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– Luego avisaré a las camareras -dijo el posadero con actitud benévola-, para que no crean que ha entrado un lobo.

El Seigneur lo miró por encima del hombro. La tenue luz del atardecer que entraba por la ventana enfatizaba la curva ascendente de sus cejas y, al envolverlo entre luces y sombras, le daba a los ojos de Leigh un aspecto muy maquiavélico, de príncipe renacentista o astuto asesino que estuviese estudiando a su víctima.

– Por eso lo compré precisamente, porque parecía un lobo -dijo S.T. apoyándose en la repisa de la ventana-, pero resulta que es un pedazo de pan. Y encima me costó mis buenos dineros. Yo quería criar al demonio y ya veis qué tengo. -Miró al lobo con afecto-. ¿Creéis que su descendencia heredará esos ojos amarillos?

El posadero meditó un instante.

– ¿Y qué os parecen esos sabuesos irlandeses tan altos y de piel gruesa? Podíais probar a cruzarlo con alguno.

– Buena idea. No os importará que se quede aquí dentro…

El posadero no pareció percatarse de la débil sonrisa de S.T.

– Por supuesto que no, señor. Ya sabéis que no nos importa tener perros en esta casa siempre que estén adiestrados. ¿Vuestro criado se quedará en el piso de abajo?

– ¿Mi criado? Ah, os referís a… -Una expresión compungida apareció en el rostro del Seigneur-. Maldita sea, ¿es que nadie se da cuenta? Es mi esposa, mi viejo amigo. Al fin han conseguido atraparme.

El posadero se quedó literalmente boquiabierto; miró a Leigh y se sonrojó. Esta lanzó una mirada a S.T. y se dejó caer en un sillón.

– Imbécil -dijo furiosa.

Él se apartó de la ventana y, con el sombrero a la espalda, bajó la vista en lo que era una perfecta imitación de compungimiento.

– Solo llevamos casados una semana -explicó, tras lo cual levantó la cabeza con una sonrisa-. Aún me llama «señor Maitland».

– ¡Sapo inmundo! -exclamó Leigh.

– Bueno, a veces también me llama sapo -añadió mientras se llevaba una mano al corazón-. Eres adorable, querida mía.

El posadero había comenzado a sonreír ante el espectáculo. El Seigneur le guiñó un ojo.

– Hicimos una apuesta -dijo-. Según mi esposa, era capaz de llegar hasta aquí desde Hastings sin que nadie la reconociera. -Hizo un gran aspaviento con el sombrero-. Estamos viajando a pie. Me apetecía contemplar las golondrinas.

– Un viaje a pie -repitió el posadero al tiempo que asentía mirando a Leigh-. Sois muy intrépida, señora.

– Ya lo creo que lo es -afirmó el Seigneur al tiempo que dejaba el sombrero sobre la cama-. Tendríais que verla manejando la espada.

– ¡Vaya! -exclamó, aunque esa noticia pareció sorprenderle menos que la de la boda-. Así que ambos tienen intereses comunes. Os ruego aceptéis mi más sincera enhorabuena, señor Maitland, y le deseo todo lo mejor a vuestra esposa. ¿Hay algo más en lo que pueda serviros?

– El vestido de mi señora está en esa bolsa. Lleváoslo y que lo planchen, si sois tan amable. Necesitamos un baño y cualquier cosa de comer. Y un poco de Armagnac, si es que los caballeros os trajeron algo que valiera la pena en su última incursión.

El posadero asintió con la cabeza y cogió la bolsa.

– ¿Vais a necesitar al botones, señor?

– Sí, decidle que venga. Mi levita necesita un buen cepillado. No, esperad, hay un buen sastre aquí cerca, ¿verdad? Llevadle esto a ver si tiene algo adecuado para la ciudad que sea de mi talla. En terciopelo o raso. -Se desabrochó la espada grande de la espalda y se quitó la levita beis-. Creo que mi esposa ya ha visto bastantes golondrinas de momento. Dejaremos que se pasee por Rye cogida de mi brazo.

