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– ¿Y qué quieres que sea yo, tu «mancebo»?

La miró fijamente mientras se apoyaba en la espada.

– Creo que ni siquiera sabes qué significa eso, Sunshine.

– No soy tan tonta -dijo ella haciendo un gesto con la mano para quitar hierro al asunto-. El capitán adivinó quién era pese al disfraz y me tomó por tu querida.

– No exactamente -la contradijo S.T. con una sonrisa. Se dio cuenta enseguida de que ella no le iba a dar el gusto de demostrar curiosidad, lo cual estaba muy bien porque, si era cierto que había ciertas depravaciones que no conocía, no iba a ser él quien le diese una instructiva charla sobre sodomía. Parecía tan joven, de pie ante él con esas ropas de hombre y las piernas abiertas; tan pendiente de todo, tan seria y virginal…

– Limítate a no ir repitiendo esa palabra por ahí, mapetite -dijo S.T. al fin-. Es un delito que se castiga con la horca.

Leigh frunció el ceño ligeramente, revelando una confusión que a él le resultó encantadora. Parecía que todo el asunto escapaba a su comprensión. Por mucho que ella pensase que sabía lo suficiente de las maldades mundanas, y dondequiera que las hubiese aprendido, estaba claro que la educación que había recibido no era tan completa como quería hacerle creer. S.T. comenzó a revisar sus planes originales y a pensar dónde podría dejarla a salvo mientras él hacía una visita a sus viejas guaridas favoritas de Covent Garden.

– ¿Cómo estás? -le preguntó ella de pronto-. ¿Te encuentras mejor?

– Bastante bien, gracias. -Era tal el alivio de que la tierra no se moviera bajo sus pies que ni siquiera sentía el malestar habitual-. Muy bien, la verdad, pero creo que me mantendré alejado del agua el resto de mi vida.

Leigh inclinó la cabeza con el ceño ligeramente fruncido. Estaba muy seria y muy hermosa.

– ¿Era por eso por lo que fuiste a la botica? -dijo-. Si llego a saber lo mal que ibas a ponerte, te habría preparado una pócima para que te la tomases antes de zarpar.

S.T. llamó a Nemo y se arrodilló sobre una pierna para acariciarlo. Conque le habría preparado una pócima… Seguro que no habría servido de nada. No le cabía la menor duda, después de la cantidad de gotas, píldoras y jarabes que había tomado en los últimos años. Lo que de verdad necesitaba era algo muy distinto: un afrodisíaco, un filtro de amor, una mixtura que derritiera el hielo de Leigh y la llenase de pasión antes de que él terminara de perder la cabeza. La capacidad para sentir amor parecía seguir latente en el interior de la joven. A veces lo notaba cuando la sorprendía mirándolo. Claro que, si él consiguiese volver a ser lo que había sido en tiempos, no necesitaría pócimas de amor. Acarició la gruesa capa de piel de Nemo.

– Las pociones no me hacen nada -dijo.

– ¿Estás seguro? A lo mejor…

– ¿Acaso crees que no lo he intentado? ¿Acaso no me han visto infinidad de médicos? Ninguno sabe qué me pasa; la mitad de ellos nunca ha visto algo así, y la otra mitad me prescribe leche de asno y agua de brea y dice que se me pasará al cabo de unas pocas semanas. Bueno, pues no se me pasa, y ya llevo tres años así.

– Tres años -repitió ella en voz baja.

– Sí, tres años. A veces estoy mejor y a veces peor; va por rachas. A veces me siento casi del todo bien, como ahora, siempre que tenga cuidado. Pero entonces vuelvo la cabeza o hago un movimiento brusco y todo se pone a girar como una noria. -Se encogió de hombros-. Y me caigo, como has podido comprobar.

Leigh lo miró. Tras ella una multitud de aves marinas volaban sobre el acantilado.

– Y es por eso por lo que huiste, ¿verdad? -dijo lentamente.

S.T. se rió con amargura.

– Tendrías que haberme visto cuando crucé a Francia. -Soltó un fuerte bufido-. Tuvieron que llevarme a tierra firme entre varios, y tardé dos días en poder levantarme. Y esa vez no soplaba viento. El mar estaba como una balsa. No pienso volver a subir a bordo de un barco en la vida. Nunca más.

– ¿Qué te provocó eso? -preguntó ella con interés.

