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– Ha desaparecido -susurró atónito-. ¡Dios mío, ha desaparecido!

Por primera vez en tres años -en treinta y seis meses, dos semanas y cuatro días, pues llevaba la cuenta-, podía moverse con libertad por el mundo sin que este se agitase, y sin que sus sentidos lo traicionaran cada vez que volvía la cabeza.

– Dios mío -masculló casi sin aliento-, no puedo creerlo.

Dio un rápido giro sobre sí mismo y se puso de cara al acantilado. No pasó nada; ni todo se puso a dar vueltas ni el horizonte se balanceó. Una sonrisa de asombro se dibujó en su rostro. De pronto se sentía como si se hubiese liberado de unos grilletes que ni siquiera sabía que lo encadenaban. Sentirse normal era tan natural que ni siquiera se había dado cuenta. Su constante y desagradable sensación de inestabilidad se había esfumado, como si fuese un simple dolor de cabeza, y había ocurrido en algún momento en que no era consciente de ello, entre la oscilación del barco y la llegada a tierra firme. No sabía cuándo había ocurrido, pero el caso era que, súbitamente, ya no estaba.

¿Podría haber sido el barco? Quizá aquel médico tenía razón; quizá lo único que necesitaba era un mareo tan fuerte que él nunca podría haber provocado voluntariamente. Seguía algo aterrorizado por si regresaba. Volvió a agitar la cabeza, cerró los ojos y esperó alguna señal de mareo, pero el mundo siguió firme bajo sus pies.

Quería correr, bailar. Se volvió hacia Leigh y, cogiéndole la mano, le hizo una profunda reverencia.

– Estoy a vuestras órdenes, mademoiselle. Os ruego que no me despidáis mientras esté en mi mano poder serviros.

– No seas tan gallito -dijo ella retirando la mano-. Parece como si no pudiera despedirte si así lo quisiera.

S.T. se irguió perplejo, incapaz de comprender que ella no hubiera notado la diferencia cuando tendría que haberla visto con toda claridad. Claro que ni él mismo se había dado cuenta al principio.

Ahora ya podría conquistarla, ahora que ya no era el bufón que se caía a cada momento. Ya podía montar, usar la espada, hacer cualquier cosa.

Pero ¿y si volvía? Rogó a Dios con todas sus fuerzas que no volviese.

Miró fijamente a Leigh. Por un lado quería decírselo pero por otro prefería no hacerlo, por si los mareos reaparecían.

– Me iré si es lo que de verdad quieres -le dijo lentamente.

Leigh enarcó las cejas sobre sus escépticos ojos de color aguamarina, se volvió y comenzó a andar hacia el acantilado.

– ¡Tú viniste a buscarme para pedirme ayuda! -gritó S.T.

Ella se volvió y lo miró.

– Claro, yo soy quien frotó la lámpara y liberó al genio. Ahora solo queda ver qué más se te ocurre hacer.

Pero S.T. no podía controlarse y, pese al reproche de ella, su rostro se transformó en una enorme sonrisa de júbilo. Se había librado de su afección y volvía a ser una persona casi completa. Se echó a reír mientras blandía la espada en círculos sobre su cabeza. La hoja silbó una hermosa nota al cortar el aire. A continuación, se quedó quieto con la espada en la mano y las piernas abiertas en perfecto equilibrio.

– ¿Quién sabe de lo que seré capaz? -dijo-. Todo depende de dónde esté la diversión, Sunshine.

Leigh caminaba detrás del lobo y de su amo por las colinas mientras se sujetaba el sombrero para protegerlo del fuerte viento, y observaba a cada momento cómo el Seigneur tenía que agacharse para desenredar a Nemo de algún obstáculo. Finalmente S.T. se había avenido a la idea de ponerle una cuerda al lobo pero, si bien había aceptado que estaría más seguro atado durante el día, no había consentido que la longitud de la correa fuese inferior a los quince metros de cuerda que habían sacado de los ribetes de la jaula. Al animal no parecía importarle en absoluto, más allá del hecho de que la cuerda se enredaba constantemente entre los arbustos y se liaba en los troncos de los árboles.

