En ocasiones, entre los saltos y balanceos, el cuerpo de él caía sobre el de Leigh y su cabeza terminaba descansando sobre el hombro de ella. En ocasiones, dejaba que siguiese ahí y le echase su cálido aliento al cuello, mientras mantenía la mirada fija en la fría llovizna y escuchaba los crujidos del carruaje y los rítmicos chapoteos de los cascos de la yegua.
Cayó en una ensoñación e imaginó que viajaban a algún lugar desconocido, a un hogar que nunca había visto en el que la esperaba su familia. Era Nochevieja, y todos estaban reunidos, tomando cerveza especiada caliente, pastelillos de frutos secos y budín de ciruelas, mientras las campanas repicaban por todo el cielo de medianoche. Su padre murmuraba los pasajes más importantes del sermón de Año Nuevo para no olvidarlos, y su madre le recordaba la palabra adecuada cada vez que él se olvidaba. Mientras, repartía carracas y pedía a todos que dejasen sus respectivos juegos cuando el reloj diese la hora y se preparasen para recibir al primer visitante que cruzara su umbral tras comenzar el nuevo año. Y esa primera persona que llevaría consigo suerte para el año entrante a ese hogar sería el Seigneur, atractivo, varonil y soltero, con su buena planta y su peculiar color de pelo; nadie podría desear mejores auspicios. Y seguro que la naturaleza no sería tan cruel como para darle pies planos, ya que, según la inamovible superstición, ese defecto significaba mala suerte para el nuevo año. De pronto, Leigh se dio cuenta de que le estaba mirando los pies, ocultos en el interior de sus gastadas botas altas.
Eso la hizo volver a la realidad. Frunció el ceño y miró hacia delante. Después de todos los meses que habían pasado, todavía la trastornaba pensar en su familia; todavía era incapaz de aceptar que ya no estaban. De pronto tuvo ganas de levantar la cabeza hacia las cargadas nubes y gritar que no era cierto, que no podía ser verdad, que no lo aceptaba. Tanta vida y tanto amor no podían desaparecer así de repente como si nunca hubiesen existido. Tenían que estar vivos y felices esperándola en algún lugar.
El Seigneur apoyó la cabeza en su hombro.
– Qu'est-cequec'est? -murmuró en sueños.
Leigh lo empujó al tiempo que parpadeaba repetidamente para contener las lágrimas.
– Quita -le dijo con brusquedad.
S.T. levantó la cabeza y contempló el paisaje sin incorporarse de la posición en que estaba.
– ¿Hemos pasado La Loge ya? -preguntó.
– No -contestó Leigh. Las lágrimas amenazaban con brotar. No podía mirar a S.T., que volvió a acomodarse con la mejilla apoyada en ella.
– Entonces prefiero seguir como estoy -murmuró somnoliento.
– ¡Que te muevas! -gritó Leigh mientras volvía a empujarlo con más fuerza-. ¡Apártate! ¡No me toques!
S.T. se apartó como pudo. Su mirada dormida y confusa enfureció aún más a Leigh, que volvió la cabeza hacia otro lado.
– Es hora de comer -dijo ella en tono hosco a modo de excusa. Él se frotó los ojos.
– Ehbien -contestó en voz baja y tranquila-. Detente debajo de ese castaño.
Leigh dirigió la yegua hasta el árbol, cuyas hojas amarillentas y grandes ramas proporcionaban algo de cobijo frente a la helada llovizna. S.T. se levantó del asiento y tras bajar de la calesa dejó una sensación de frío allí donde su cuerpo había estado en contacto con el de ella. Fue junto a la yegua.
– ¿Tienes hambre? -preguntó al animal, que levantó el hocico y asintió en perfecta imitación de una respuesta afirmativa.
Sorprendida, Leigh miró alternativamente a ambos. S.T. dio a la yegua unas palmaditas en el cuello sin mirar a la joven. Ella frunció el ceño y, al cabo de un instante, bajó del cabriolé. Luego se estiró y, dando la espalda a S.T., comenzó a coger provisiones de la bolsa.
