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– No sigas -dijo Leigh. Le sorprendió notar que le temblaba la voz. Sentía el cuerpo de él muy cerca sin poder verlo, como si la oscuridad fuese real y llena de calor-. Ahora no.

S.T. la cogió por los hombros. Susurró su nombre y le besó la comisura de los labios. A continuación, cerró los labios sobre los de ella para extraer el rico placer que escondía su negro y frío interior. Durante un instante Leigh se apoyó en él dejando que la sujetara; durante un instante dejó que su ardor y su ansia prevaleciesen. S.T. deslizó los brazos más hacia abajo para abrazarla con más fuerza.

– Jet'aime -murmuró, antes de besarla con mayor intensidad-. Te necesito. Te quiero. Te adoro.

Leigh no pudo seguir resistiendo aquella mezcla de pasión, ira y dolor que sentía mientras estaba allí temblando entre sus brazos. Puso las manos sobre el pecho de él y consiguió zafarse de un empujón. S.T. la cogió por el codo.

– Suéltame -dijo la joven entre dientes-, o te mato.

– ¿Un duelo con pistolas al amanecer, monsieur? -replicó él en voz fría y baja-. ¿Cuándo vas a comprarte un vestido y poner fin a toda esta farsa?

– Cuando a mí me plazca -contestó ella apartando el brazo de un tirón-, no a ti.

S.T. no hizo ademán de volver a abrazarla. Leigh permaneció inmóvil, muy tensa y con los puños apretados, mientras luchaba contra la sensación que ardía por todo su cuerpo.

– Leigh -dijo él desde la oscuridad-, no te vayas.

Se puso aún más tensa.

– ¿Acaso no has encontrado otra diversión para esta noche? Supongo que sí quieres aliviar tus necesidades, tendré que…

– ¡No, no lo digas! -exclamó él con furia-. No lo hagas. -Comenzó a moverse y, tras pasar por su lado, se detuvo y se volvió-. Toma tus medicinas -dijo poniéndole la bolsa en la mano-. Puede que el colirio le sirva de algo.

– Puede -repitió ella, tras lo que añadió en voz más baja y contenida-: pero no es nada en comparación con lo que has hecho por la yegua al enseñarle esos trucos. -Le puso una mano en el brazo-. Gracias.

Él se quedó quieto sin decir nada; su silueta se recortaba contra las luces de la posada y su aliento helado y brillante rodeaba su cabeza. Leigh no podía verle la cara.

– Dios, vas a volverme loco -dijo al fin. Lanzó una áspera risa mientras se marchaba.

Cuando alcanzaron la costa, vendieron la yegua en Dunquerque. Tras pasar unos cuantos días buscando posibles compradores por la ciudad, S.T. entregó el caballo a su nuevo dueño, un gitano anciano y tuerto al que acompañaba un perro con manchas y que quedó muy satisfecho con la compra. Confiaba que la yegua estaría bien cuidada y alimentada gracias a sus recién aprendidas habilidades.

Leigh no llevó muy bien tener que separarse del animal. Después de aquella noche en Ruán, había dejado tanto de curarle los ojos como de darle a escondidas ciertos caprichos de los que S.T. siempre había estado al tanto. Agasajar subrepticiamente a la yegua con una manzana o algún dulce no ayudaba a su programa de entrenamiento pero, de todos modos, había dejado que lo hiciera. Cuando Leigh dejó de darle esas golosinas, de acariciarla, de hablarle o incluso de mirarla, S.T. casi deseó que volviese a hacerlo y, con su indulgencia, siguiera alterando la estricta disciplina que él había impuesto a su pupila.

La mañana que la entregó al gitano, Leigh se marchó un rato antes alegando que tenía cosas más interesantes que hacer que estar allí, y dejó a S.T. esperando en los muelles de Dunquerque con las riendas de la yegua en la mano. Leigh no miró atrás ni una sola vez mientras se alejaba. Tras comprobar que la yegua era llevada a su nuevo establo, S.T. se dirigió a una tienda del puerto para hacer algunos recados personales. Una vez dentro del establecimiento, miró hacia los muelles. El agua brillaba en marcado contraste con el oscuro interior de la tienda. Un pequeño carro tirado por un perro pasó por delante de la puerta. Leigh seguía sin aparecer. S.T. se miró la palma de la mano, en la que sostenía el colgante de plata que lo había impulsado a entrar allí. Tenía forma de estrella, con un pequeño diamante de imitación en el centro. Se rascó la oreja y miró al comerciante.

