S.T. la miró con gesto de sorpresa.
– ¿Charlatán?
– He estado antes, porque me quedaba poca sabina, y he visto que tiene los polvos de digital confundidos con los de magnesia, y que el llantén se está poniendo mohoso. Ese es de los que dan a un paciente belladona cuando lo que quieren es administrarle la variedad inofensiva. Pero la fruta parecía que estaba bien. ¿Me das uno?
S.T. agitó el paquete en la palma de la mano.
– Bueno, no son higos exactamente… -La miró con los ojos entrecerrados-. ¿Estás segura de que es un charlatán?
– Has comprado medicinas, ¿verdad?
– ¿Y tú te has comprado una falda? -contraatacó él.
– Eso ahora no viene al caso. ¿Qué has comprado? No quiero que te mediques con nada de esa tienda. No es seguro.
– Cuidado, Sunshine, o pensaré que te preocupa mi bienestar.
Ella soltó un ligero bufido de sorna.
– No le daría nada de una botica como esa ni a un caballo de tiro.
– Menos mal. Muchas gracias. Por un momento me lo había creído.
Se dio la vuelta y comenzó a andar. Leigh lo alcanzó al instante.
– ¿Para qué quieres las medicinas? Deberías habérmelo dicho.
– ¿Dónde están tus ropas nuevas? No veo ningún paquete. No veo vestidos, ni sombreros, ni echarpes, y encima esa maldita levita tuya está cada vez más raída, ¿no crees?
Leigh frunció el ceño sin replicar nada. S.T. sabía que quería reprenderlo por nombrar artículos femeninos en plena calle, pero no se atrevía. La cantidad de forasteros que había en Dunquerque hacía que el inglés ya no fuese una lengua segura para comunicarse entre ellos como lo había sido en los pequeños pueblos franceses. Sin embargo, S.T. dejó que sufriera en silencio y, tras hacer una señal al carro de una lechería, pagó al granjero para que les permitiera subir entre los baldes vacíos de leche y los llevara fuera de la ciudad. Realizaron el trayecto en absoluto silencio. Al cruzar la aduana, S.T. enseñó el recibo al oficial y le murmuró algo. No le habría parecido mal que los registrasen, si eso servía para que se revelara de una vez por todas que Leigh era una mujer, pero pudieron proseguir sin tener que pasar por ese trance.
Cuando estaban a kilómetro y medio de Dunquerque por la carretera de la costa, donde la arena blanca salía volando de las dunas para extenderse en pálidas franjas sobre el camino, S.T. bajó de la parte trasera del carro. Leigh hizo lo mismo y retrocedió unos pasos para unirse a él. El buey y el granjero continuaron su marcha ajenos a su ausencia.
Caminaron a lo largo de un dique hacia un grupo de casas y edificaciones anejas que había a cierta distancia del camino. Al aproximarse, un perro ladró. Al momento apareció un chico vestido con pantalones bombachos y medias largas a rayas que fue corriendo a recibirlos.
– El lobo está despierto, monsieur -dijo en rápido francés mientras andaba hacia atrás por delante de ellos-. Os está esperando. Maman me dio un hueso de ternera para que se lo comiera, pero os prometo que no metí los dedos por los barrotes, monsieur. ¿Vais a sacarlo ahora? ¿Vais a dejarme que lo acaricie otra vez? Creo que le gusto.
S.T. se tiró del labio inferior como si estuviese meditando la respuesta.
– Te ha lamido la cara, ¿verdad? No te la lamería si no le cayeras bien.
El niño rió y miró de soslayo a Leigh con cara seria.
– Pero a monsieur Leigh no le lame la cara.
S.T. se agachó y dijo al niño con un susurro perfectamente audible:
– Eso es porque monsieur Leigh es un tarambana. ¿No te has dado cuenta de que siempre se está riendo?
La miró mientras lo decía, pese a que no estaba seguro de que ella entendiera aquellas palabras en francés. El niño se metió un dedo en la boca y se echó a reír. Miró a Leigh con los ojos muy abiertos y se cogió de la mano de S.T.
– Creo que monsieur Leigh da más miedo que el lobo -le dijo con timidez. Luego volvió a animarse-. Maman dice que mi padre ha dejado para vos un mensaje muy importante. Enviará el bote cuando haya marea alta, así que debéis estar esperando en el Petit Plage con todas vuestras cosas. Está después del último dique. Yo os llevaré hasta allí.