El posadero también se hizo cargo de la levita y, tras inclinarse ante ellos, salió de la habitación. Leigh permaneció sentada mirando al Seigneur. Tenía una sensación desagradable en la garganta. No dejaba de pensar en la única guinea que les quedaba, y en lo que costaría todo lo que S.T. había encargado. Él se quitó el chaleco y, al retirarlo de sus anchos hombros, un pequeño paquete cayó del bolsillo interior. Sonrió mientras lo recogía.

– Es la primera vez que tengo esposa -dijo.

– No la tienes -afirmó Leigh con voz tajante.

En la habitación en sombras, la luz del atardecer parecía concentrarse alrededor de él haciendo que su pelo y sus pestañas refulgieran. Rompió el cordel del paquete y, tras abrirlo, lo ofreció a Leigh y dijo con expresión muy seria:

– De todas formas, ¿me harás el honor de ponerte esto?

Ella bajó la cabeza y contempló el delicado colgante de plata que brillaba en su mano.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Él la miró a los ojos.

– Algo que quiero darte desde hace tiempo.

Leigh frunció el ceño y apretó los puños.

– ¿Es tuyo?

– No lo robé, si es a lo que te refieres.

La joven observó el colgante. Era bonito, refinado y femenino, del estilo del que le podría haber regalado su padre. Un extraño ardor comenzó a hervirle en el pecho e hizo que respirase con dificultad.

– Lo compré para ti en Dunquerque -explicó S.T. en voz baja.

– ¡En Dunquerque! -exclamó ella, que aprovechó ese dato para apartarle la mano de un empujón-. ¡Hay que ser un idiota romántico para hacer una tontería así! ¿Cuánto te costó? -preguntó mientras se levantaba de un respingo de la silla.

Él dio un paso atrás con una expresión en el rostro que hizo que Leigh apartase la mirada mientras le temblaba el labio inferior, pues no era capaz de resistirla.

– Eso da igual -dijo S.T. moviéndose por la habitación.

Ella se volvió en su dirección.

– ¡Solo tenemos una guinea! -exclamó-. Una única guinea, y tú te dedicas a comprar un absurdo collar que debe de valer tres libras como mínimo.

Él se sentó en la cama y la miró con la cabeza ladeada y con aquellos intensos ojos verdes, cubiertos por sus características y demoníacas cejas doradas.

– Piensas asaltar una diligencia, ¿verdad? -le espetó Leigh-. Dios mío, acabamos de llegar y ya estás a punto de ponerlo todo en peligro.

Una leve sonrisa irónica se dibujó en la boca de S.T.

– ¿Y para qué demonios iba a hacer eso? -preguntó.

Ella hizo un barrido con los brazos por toda la habitación.

– ¡Pues para pagar esto, por ejemplo!

El Seigneur negó con la cabeza.

– Francamente, me decepcionas. ¿Dónde está tu sentido práctico? Incluso si pudiera asaltar una diligencia sin tener una montura, no hay por aquí ningún perista al que le pudiera vender las joyas, y tampoco nos íbamos a arriesgar a gastar en la ciudad dinero robado en las cercanías. Considero que es mucho más prudente retirar efectivo del banco.

– ¿Del banco? -exclamó Leigh.

– Bueno, no es tan raro, al fin y al cabo. Es lo que se suele hacer -alegó él al tiempo que comenzaba a quitarse las botas-. Entras al banco, le dices al cajero que quieres retirar determinada cantidad de dinero, y él obedece con sumo gusto.

– ¡Vas a robar un banco!

Mientras S.T. se agachaba para tirar de una bota, la coleta y la larga cinta negra que la sujetaba cayeron enredadas sobre su hombro. Una vez descalzo, se reclinó sobre las almohadas con las manos cruzadas detrás de la cabeza.

– Espero que eso no sea necesario -dijo con la mirada puesta en el dosel-. Estoy seguro de que tengo al menos mil libras aquí. Nunca dejo que el efectivo de mis cuentas sea inferior a novecientas.

Nemo se estiró sobre el suelo de madera y apoyó la cabeza sobre las patas con un suspiro. Leigh contemplaba atónita a la relajada figura de la cama.

– ¿Me estás diciendo que tienes una cuenta en un banco de Rye?

S.T. se volvió y se apoyó sobre un codo.

– Sí.

– Entonces, ¿no hará falta que robes nada para pagar todo esto?

– No.