– Centcinquante -dijo este con marcado acento flamenco.

– Lediable! -S.T. se rió y dejó el colgante sobre el mostrador-. Cinquante -dijo con firmeza-, y, por ese precio, no estaría mal una cinta también.

– ¿De qué color? -preguntó el hombre al tiempo que abría un cajón y sacaba un arco iris de cintas de raso-. Un colgante como ese no puede salir por menos de cien. Es de plata. Regardez… ¿de qué color son los ojos de ella, monsieur?

S.T. sonrió.

– Del color de los mares del sur, o del cielo al atardecer. Cincuenta y cinco, monami. Estoy enamorado, pero soy pobre.

El vendedor le mostró una serie de cintas de color zafiro.

– Qué bonito es estar enamorado -dijo-. Lo entiendo. Noventa y os regalo la cinta.

S.T. hizo sus cálculos. Después de cambiar el dinero que le había reportado la yegua, le quedaban ciento veinte libras, que equivalían a cinco guineas inglesas. Pero todavía tenía que pagar el alojamiento y los pasajes para cruzar el canal de la Mancha, para los que tendría que sobornar a algunos contrabandistas.

– Ochenta y cinco, monsieur -ofreció el tendero-, y os doy una cinta a juego con cada uno de los bonitos vestidos de la señora.

La sonrisa se borró de la cara de S.T. Durante todas las semanas que había atravesado Francia en compañía de Leigh Strachan, no había tenido tan siquiera el privilegio de verla lucir un solo bonito vestido. Negó con la cabeza.

– No puedo permitírmelo. Me llevo solo la navaja de afeitar.

– Sesenta, señor -dijo rápidamente el hombre-. Sesenta por el alfiler, la navaja y la cinta de color zafiro. Dunquerque es un puerto franco y no hay impuestos, pero no puedo hacer más.

S.T. volvió a mirar hacia el exterior mientras repiqueteaba con los dedos sobre el mostrador.

– Lapeste -suspiró-. Bien, de acuerdo, me lo llevo.

– Sus ojos azules brillarán como las estrellas, monsieur. Os lo prometo.

– Certainement -replicó S.T. con sorna. Pagó, se metió el paquete en el bolsillo del chaleco, junto con el recibo que acreditaba la compra de una mercancía libre de impuestos, según pedían las autoridades francesas, y salió de la tienda. Se quedó quieto durante un momento mientras contemplaba el mar y los botes que se balanceaban delante de las tiendas pulcramente pintadas y de las casas de tejados flamencos. El frío del norte lo hizo tiritar. Todavía estaba muy vivo en él el recuerdo de su última travesía del canal. Volvió a entrar en la tienda para preguntar dónde había un apothicaire.

Leigh se reunió con él un cuarto de hora más tarde, justo cuando S.T. salía de la botica. Le costaba creer que nadie se parase a mirar a aquella hermosa mujer vestida con ropas de hombre, ya que a él el disfraz le resultaba muy evidente. Con el pelo empolvado y recogido en una coleta, el azul de sus ojos parecía más intenso. Andaba con mucha mayor gracilidad que cualquier jovenzuelo desgarbado de dieciséis años. Antes de irse le había pedido el estoque, pero S.T. se había negado. No sabía utilizarlo, y no tenía mucho sentido dejar que se convirtiese en blanco fácil de una pelea por llevarlo. Leigh miró el paquete que él tenía en la mano.

– ¿Qué has comprado? -le preguntó con su ronca voz impostada.

La joven tenía la irritante habilidad de hacer que S.T. se pusiera enseguida a la defensiva.

– Unos higos secos -contestó mientras ajustaba sin necesidad el anillo del cinto de la espada.

– Ah, bueno, higos -dijo ella honrándolo con una leve sonrisa-. Lo decía por si le habías comprado alguna medicina a ese curandero charlatán.