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– No nos queda dinero, ¿no? -dijo ella.

Nemo echó a correr arrastrando al Seigneur detrás. Este se detuvo, tiró del lobo y dijo con toda tranquilidad:

– Dos guineas.

Esa forma de contestar solo contribuyó a exasperarla aún más.

– ¡Vaya, estamos hechos unos auténticos potentados! -exclamó Leigh.

S.T. se limitó a encogerse de hombros y esquivar una rama cuando Nemo volvió a tirar de él. Era aún peor que no le siguiera el juego. En tono irónico, ella añadió:

– Tal vez deberías asaltar la próxima diligencia que pase.

– Sí -contestó él-. Ya le había echado el ojo a ese carro de heno que hemos pasado hace un rato, pero me ha costado decidirme entre ese y el de la cerveza.

– Claro, por eso has terminado ayudándole a salir del barro. Eres el azote de los viajeros, ya lo creo.

S.T. se subió más la bolsa y la silla de montar, que llevaba al hombro. Tenía el tricornio ladeado sobre los ojos, y la empuñadura de la espada grande, que colgaba de su espalda, brillaba bajo el débil sol de diciembre. Tenía todo el aspecto de un maleante.

– Al menos el hombre ha demostrado algo de gratitud -dijo-. Tú llegaste a mí con las manos vacías, así que no entiendo por qué te lamentas como si me hubiese jugado tu dote.

– Solo estoy siendo práctica -alegó Leigh en un tono que sabía que lo enfurecería.

Él picó y la miró con sus cejas doradas muy enarcadas. En ese momento Nemo se enredó en un arbusto. Leigh se sintió mucho mejor, más fría y calmada, después de haber conseguido levantar ese muro de irritación entre ambos.

Siguió al lobo y a su amo colina abajo mientras caminaba sobre los montículos cubiertos de hierba que había entre los surcos dejados por las ruedas de los carros. Debajo de ellos estaban las marismas y la ciudad de Rye, un amasijo medieval de paredes grises y tejados remendados encaramado en lo alto del páramo. Las marismas se extendían desde los mismos aledaños de la ciudad hasta el mar, y sus helados estanques brillaban en medio del apagado invierno.

A los pies de la ladera pasaba un río cuyas aguas discurrían lentamente entre unos márgenes repletos de hierba muy alta. El camino se agrandaba al llegar a un puente de piedra que en esos momentos estaba cerrado al tráfico por reparaciones, y al otro lado del rio había una barcaza transbordadora que descansaba bajo las ramas desnudas de un enorme árbol. El barquero comenzó a impulsarla con la ayuda de una pértiga que sujetaba con una mano, mientras que con la otra tiraba del cable. Cuando llegó a la orilla en la que esperaban Leigh y S.T., estos subieron a bordo. Por una vez Nemo iba junto a su amo. El barquero miró al lobo con desconfianza.

– No morderá, ¿verdad? -dijo.

– Por supuesto que no -contestó el Seigneur, tras lo que añadió con una sonrisa-: Solo cuando se lo ordenan.

– Parece un lobo -añadió el hombre.

S.T. se apoyó en la baranda de madera y puso una mano sobre la cabeza de Nemo.

– Sí, impresiona mucho, ¿verdad?

– Pues sí -contestó el barquero al tiempo que dejaba la pértiga en manos de S.T. y él se hacía cargo del cable. S.T. descargó toda su fuerza en el palo, para lo que flexionó los hombros con energía bajo su levita beis. Cuando llegaron a la otra orilla, Leigh bajó a tierra dando un salto para esquivar el barro, pero se volvió a tiempo de ver cómo el Seigneur ponía una de las dos guineas en la mano del barquero.

– ¡Dios bendito! -exclamó-. Pero ¿es que…?

– ¡Sí, sí, ya voy! -dijo él interrumpiendo su protesta al tiempo que le lanzaba una mirada para que se callase-. Toma, coge la bolsa -añadió con intención de pasársela, pero en ese momento el barquero se apresuró a quitársela de las manos.

