– Sí.
– Quizá deberíamos pasar aquí la noche.
– Como quieras -contestó él con indiferencia.
– Desde luego prefiero una cama a echarme en el suelo. ¿Estaba bueno el vino?
S.T. volvió a mirarla, esta vez con más atención y una ceja un poco arqueada.
– Bastante bueno, gracias.
– ¿Tendrán aquí un tablero de ajedrez?
– ¿Tablero de ajedrez? -repitió él mientras se echaba hacia atrás-. Parece que estás volviendo a una actitud más amigable.
Leigh apartó la mirada al instante.
– Solo ha sido una idea que se me ha pasado por la cabeza.
S.T. se volvió y dijo algo al posadero. La variante dialectal de aquella zona hizo que tuviese algunos problemas para hacerse entender pero, tras numerosas preguntas y respuestas en las que recurrieron al francés, a los movimientos de manos y a constantes repeticiones de «Échiquier,monsieur?Maisoui,échiquier!», finalmente apareció ante ellos un tablero muy ajado. Mientras hablaba con el posadero, S.T. comenzó a sentirse mejor. Cuando volvió a sentarse con la caja que contenía las piezas y una vela, miró a Leigh con una sonrisa.
– ¿Con qué quieres darme una paliza, con las blancas o con las negras? -le preguntó levantando ambos puños.
Tras dudar un instante, ella eligió la mano izquierda. S.T. abrió el puño, que ocultaba un peón negro.
– Qué siniestro -comentó-. Creo que ya voy ganando incluso antes de empezar.
– Un caballero dejaría que yo abriese el juego… -comenzó a decir Leigh, pero se interrumpió antes de terminar.
– ¿Un principiante? -dijo él con supuesta inocencia, a sabiendas de que su acompañante había estado a punto de usar su condición de dama como prerrogativa.
– La persona más joven -corrigió ella.
– Creo que no soy tan vetusto.
– Pero eres mucho mayor que yo.
– Tengo treinta y tres años, lo cual no me hace coetáneo de Noé -dijo él mientras colocaba un caballo blanco en su casilla-. Ahora, por decir esa insolencia, me temo que voy a tener que darte tu merecido. -Cogió las demás piezas y comenzó a ponerlas en su lugar-. Por cierto, no debes preocuparte por si alguien entiende el inglés aquí. Ni siquiera entienden bien el francés.
S.T. hizo la jugada inicial moviendo el peón de la reina. Leigh se concentró intensamente en el tablero. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que había retado a un jugador experimentado, pero los movimientos que hacía S.T. eran tan incomprensibles que le resultó muy difícil juzgar su auténtica destreza. El resto de la posada se fue oscureciendo y vaciando mientras jugaban; solo su vela arrojaba un halo de luz sobre la mesa, haciendo que las sombras de las piezas se alargasen sobre el tablero. El Seigneur se reclinaba en la silla entre cada movimiento con las manos juntas sobre el chaleco y una expresión serena. Conforme fue avanzando la partida, Leigh se dio cuenta de que estaban bastante igualados como jugadores. Cuando la estudiada estrategia de ella se fue haciendo más patente, el juego de S.T. comenzó a ser más rápido e incluso caprichoso, lo cual parecía indicar con toda seguridad que no las tenía todas consigo. Leigh prosiguió con su táctica hasta que lo acorraló.
– Jaque -dijo ella.
S.T. se echó hacia delante y se apoyó sobre una mano.
– Jaque mate -murmuró al tiempo que movía un alfil. Leigh se hundió en la silla-. Los vejestorios tenemos que aprovechar todas las victorias que se pongan a nuestro alcance -añadió a modo de disculpa. Leigh no dijo nada, tan solo se mordió el labio, contrariada. S.T. la miró, todavía con la mejilla apoyada en la mano, y sonrió-. Solo te falta algo más de práctica, Sunshine. Y ser un poco menos previsible.
Leigh lo miró a los ojos. De pronto, como una repentina llama que se encendiera, sintió la intensa presencia física de él; su cuerpo relajado en la silla con el brazo descansando distendido sobre la mesa, mientras la luz de la vela enfatizaba la curvatura ascendente de sus cejas y salpicaba sus pestañas de dorado. Tras la intensa concentración en la partida, aquella mirada íntima la cogió por sorpresa, y durante unos momentos pareció recorrer sus venas con arrobado frenesí. Se sintió extrañamente frágil y vulnerable y supo lo distinto que podría haber sido todo en otro tiempo y en otro lugar: él se habría vuelto y la habría cautivado con una mirada desde el otro extremo de un alegre salón de baile; le habría mandado una invitación silenciosa a través del lujo y refinamiento de la estancia que habría significado una tentación a dejarse llevar y entregarse a él.
