– Vamos, hombre -dijo el capitán-, estáis enfermo.
– Pero no estoy muerto -volvió a gruñir el Seigneur.
El capitán consiguió zafarse y sonrió.
– Pues nadie lo diría, porque parecéis un cadáver.
– No lo toquéis… -dijo S.T. con voz temblorosa y con los ojos cerrados-, u os arranco el corazón.
– Sí, ya, mirad cómo tiemblo. Estoy hecho un manojo de nervios -bromeó el capitán mientras se agachaba para recoger el botón-. De todos modos, ahora no tengo tiempo para nada. Ya está Cliff End a la vista. -Se incorporó y guardó el botón de perla en el bolsillo del chaleco-. No pienso acercarme más, así que ya podéis coger a vuestra bestia de circo y bajar a tierra en el bote de las mercancías como mejor podáis.
Cuando finalmente llegó a la playa, S.T. cayó de rodillas y metió la cabeza entre las piernas. Además del ruido de las olas al romper en la orilla, oía voces a su alrededor: las de los contrabandistas, que hablaban entre susurros, y la de Leigh dando instrucciones en voz baja sobre Nemo y el equipaje. Alguien tiró a su lado las dos espadas, cuyas vainas de metal percutieron contra las piedras. Intentó volver la cabeza pero no pudo.
Lo único que quería era estarse muy quieto. Aquel suelo duro era una maravilla. Le había salvado la vida. Apretó la frente contra una fría piedra con desesperada gratitud. Leigh le habló por encima de la cabeza.
– Dicen que aquí cerca hay un carro. Podemos ir en él con el equipaje hasta que nos aproximemos a la ciudad.
S.T. intentó aclarar su ofuscada mente y concentrarse en lo que le decía.
– ¿Qué ciudad? -consiguió decir con un exabrupto.
– Hemos desembarcado cerca de Rye.
Él se estiró totalmente sobre la playa, sin importarle que los guijarros se le clavaran en el pecho.
– Déjame dormir -murmuró-. Solo quiero dormir…
– Se van a ir sin nosotros. No pueden arriesgarse a que aparezcan oficiales.
– Sunshine -dijo S.T. consiguiendo articular esa palabra en medio del intenso estupor que padecía-, no puedo subir a ese carro.
Incluso en su estado, no dejó de percibir, aunque fuese vagamente, la derrota que implicaba esa afirmación. Seguro que ella lo abandonaría; nunca había querido que la acompañase y ahí estaba él, sin tan siquiera poder moverse. Lo dejaría ahí tirado por ser un idiota que solo era capaz de estar tumbado boca abajo en el suelo sin poder levantarse. Estaba atrapado en Inglaterra. Por nada del mundo volvería a subir a bordo de un barco, por nada en absoluto. Antes prefería que lo ahorcasen.
– Maldito seas -le dijo Leigh en voz baja-. No quiero esperar.
«Sí, maldito sea -pensó él admitiendo su derrota. Cerró una mano sobre un redondo y liso guijarro inglés y añadió para sus adentros-: ¿Qué hago aquí?»
Los ruidos se sucedían a su alrededor, pero no tenía fuerzas para pensar. Perdía la conciencia a cada momento para volver a despertar al poco, mientras las botas de los contrabandistas que cargaban barriles de coñac rechinaban sobre las piedras y los caballos resoplaban bajo la fría brisa marina. En una de las ocasiones que volvió en sí, los sonidos llegaron más distantes y, a la siguiente vez, ya no oyó ninguno, salvo el constante romper de las olas. Una estrella pendía del horizonte como una linterna solitaria. S.T. parpadeó en el intento de mantener los ojos abiertos, pero el letargo lo arrastró a su tentador vacío.
Lo primero que vio cuando volvió a abrir los ojos, justo cuando comenzaba a amanecer, fue la jaula de Nemo. El lobo le observaba desde el interior. Bueno, por lo menos Leigh no se lo había llevado. Claro que eso tampoco era ninguna sorpresa porque, a menos que quisiera sacar unas cuantas coronas por él vendiéndolo a algún circo ambulante, un lobo amaestrado le sería aún de menos utilidad que un bandolero inútil.