– Permitidme, señor. Tened cuidado, no metáis los pies en el barro. -Sacó la bolsa de la embarcación y, sin ninguna ceremonia, se la dio a Leigh-. Cogeos de mi brazo, señor, y tened cuidado al bajar. Ya está, sano y salvo. Muchas gracias, señor, muchas gracias.

No se le podía ver el rostro por las continuas reverencias que hacía. Nemo ya había echado a correr más allá de donde se encontraba Leigh hasta llegar al final de la cuerda. Al parecer, el Seigneur ya había previsto el tirón, pues tan solo abrió más las piernas para resistirlo antes de volverse hacia el barquero.

– Maitland -le dijo con una ligera inclinación de cabeza-. Me llamo S.T. Maitland.

– Muy bien, señor. Lo recordaré. Que Dios os bendiga, señor. Y os deseo toda la suerte del mundo con vuestro perro lobo.

S.T. cogió la bolsa de Leigh y se la echó al hombro junto con la silla de montar. El barquero los siguió durante un trecho mientras seguía deshaciéndose en reverencias.

– ¡Estás loco! -le espetó ella en cuanto el hombre no pudo oírlos-. ¡Le has dado una guinea y le has dicho tu nombre!

– No pasa nada porque le diga mi maldito nombre. ¿Has visto que saliera en alguna lista de hombres buscados?

Leigh apretó los dientes y lo miró fijamente.

– ¿Y por qué diantres le has tenido que dar una guinea, si casi no tenemos para comer?

– Puede que tengamos que pasar por aquí otra vez.

– Eso está muy bien, pero me gustaría saber cómo nos las vamos a apañar.

Él se limitó a mirarla con esa sonrisa suya tan pícara y cautivadora, y continuó andando. Leigh lo observó mientras avanzaba con absoluto donaire, sin tropezar, ni vacilar, ni echar mano rápidamente de algo para no perder el equilibrio cuando volvía la cabeza, Parecía más fuerte, más distante, como si se estuviera transformando ante sus ojos de una forma que escapaba a su comprensión.

Capítulo 11

A mitad de una antigua calle secundaria de la ciudad amurallada y adoquinada de Rye, el cartel de una sirena colgaba sobre la entrada de una posada que, construida casi totalmente de madera, parecía asfixiada por las enredaderas que subían por su fachada. Sin dudarlo ni un instante, o así se lo pareció a Leigh, el Seigneur subió los escalones y, agachando la cabeza, cruzó el portal de la venerable casa, ordenó a un asustadizo Nemo que se sentara, dejó caer la silla de montar y el equipaje en medio del vestíbulo y pidió a un camarero que pasaba que preguntara al posadero si su habitación de siempre estaba disponible. El hombre se detuvo, lo miró y, al momento, su rostro se iluminó al reconocerlo.

– ¡Señor Maitland! Cuánto tiempo sin gozar del honor de vuestra presencia, señor.

Apareció el dueño, y quedó claro al instante que en la Posada de la Sirena no tenían la menor objeción en dar alojamiento a huéspedes de dudosa reputación y a sus variopintos acompañantes. El señor Maitland recibió la calurosa bienvenida que suele dispensarse a un visitante conocido del que se guarda buen recuerdo. El posadero tan solo miró fugazmente a Leigh y a Nemo; no puso ninguna pega a la presencia del animal mientras los conducía por un desconcertante laberinto de pasillos hasta llegar a la habitación de la reina, una pequeña estancia presidida por una enorme y oscura cama con dosel.

La habitación olía a viejo y a cera, y había un poso de humedad en el ambiente que no resultaba desagradable. El fuego de la chimenea estaba encendido. La luz, teñida de verde por los cristales, que entraba por la ventana incidía en las planchas barnizadas y desiguales del viejo suelo. Nemo enseguida saltó a la cama y se tumbó en ella, pero el Seigneur le hizo una rápida señal con la mano y el animal bajó, haciendo un ruido metálico con las uñas al caer sobre la madera.