Era un mundo prohibido de loca pasión y romance en el que cabalgaría a medianoche con ese señor fugitivo de la justicia y absorbería toda la vitalidad que él rebosaba. Leigh habría aceptado la invitación gustosa. Solo pensarlo se le hizo un nudo de anhelo en la garganta. Deseó que él hubiese aparecido mucho antes en su vida, cuando aún podía sentir.
Mientras, S.T. seguía sentado en silencio. Su leve sonrisa la había atravesado, la había herido con su ternura, como una dulce nota que vibrase en el silencio de la noche provocando una alegría demasiado intensa para que el corazón la soportase. Aquello la aterrorizó. Se sintió como si estuviese al borde de un precipicio que se desmoronara, y supo lo fácil que sería dejarse caer por él. Contrariada, se sentó más erguida en la silla y adoptó una mueca de sorna.
– ¿Y qué quiere monsieur como premio? -preguntó.
S.T. tardó en entenderla. Había estado contemplándola hundida en la silla mientras sonreía por la expresión de pena que había puesto tras haber perdido. Al parecer la pequeña tigresa, agazapada sobre el tablero con su férrea mirada y su encantador ceño, había llegado a creer que iba a ganarle. En un principio le habría respondido que quería un beso, y casi estuvo a punto de hacerlo, pero la mueca fría y desdeñosa de los labios de Leigh tras hacerle la pregunta tuvo un abrupto y brutal efecto en él. Sintió que estaba siendo manipulado y despreciado de nuevo, que Leigh estaba utilizando y pervirtiendo deliberadamente lo que sentía por ella, para convertirlo en una mera transacción mercantil, en una profanación y un ataque deliberado contra su cuerpo. A S.T. se le torció el gesto.
– Nada -contestó al fin mientras se levantaba bruscamente de la mesa-. Pide una habitación -dijo en voz baja y hostil-. Yo dormiré fuera.
Leigh observó cómo se agarraba al marco de la puerta para no perder el equilibrio antes de cerrarla de un portazo tras él. Agachó la cabeza y miró fijamente la mesa casi sin poder respirar. No tenía más remedio que dejar que jugara con ella, que coqueteara e intentara conquistarla, que la utilizase como a una prostituta. Cualquier cosa con tal de que no volviese a mirarla con aquella expresión de ternura. Eso era algo que ella no se podía permitir en esos momentos; aún no podía, y tal vez no podría nunca.
La yegua descansaba tranquilamente en el establo con la nariz metida en el abrevadero vacío. S.T. le acarició las orejas a la luz de una lámpara de sebo mientras apoyaba un hombro en la pared. El animal asintió con suavidad al notar el contacto y relinchó. S.T. le pasó una mano sobre los ojos nublados para ver si parpadeaba. Parecía que todavía podía ver algo, pero en un par de meses las cataratas la cegarían por completo. S.T. recorrió su cuello con la mano.
– ¿Qué va a ser de ti, chérie? -preguntó con dulzura-. ¿Quién va a querer una yegua ciega? -Le acarició el lomo-. ¿Y quién va a querer a la triste reliquia de un bandolero? Ella no, desde luego. -Se apoyó en la yegua y le rodeó el cuello con un brazo-. Es todo muy complicado. Yo quiero servirla, pero lo único que hace ella es escupirme a la cara, porque no cree en mí.
Frunció el ceño mientras seguía acariciando el descuidado pelo del animal, que se frotó la barbilla contra el borde del abrevadero.
– ¿Y qué puedo hacer? -murmuró-. ¿Le demuestro que aún sirvo para algo?
Puso muy despacio las manos sobre el lomo de la yegua y, con un rápido movimiento, se impulsó hacia arriba y le pasó una pierna por encima; tuvo que agarrarse a la crin en cuanto todo empezó a darle vueltas. Casi se cayó por el otro lado. Durante un largo instante se mantuvo aferrado al cuello del animal como un niño que monta en su primer poni, con el rostro hundido en la larga crin. La yegua se quedó quieta tras abrir más las cuatro patas para contrarrestar la extraña postura de S.T., el cual fue incorporándose lentamente.