Tenían bien organizada la rutina de cada mediodía. Después de cubrir a la yegua con una manta, S.T. fue a la parte trasera del cabriolé a sacar al impaciente Nemo. Una vez libre, el lobo realizó una alegre danza y corrió por el camino, levantando agua de los charcos. Volvió a toda velocidad al oír el silbido de su amo y comenzó a dar saltos en el aire cada vez que él levantaba el brazo. El lobo caía a tierra con un chapoteo y giraba rápidamente sobre sí mismo para volver a saltar.
Sin poder evitarlo, Leigh los observó mientras se alejaban por el camino jugando a atrapar castañas. Daba gusto ver cómo el lobo se precipitaba por el aire en busca de los objetivos con la boca abierta, enseñando sus largos colmillos, hasta cogerlos con un chasquido que Leigh podía oír pese a la distancia. Varias veces el Seigneur hizo un movimiento con la mano y Nemo se tumbó en el suelo. Entonces ambos se miraban durante un rato; luego, S.T. volvía la cabeza a izquierda o derecha y el lobo salía corriendo en esa dirección. En una ocasión en que Nemo desapareció entre unos arbustos, el Seigneur comenzó a caminar despreocupado por el camino hasta que el lobo emergió de su escondite y, ante las melodramáticas muestras de sorpresa de su amigo, gimió y retozó encantado.
Leigh se apoyó en la calesa. Miró con ojos borrosos la estera de hojas amarillas secas que había a sus pies. Se enjugó los ojos enfadada y buscó las medicinas dentro de su bolsa, de la que sacó un vial de colirio que había preparado con unos polvos de lapiscalaminarius, agua de rosas y vino blanco. Fue junto a la yegua y, tras retirarle las anteojeras, le aplicó dos gotas con una cánula en cada ojo. Cuando vio que el Seigneur, que estaba a bastante distancia en el camino, se volvía hacia ella, recogió todo rápidamente y se dispuso a guardarlo.
Un extremo de su cuaderno de bosquejos sobresalía de su bolsa. Mientras ataba la bolsa de medicinas, Leigh observó la gastada tapa. A continuación, volvió a mirar a Nemo, que seguía saltando lleno de alegría y agitando su espesa capa de pelo mientras su amo le lanzaba castañas.
Leigh pasó los dedos por el cuaderno y se mordió el labio hasta que, de pronto, cogió la libreta. S.T. siempre llevaba consigo carboncillo y lápices para los pequeños dibujos de casas, árboles y ancianas campesinas que iba haciendo conforme avanzaban y que nunca se molestaba en terminar. Leigh se sentó en el reposapiés de la calesa y, tras abrir el cuaderno, pasó rápidamente las acuarelas hasta llegar a las páginas en blanco del final. Tenía el cabo de un lápiz entre los dedos.
Miró fijamente la hoja, de color blanco sucio. Había en ella un antiguo manchurrón, la marca de su propio pulgar que había dejado en alguna ocasión en que la había conmovido determinada escena. No recordaba de qué se trataba; tal vez un cumpleaños, o alguna tarde mientras tomaban el té. Cualquiera de las pequeñas cosas y momentos que dibujaba cuando quería perpetuarlos para el futuro.
Alzó el lápiz y apoyó la punta sobre el papel. Pensó durante unos instantes en el lobo, en su contorno, en el sombreado que sería más adecuado. Pero nunca le salía bien, porque no era más que una aficionada… Juntó los labios, que le temblaban, y, de pronto, agarró el lápiz con el puño y lo restregó sobre el papel con movimientos muy violentos. Apretó los dientes a la vez que presionaba cada vez más la punta del lápiz sobre la hoja; el resultado fue un negro manchurrón que no representaba nada. Su mano parecía tener voluntad propia, y no dibujaba, sino que atacaba, apaleaba y violaba aquella página en blanco, rasgándola a grandes tajos. Leigh oyó su respiración agitada; sollozaba mientras seguía inclinada sobre el cuaderno y contemplaba a través de sus llorosos ojos su extraña obra. No se detuvo hasta que hubo desgarrado la página en feos jirones que colgaban de las tapas como harapos. Entonces miró el lápiz y sus manchadas manos y, tras ponerse en pie, lanzó el cuaderno lo más lejos que pudo.