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Se volvió y se apoyó en el arañado y gastado lateral de la calesa jadeando como si hubiese estado corriendo, o como si hubiese escalado y gateado hasta llegar a la cima de una montaña. Juntó las manos y se las llevó a la boca mientras todo su cuerpo temblaba. Aspiró en repetidas ocasiones hasta que comenzó a respirar con mayor normalidad. La fuerza que se había apoderado de todos sus músculos la abandonó, y pudo volver a moverse y pensar. Cerró los ojos durante un largo instante hasta que oyó de pronto los jadeos del lobo, que pasaba a cierta distancia de ella, los abrió y levantó la cabeza para localizar a S.T. Quería darse la vuelta y echar a andar, pero esperó sin moverse mientras él llegaba a un charco del camino, en cuyas aguas embarradas yacía la mitad del cuaderno.

S.T. no la miró. Tras limpiar un poco por encima las pegadas hojas mojadas, fue separándolas y secándolas con la manga de la levita. El listado de los fugitivos en el que figuraba su nombre estaba tirado a unos metros; también lo secó, además de cortar con mucho cuidado las partes hechas jirones con la ayuda de su estilete. Después juntó todos los pedazos deteriorados y los tiró al charco. Luego fue a la calesa y metió el cuaderno en su propia bolsa, donde lo guardó con mucho cuidado entre sus camisas; utilizó algunos de sus faldones para separar las páginas más húmedas. Finalmente, cerró la bolsa.

Seguía sin mirar a Leigh, y sin decir nada. Si lo hubiera hecho, ella se habría roto en mil pedazos a causa de la angustia. Pero no dijo nada, gracias a lo cual ella pudo contenerse.

Tampoco hablaron mientras comieron; lo hacían casi todo sin cruzar palabra. Leigh estaba sentada en la calesa, mientras que él se había apoyado en el castaño con Nemo a sus pies. Hacía trío y estaba todo muy tranquilo, ya que no había ningún tráfico en el camino. El lobo apoyó la cabeza sobre sus húmedas pezuñas y dormitó.

Cuando S.T. terminó de comer, fue junto a la yegua y le quitó el saco de comida que le colgaba del hocico.

– ¿Ha sido la comida de madame de su agrado? -preguntó al animal, que asintió con la cabeza de forma exagerada.

– Se lo has enseñado a hacer -dijo Leigh en tono cortante para que él no creyese que semejante truco infantil la había sorprendido. La yegua volvió a asentir-. Pero no acabo de entender cómo lo has hecho -añadió ella.

S.T. acarició la frente del animal.

– Bah, en cuanto me enteré de que hablaba inglés, fue muy fácil entablar conversación.

– Muy gracioso -dijo Leigh con sarcasmo.

El Seigneur sonrió ligeramente.

– Me alegro de que te haya gustado -dijo mientras doblaba la manta.

Tardaron cinco agotadores días más en llegar a Ruán, donde se hospedaron en la Pomme du Pin. Esa noche Leigh fue con sigilo al establo antes de retirarse a su habitación. Llevaba su equipo médico para echar más gotas a los ojos de la yegua, por más que, tras quince días, dudaba que el tratamiento estuviese haciendo efecto. Nunca había llegado a creer que lo hiciera, pero tampoco quería pensar en lo que sería de aquella pobre y fiel criatura cuando llegaran a la costa.

Era un poco más tarde de la hora en que solía hacer esa visita nocturna. Por lo general esperaba a que el Seigneur partiera en busca de cualquier muchacha con la que entretenerse esa noche. Entonces desaparecía al terminar de cenar el breve tiempo que tardaba en administrar las gotas y, a continuación, subía directamente a su habitación. Pero, esa noche, tras cenar en la mesa común, el hijo de doce años de un matrimonio inglés que también se alojaba en la posada había propuesto a Leigh jugar una partida de ajedrez. S.T. había tenido la bondad de asegurar al chico que ella era muy buena jugando, y había propuesto una extravagante apuesta: una bolsa de bombones contra su tarro de cerezas en almíbar de Orleans. Al final, Leigh perdió, pero al menos esa vez lo había hecho a propósito. Después, de eso hacía ya un rato, el Seigneur desapareció como era su costumbre en busca de diversión.