Permaneció tumbado con la cara sobre el brazo mientras lo embargaba una profunda tristeza. Al final de la playa vacía vio un cabo que brillaba sutilmente entre el gris perla del mar y el cielo. Había bajado la marea. Un ave marina de cabeza negra pasó casi rozando los guijarros como una estela sobre la oscura extensión de piedra. Tras grandes vacilaciones, S.T. se arriesgó a levantar la cabeza. Se concentró en el acantilado y se puso en cuclillas. Nemo gimió y golpeó los barrotes de la jaula con las garras.
– Calme-toi -murmuró su amo-. Ya voy.
Consiguió sentarse sin sentir ningún efecto pernicioso. Le resultaba bastante extraño tener la cabeza tranquila después de la prolongada agonía de la travesía del canal. Se puso en pie con el tipo de movimiento que siempre hacía que su equilibrio flaquease; sin embargo, fue relativamente bien. De hecho, comparado con todo el horror que acababa de soportar, el mundo parecía estar totalmente quieto y estable a su alrededor.
La bruma matutina lo hizo tiritar. Cuando apartó el oído bueno del mar, el sonido del oleaje se hizo muy lejano. Miró a su alrededor para ver si le habían dejado algo de abrigo y, de pronto, vio a Leigh sentada sobre una roca a la sombra del acantilado. Estaba despierta y lo observaba con las rodillas levantadas y la barbilla apoyada sobre los brazos cruzados. Su sombrero descansaba junto a ella en la roca. No sonrió ni le dio los buenos días -amabilidades a las que, por otro lado, tampoco era muy aficionada-; únicamente siguió mirándolo con expresión torva.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
Su oscuro pelo caía suelto sobre sus hombros. La luz del amanecer suavizaba el color de sus mejillas, otorgándoles un delicado tono entre crema y rosáceo. S.T. no pudo contenerse, y dejó que una sonrisa se formara en su boca.
– Me has esperado.
Leigh contempló el mar durante un largo instante sin decir nada. A continuación, se encogió de hombros.
– Tú tienes el dinero.
S.T. intentó que aquellas palabras no lo desanimaran. Recordaba vagamente su dulce voz y las friegas aromáticas en medio de la pesadilla del barco. Leigh se incorporó y fue hasta él.
– ¿Y ahora qué hacemos?
La pregunta podía entenderse como una concesión a la autoridad de él o como un reto cargado de ironía. S.T. prefería lo primero y decidió interpretarla así.
– Pues echaremos a andar, encontraremos transporte y llegaremos a la ciudad de Londres.
Leigh levantó las cejas, perpleja.
– ¿A Londres?
Nemo arañó los barrotes con furia mientras gemía. S.T. se acercó y abrió la puerta de la jaula. El lobo salió de un salto y lo saludó con agradecimiento; luego corrió hasta la base del blanco acantilado y comenzó a marcar aquel nuevo territorio.
– Es muy peligroso -dijo ella-. ¿Y si te reconocen?
S.T. soltó un resoplido sarcástico.
– Sí, seguro que me delatan a cambio de la gran recompensa de tres libras. Eso no me preocupa, milady. -Se agachó para recoger las espadas y se colgó el estoque de la cadera-. Creo que voy a convertirme en un rico excéntrico que está haciendo un viaje a pie para observar a las golondrinas.
Miró al mar y al cielo mientras se apoyaba con elegancia en la espada como si fuera un bastón de dorada empuñadura.
– ¿Y qué pasa con Nemo?
– ¿Con Nemo? -Levantó unos anteojos imaginarios y la miró a través de ellos-. ¿Te refieres a mi pintoresco sabueso? Es un monstruo extraño, ¿verdad? Medio ruso. ¿Sabías que los zares los usan para cazar lobos? -Silbó al animal, que acudió corriendo. Comenzó a jugar alegremente a sus pies hasta que una leve indicación de mano hizo que se agazapara expectante y lloriqueara. S.T. se sacó un pañuelo invisible del puño y lo olió con mucho estilo-. ¿Quieres acariciarlo? Es del todo inofensivo, aunque me temo que es bastante tímido con las damas.
– Nadie se tragará eso. Estás mal de la cabeza.
S.T. dejó caer la mano con la que sostenía el pañuelo.
– Me atrevería a decir que, si tú puedes pasar por varón, yo desde luego puedo fingir que soy un personaje con algunas rarezas.