– ¿Y cuándo sube la marea?
– Después de que oscurezca esta noche. Maman ha dicho que ella os dirá cuándo tenéis que iros. Dice que primero tenéis que comer. Vamos a tomar un bochepot de oreja de cerdo y añojo. Lo ha hecho para vos. Y ha preparado jamón y panecillos para que os los llevéis en el barco. ¿Creéis que al lobo le gustarán los panecillos?
– Creo que le gustarían mucho más las excepcionales salchichas de tu madre.
– Se lo diré -respondió el chico, antes de echar a correr hacia la granja.
– Seguro que te encuentras una libra de salchichas atadas con encaje de Brujas sobre la almohada -murmuró Leigh.
– ¿Estás celosa? -preguntó S.T. sonriendo-. Es una mujer muy atractiva, ¿no te parece?
– Lo único que me disgusta es que le esté poniendo los cuernos al pobre y confiado père mientras él está fuera de casa trabajando.
– En ese caso tal vez no debería ser tan confiado. Tal vez debería ir a casa más a menudo y sin apestar a pescado.
Leigh enarcó una de sus oscuras cejas.
– ¿No tienes ningún remordimiento?
– ¿Por qué, Sunshine? ¿Por besar la mano de una dulce femme en agradecimiento a lo bien que nos ha tratado? Te aseguro que eso es lo único que he hecho.
– Está medio enamorada de ti -afirmó Leigh al tiempo que daba una patada a una piedra embarrada del sendero-. Menos mal que está cambiando el viento. Apenas llevamos dos días aquí, y tiemblo solo de pensar que tuviéramos que quedarnos una semana.
S.T. se detuvo y la miró con una leve sonrisa dibujada en el rostro.
– No sabía que concedieses tanto poder de seducción a mi encanto personal.
– Eso está más que claro -alegó ella-. No has hecho más que romper corazones desde que salimos de la Provenza.
– Pero el tuyo sigue sin inmutarse, por lo visto, así que, ¿qué otra cosa puedo hacer sino tontear con alguna demoiselle de vez en cuando? Es algo totalmente inofensivo.
Leigh lo miró fijamente a los ojos.
– No creo que lo sea tanto cuando pasas toda la noche con ellas.
– Ah -exclamó S.T. adoptando una actitud más seria- ¿Y de verdad crees que puedes mostrarte remilgada conmigo en esta cuestión?
– Ya sabes cuál es mi postura al respecto -contestó ella con frialdad-. Puedes satisfacer tus necesidades conmigo, así que no veo por qué tienes que hacer que todas esas jóvenes se enamoren de ti, solo para demostrar que eres capaz de conseguirlo.
– No pretendo demostrar nada. ¿Desde cuándo es asunto tuyo dónde duerma yo o deje de dormir?
– Me siento responsable de ti.
S.T. la miró atónito e indignado.
– Le ruego que me perdone, mademoiselle, pero ya estoy crecidito, y no necesito que ninguna mocosa se haga cargo de mí.
– Ah, ¿no? ¿Y quién se va a hacer cargo de esa estúpida esposa cuando su marido la eche de casa por acostarse con otro hombre? Son una familia. Estás jugando con algo muy valioso, y ni siquiera eres discreto. Supongo que en una posada da igual; no te he dicho nada desde que salimos de Aubenas pero, en una casa particular como esta, te aseguro que resulta extraño que digas que vas a dar un paseo después de cenar y vuelvas al amanecer.
– Ah, ¿sí? ¿Y a quién le resulta tan extraño? ¿Al niño? Lleva ya rato dormido cuando salgo. ¿Al marido? Ni siquiera hemos visto aún al pescador en persona. Está demasiado ocupado con sus redes y olores para ocuparse de su pobre y abandonada mujer. A ti es a quien le resulta extraño. Conque una valiosa familia… -Lanzó una carcajada iracunda-. Aunque, claro, supongo que debería aceptar tu mayor experiencia en el tema, ya que yo no sé mucho de eso. Así, ¿cuál va a ser mi castigo? ¿Otras seis semanas de mal humor y malas caras? ¿Es eso a lo que tú llamas «satisfacer mis necesidades»? Dios mío, tanta felicidad me abruma.