Leigh cogió una lámpara de la posada, pero vio que, por una grieta de la puerta del establo, salía una rendija de luz que caía sobre los adoquines. Sobre los tejados de las casas, las asimétricas torres de la catedral lucían su oscuro esplendor gótico contra el cielo mientras sus campanas llamaban a la última misa del día. Leigh llegó a la puerta con el aliento helado por culpa del frío.

Un aluvión de risas y palabras en francés salieron del establo. Dentro, un pequeño grupo de mozos de cuadra estaban reunidos en la zona abierta de los compartimientos para los caballos rodeando a la yegua ruana, que estaba sentada sobre su grupa en el centro. Sentada en sentido literal, con las patas delanteras despatarradas delante de ella y la cola extendida sobre el suelo de arcilla. Leigh se detuvo en el umbral y dejó la lámpara en el suelo. Nadie se percató de su presencia, y menos aún S.T. Uno de los mozos hizo una pregunta en voz alta, y la yegua asintió vigorosamente. El reducido público congregado rió a grandes carcajadas. El animal se asustó pero, antes de que pudiese ponerse en pie, el Seigneur le dio unos golpecitos en la grupa con una fusta mientras murmuraba «Non,non,àbas,chérie». La yegua volvió a sentarse soltando un bufido equino. S.T. le frotó las orejas, le dio una galleta y le dijo cosas bonitas en francés. A continuación, dio un paso atrás.

– A-vant! -exclamó. La yegua se levantó con gran esfuerzo, pero recibió más halagos y aplausos a cambio.

Mientras los espectadores le hacían todo tipo de comentarios, el Seigneur levantó la cabeza y vio a Leigh. Sonrió y movió a la yegua hacia ella. El caballo ciego alargó una de las patas delanteras y se agachó sobre una rodilla en lo que venía a ser una impecable reverencia. Todos los mozos volvieron a aplaudir.

Mientras contemplaba las expresiones alborozadas de aquellos hombres, Leigh se dio cuenta de lo que había hecho S.T. Había entrenado a la invidente yegua para que adquiriese más valor y se convirtiera en un preciado bien cuando antes solo era un estorbo. En ese momento el animal se levantó y, estirando el hocico, mordisqueó el tricornio del Seigneur; a continuación, cogió el ala del sombrero con sus largos y amarillentos dientes y se lo quitó de la cabeza. Lo agitó arriba y abajo ante los gritos de júbilo de los mozos de cuadra.

Leigh bajó la mirada. Estaba sonriendo sin poder evitarlo.

– Muy bien -dijo en voz baja.

S.T. inclinó la cabeza y, mientras frotaba las orejas de la yegua con vigor, dedicó a Leigh una sonrisa. Luego recogió el sombrero, volvió a ponérselo y dio las riendas del animal a uno de los mozos.

– ¿Qué te trae por aquí tan tarde? -preguntó acercándose a Leigh-. Pensaba que ya estarías calentita en la cama.

Ella se encogió de hombros y se apoyó junto a la puerta al tiempo que escondía la bolsa tras la espalda.

– Me apetecía tomar un poco el fresco.

– Ven conmigo -dijo S.T. saliendo al exterior-. Quiero mostrarte algo.

Desapareció entre las sombras. Tras vacilar un instante, Leigh lo siguió. En el rincón más oscuro del patio, bajo el muro del callejón, S.T. se detuvo y se volvió, provocando que Leigh chocase con él, momento que aprovechó para deslizar un brazo por su cintura y cogerle la bolsita. Al principio ella se resistió por puro instinto, pero terminó por soltarla.

– He estado curándole los ojos a la yegua -dijo en tono de desafío, ahora que sabía que él había encontrado un remedio mejor para el animal.

S.T. cogió la bolsa con delicadeza, sin que ella pudiese ver qué hacía con ella, y volvió a rodearla con un brazo.

– Ya lo sé, mabonnefille.

La respiración de Leigh comenzó a agitarse.

– Calla -susurró con aspereza-. Te aseguro que no soy tu niña buena.

– Muy buena y dulce -dijo S.T. inclinándose más sobre ella-. Muy dulce. -Le rozó la sien con los labios-. Muy, muy dulce.