lo prefieres.
Leigh se volvió en otra dirección.
– No es asunto mío.
S.T. quedó en silencio durante unos instantes. A continuación, dijo algo en dialecto al lugareño. El hombrecillo llevó la yegua hasta el cabriolé y la enganchó a este.
S.T. llevaba las riendas. Tenía la mirada fija en el camino ante él, pues estaba decidido a no mostrar señal alguna del mareo que le provocaba viajar en aquel carruaje que no dejaba de balancearse. Leigh iba sentada a su lado, cogida a un lado del cabriolé para evitar los saltos y torciendo el gesto cada vez que el caballo ciego tropezaba. S.T. hacía como si no se diese cuenta.
Cruzaron el Ródano a la altura de Montélimar y atravesaron una tras otra las extrañas colinas de roca volcánica y negros promontorios de Ardèche. La yegua avanzaba a trompicones por un camino que a veces no era más que un sendero rocoso. Siempre que S.T. pudiera concentrarse e impedir que el vehículo lo zarandease, no tendría demasiados problemas para controlar el malestar. En más de una ocasión tuvo que bajarse y guiar al caballo por tramos muy agrestes. Para distraerse comenzó a adiestrar a la yegua mientras conducía el carruaje, para lo que llevaba ambas riendas en la mano izquierda entrelazadas en los dedos de manera que el menor tirón que diese enviara una señal al animal. Al mismo tiempo canturreaba en voz baja un sonido ascendente y descendente que precedía a las indicaciones de las riendas y le ayudaba a entenderlas mejor. La pequeña e invidente yegua era lista y, tras tomarse algún tiempo para aceptar el sonido y el olor del lobo que la seguía, comenzó a calmarse y a responder con bastante presteza a dichas indicaciones; así, giraba ligeramente a la izquierda en respuesta a un tono bajo, y a la derecha cuando se trataba de otro más alto. A menudo se movía antes de que S.T. tirara de la rienda. Este se alegró al comprobar que sus indicaciones parecían ayudar a la yegua a avanzar por el difícil camino. En lugar de tener que tirar de ella y desequilibrarla para evitar las rocas y obstáculos que iban surgiendo, con lo cual en ocasiones tropezaba cuando reaccionaba con demasiada lentitud, su voz actuaba como una indicación más sutil que provocaba una respuesta inmediata de la yegua y le permitía evitar los escollos antes de topar con ellos. Al cabo de media jornada, el animal ya avanzaba con arrojo sin apenas tropezar; llevaba continuamente las orejas echadas hacia atrás para captar mejor las señales. Cuando el camino se transformó en un tramo liso más ancho de reciente construcción, pudo comenzar a trotar sin complicaciones.
Nemo seguía al cabriolé con aspecto decidido y contento porque estaban cubriendo terreno. Era por el lobo por lo que S.T. había escogido ese camino secundario en vez de la transitada vía principal que pasaba por Lyon y Dijon. El recuerdo de las bestias devoradoras de hombres de Gévaudan, acusadas de matar a sesenta personas una década atrás, seguía muy vivo en toda Francia. Nemo nunca se dejaría ver por extraños si podía evitarlo, pero cuanto más solitarias fuesen las tierras que atravesaban, más fácil le sería encontrar cobijo. De todos modos, S.T. aún no se sentía con fuerzas para pensar en qué podría ocurrir si llevaba al lobo al corazón de la poblada Francia.
Al anochecer consideró que habían recorrido casi tres veces la distancia que habrían hecho a pie. Le dolía la espalda por la tensión de ir sentado haciendo fuerza para contrarrestar el movimiento del carruaje, así como la cabeza. Justo a las afueras de Aubenas detuvo el cabriolé y miró a Leigh. La noche era muy fría.
– ¿Te gustaría que te sirvieran la cena en una mesa como Dios manda? -le preguntó.
Ella levantó las cejas en señal de sorpresa.
– Qué idea más original -replicó.
S.T. bajó del carruaje y llamó a Nemo. El lobo apareció jadeando tras haber realizado alguna batida por los alrededores; después de saltar sobre un macizo de retama, saludó a su amo con fervor. Este lo llevó hasta unos pinos que había en un margen de la carretera y buscó hasta encontrar un tronco caído que parecía adecuado. Se arrodilló y, con agujas de pinos y tierra, formó un lecho para el lobo, que, tras hacer una serie de círculos y dar golpes con la pezuña, finalmente se tumbó satisfecho y se tapó la nariz con la cola mientras miraba a S.T. Él le hizo la señal de que no se moviese de allí. Nemo levantó la cabeza. Su amo se marchó sabiendo que el animal lo seguía con la mirada pero sin apartarse de su improvisado refugio. No estaba totalmente seguro de que Nemo permaneciera allí hasta que regresase a por él, pero esperaba que el entrenamiento sirviera de algo, a menos que apareciese otra distracción irresistible como la manada que había conseguido que Nemo se alejase de Col du Noir.
Volvió al carruaje sacudiéndose el polvo de las mangas. Una vez dentro del vehículo, respiró profundamente para intentar frenar la extraña sensación que se apoderó de él en cuanto el cabriolé se puso en movimiento. Leigh lo miró de reojo.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.
No tenía intención de admitirlo ante ella. Ni pensarlo. En su lugar, forzó una amplia sonrisa.
– Hambriento. Seguro que hay alguna posada en Aubenas.
Leigh lo miró atentamente. Él se limitó a volver a adoptar una expresión seria y seguir conduciendo.
Como todas las posadas francesas, la Cheval Blank era oscura y sucia, pero les prepararon una mesa bastante decente. Fue Leigh quien pidió la cena: soupemaigre, carpa y perdiz asada, todo acompañado de lechuga, cardo, pan de trigo y mantequilla. S.T. pudo comprobar que, tras semanas alimentándose tan solo de pan moreno y queso, a la joven le resultaba muy agradable aquella comida.
Pero él no estaba tan contento. El mareo no acababa de desaparecer. Permaneció todo el rato sentado muy quieto, y tan solo comió la sopa y el postre, compuesto de galletas y manzana, junto con algo de vino. Ni siquiera consideró que valiese la pena quejarse por la cuenta de diecinueve libras -una cantidad desmedida que equivalía a todo lo que se habían gastado en comida desde que habían salido de La Paire – que tuvo que pagar. Lo hizo sin decir palabra y se bebió el café mientras miraba por la ventana a la oscuridad.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Leigh de pronto.
La miró durante un instante y apartó la vista.