– No hace falta que me mires como si lo hiciese todo mal, maldita sea -le espetó S.T.-. Fue en una cueva en la que me había acorralado una milicia gracias a la declaración de la traidora señorita Elizabeth Burford. Hicieron estallar una fuerte carga de dinamita en la entrada; mató a mi caballo. -Se le contrajo el rostro al recordarlo-. A mí no me alcanzó nada, solo el sonido -añadió mirando a Nemo-. El estruendo me provocó un intenso dolor de cabeza e hizo que me sangrara el oído. Me mareaba cada vez que intentaba incorporarme, o andar, o mover la cabeza. -Respiró profundamente y volvió a levantar la barbilla, desafiante-. ¿Puedes arreglar eso? ¿Puedes preparar una pócima que me devuelva el oído? -dijo con voz más crispada, pese a que él había intentado que sonara normal-. Porque estoy sordo del oído derecho, por si no te habías dado cuenta.

Ella lo miró con expresión muy seria. S.T. pudo comprobar que pasaba de la sorpresa a la furia conforme iba atando todos los cabos.

– Maldita sea -murmuró él al tiempo que agachaba de nuevo la mirada y sujetaba la gruesa capa de pelo del lobo entre los dedos.

– ¡Tendrías que habérmelo dicho! -exclamó Leigh, iracunda.

– Vamos, no me vengas con esas. Si no fuiste capaz de darte cuenta por ti misma, ¿por qué tendría que habértelo dicho yo? -replicó S.T.

Ella dio un paso atrás y abrió los brazos.

– ¿Que por qué tendrías que habérmelo dicho tú? -gritó-. No alcanzo a comprender cómo pretendes seguir con esto. ¿Te pasa algo más que no me hayas dicho? Por el amor de Dios, así no puedes serme de ninguna ayuda. ¿Para qué has venido? ¡Márchate! Esto no es más que una farsa -dijo con un aspaviento del brazo.

S.T. se puso en pie con la espalda muy rígida.

– ¿Quieres librarte de mí? -Le tiró la espada a los pies-. Llevas pidiéndome que te dé un arma desde que salimos de La Paire. Bien, pues ahí la tienes.

Leigh miró primero a la espada y después a él.

– Puedes quedártela si quieres -dijo S.T. con aspereza-. Comprueba a ver si la empuñadura se ajusta bien a tu mano.

Ella titubeó durante un brevísimo instante; luego, se arrodilló, cogió la espada y dejó que la hoja se deslizara fuera de la vaina. La levantó con una mano y la enderezó con las dos.

– Levoilà -dijo S.T.

– No pesa tanto como esperaba -dijo Leigh mientras agitaba la espada en el aire.

– ¿Crees que podrías matar a un hombre?

Ella lo miró a los ojos con suma frialdad.

– Sí, creo que podría matar al hombre que quiero matar.

S.T. desenvainó el estoque y, con un único movimiento, dio un paso adelante, sorprendió la temblorosa guardia de Leigh y la desarmó. La espada cayó con estrépito sobre las piedras. Apretó la punta del estoque sobre los volantes de lino que cubrían la garganta de ella.

– No -dijo S.T. en tono suave-, no podrás matarlo si tiene una espada.

Leigh dio un prudente paso atrás. Él bajó la colichemarde y la envainó.

– Estoy medio sordo, mademoiselle, pero no estoy lisiado -añadió.

Las aves subían y caían en picado mientras sus gritos dominaban el intenso silencio. Leigh permaneció inmóvil con la barbilla levantada y los puños apretados.

– Te pido mil perdones -dijo con un claro temblor en la voz-. Veo que he vuelto a juzgarte mal.

S.T. le dio la espalda. Estaba enfadado consigo mismo por haber consentido que sus emociones se apoderasen de él. Era peligroso hacer ese movimiento con la espada, aunque era un truco de circo muy vistoso cuando se tenía mal el equilibrio. Había perdido mucha práctica, y no tenía ningún derecho a fingir que no era así.

Pero lo que no había perdido al hacerlo era el equilibrio. Se dio cuenta al sopesar qué podría haber pasado si hubiera sido al contrario. ¡No había perdido el equilibrio!

Se quedó muy quieto, presa de un repentino miedo a moverse. Esa floritura con la espada, ese súbito y violento movimiento hacia delante, tendrían que haberle hecho perder la estabilidad. Durante los tres últimos años, por muy afianzado que se sintiera al estar inmóvil, cualquier acción de ese tipo había hecho que el mundo comenzara a girar a su alrededor. Se llevó la mano a la empuñadura del estoque. Movió la cabeza de un lado a otro y, a continuación, la echó hacia detrás hasta que vio el cielo sobre él. Levantó la espada lentamente hasta llegar a la altura del hombro mientras esperaba que el mareo se apoderase de su cabeza, pero no fue así.