Leigh estaba intranquila. Se sentía débil y atormentada, hasta el punto de ser incapaz de concentrarse y pensar en todo lo que debía hacer en el futuro más inmediato. Cada vez que miraba al Seigneur, lo veía en su mente con la espada brillando como un rayo plateado sobre su cabeza. Era como si esa imagen se le hubiese quedado grabada en la retina y se superpusiese a todo lo demás que veía o sabía de él.

La infinita paciencia de S.T. con el animal también la hacía sentirse desdichada y débil. Tenía que hacer constantes esfuerzos para que el labio inferior no empezase a temblar por cualquier tontería. Sintió deseos de gritarle que se dejara de estupideces y se limitase a llevar al lobo pegado a su lado.

Nemo nunca la había aceptado. Era hermoso, ágil, rápido y astuto, pero también un gran estorbo que nunca se separaba del Seigneur.

Por decisión de S.T. se dirigían a Rye. Aunque a Leigh no le importaba en qué dirección fueran. Contempló las colinas calizas a su alrededor y deseó con desesperación poder estar sola.

No había viajado hasta Francia para eso, para regresar cuidando de un Robin Hood imprevisible que era casi tan salvaje como su lobo. Ya había sido difícil soportar todas sus fantasías románticas y sus escarceos con cualquier cosa que llevara faldas, pero ahora parecía más animado, y de un modo en que nunca lo había visto; podía percibir una nueva intensidad tras su sonrisa de sátiro. A Leigh aún le vibraban las manos por el impacto de la hoja de S.T. contra la espada.

Ese había sido un momento muy revelador porque, con la espada en la mano, se había sentido capacitada. Había sabido con toda claridad que no se echaría atrás a la hora de matar a Chilton y, durante ese breve instante, había tenido la forma de hacerlo. Había sujetado una espada afilada y preparada para matar.

Pero entonces él se la había arrebatado. Había momentos de humillación en la vida que tardaban mucho en olvidarse. Leigh se sentía triste y asustada. No por lo que pudiera pasarle a ella, sino por si cometía un error, por si sobrestimaba su capacidad para llevar a cabo el objetivo que se había fijado. La muerte no le importaba; lo que temía era fracasar en el intento.

Todo el tiempo que habían pasado recorriendo los caminos de Francia no había dejado de pensar que debía separarse del Seigneur. Estaba siempre demasiado pendiente de él, y odiaba verse envuelta en sus frívolos deslices amorosos. Lo que más detestaba de todo eran los momentos como aquel en la granja francesa, cuando había descubierto que sus suposiciones eran totalmente incorrectas. Eso le pasaba por meterse en cosas que no eran de su incumbencia.

Y luego estaba la forma en que él la miraba, como si todo su interior estuviese hirviendo a fuego lento. A veces Leigh dudaba de que estuviese en su sano juicio. Había creído en todo momento que S.T. abandonaría el viaje mucho tiempo antes. Entre los mareos y el riesgo de ser capturado a su regreso a Inglaterra, estaba convencida de que, al llegar al canal de la Mancha, se daría la vuelta. Pero no lo había hecho, y entonces llegó la azarosa travesía que complicó aún más las cosas…

Por eso lo esperó en la playa, porque le pareció que lo justo era tener ese pequeño detalle con él, ya que no lo creía capaz de proseguir después de eso. Sin embargo, lo único que había conseguido con ese momento de sentimentalismo era la situación en la que se encontraba en esos momentos. Malhumorada, contempló la espalda de S.T. La enfurecía la forma que tenía de arrastrarla a cosas que no quería hacer, de conseguir que se ofreciera a intentar curarle los mareos, o a hervirle raíces de helecho, o a darle su opinión acerca de si un gitano senil estaba en condiciones de hacerse cargo de una yegua ciega que había aprendido un pequeño repertorio de estúpidos trucos. Al pensar en la yegua volvió a su mente la imagen de S.T. con la espada, y él terminó de empeorarlo cuando se detuvo por enésima vez para desliar pacientemente la cuerda de Nemo de un árbol mientras el lobo daba saltos y le lamía la cara.