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– Maldita seas, ¿qué es lo que quieres? -gritó-. ¿Qué es lo que quieres, eh? ¿Es esto lo que quieres, maldita zorra calculadora?

No recibió ninguna respuesta. Se dejó caer en la bañera y, llevándose una mano a la cara, se la mordió. Respiraba agitadamente y resoplaba por la nariz. Se acabó, pensó. Se acabó para siempre. Cogió el cubo y se echó agua helada por encima de la cabeza.

Dos horas más tarde estaba sentado ante el espejo del tocador mirándose. Se había puesto la levita de terciopelo color bronce porque era la que estaba encima del todo, junto con un chaleco dorado bordado en seda verde e hilo plateado. El atavío le proporcionaba un brillo metálico que marcaba aún más los áureos reflejos de su pelo, que no se había empolvado por esa misma razón. Consideró que tenía buen aspecto. Esperaba tener muy buen aspecto. Lanzó un gruñido a la imagen del espejo y vio cómo un sátiro dorado se lo devolvía con una pícara sonrisa.

Respiró hondo, se levantó del taburete y apartó las toallas húmedas de una patada; luego abrió la puerta e hizo una señal a Nemo, que se acercó de mala gana con el rabo entre las patas. S.T. se agachó y tranquilizó al animal pero, aunque este le lamió la cara y le puso las patas sobre los hombros, se movió tras él por los pasillos con aspecto agarrotado y preocupado. Otra cosa más de la que era responsable la señorita Leigh Strachan.

Cuando llegó al vestíbulo de entrada, el posadero levantó la vista de su libro de cuentas y le sonrió. S.T. supuso que su idílica felicidad matrimonial ya sería conocida por todo el establecimiento, pero el hombre no hizo ningún gesto; por el contrario, se limitó a informarle de que la señora Maitland lo esperaba en una sala privada. Se dirigió a ella y atravesó la puerta abierta. Era un agradable salón iluminado por velas en el que una joven dama estaba sentada junto a la chimenea, leyendo. Casi no la reconoció. Ella se levantó en cuanto S.T. entró y lo saludó con una profunda inclinación, al tiempo que abría el abanico y extendía las faldas de su vestido, de manera que los pájaros color azul prusia resultaran perfectamente visibles. Llevaba un peinado muy elaborado que le caía en cortos rizos por toda la cara y cuello, y que había empolvado para que le diese un tono algo más azulado que el de la gargantilla de perlas. Prendida al pelo lucía una pequeña flor con un lazo. Incluso las cejas eran distintas, pues se las había depilado hasta darles una curvatura perfecta y delicada, como también lo era el diminuto lunar negro dibujado junto a la comisura de los labios. S.T. contempló ese exquisito punto azabache que destacaba sobre su suave piel y creyó enloquecer mientras todo el ardiente frenesí que había sentido un rato antes volvía a agolparse en su interior.

Leigh cerró el abanico con un rápido y hábil movimiento y le tendió una mano. A sabiendas de que el posadero estaba tras él en la puerta, S.T. dejó que ella permaneciera en esa postura durante un largo momento antes de volverse y dar con la puerta en las narices a lady Leigh Strachan.

Capítulo 12

S.T. cabalgaba bajo las estrellas a galope tendido sobre un caballo que había robado de los establos que había junto a la posada. Al salir de esta había visto al animal parado y con la silla puesta y, sin pensarlo dos veces, había cogido las riendas y se había montado en él. El viento le golpeaba los ojos enturbiándole la visión. No sabía adónde iba ni le importaba. Volvía a estar poseído por el antiguo demonio que lo impulsaba a actuar según las circunstancias de cada momento. Galopaba furioso, embriagado por la sensación de montar un ágil corcel al tiempo que seguía indignado consigo mismo por ser presa de sus necesidades y debilidades. Dejó tras de sí los gritos indignados y las reglas civilizadas y se internó por una senda demasiado oscura para ver nada.

Una sombra se movía junto a él, haciendo que el caballo gruñera y se asustara cada vez que se acercaba demasiado. Sin dignarse utilizar los estribos demasiado cortos que empleaba el desconocido dueño del caballo, S.T. avanzaba por el irregular camino disfrutando con la sensación de no perder nunca el equilibrio. Todas las noches que había pasado montando con tantas dificultades a la yegua ciega y siendo cauteloso para no sufrir los mareos se habían desvanecido. Al desaparecer, toda su pericia ecuestre había vuelto a él como si nunca hubiese dejado de montar, como algo que era tan natural y normal en él como respirar.

Azuzó al caballo mientras recorrían la noche. La euforia de la carrera fue consumiendo el incendio de su ira hasta reducirlo a una fogata. Le daba igual en qué dirección fuera, lo único que quería era seguir galopando. Y así continuó hasta que, en la oscuridad, algo brilló como una mancha ante sus turbios ojos. Detuvo el caballo y observó. La luz oscilaba y se movía lentamente. Se pasó una mano por los ojos y parpadeó para despejarlos, al tiempo que volvía la cabeza para poder oír por el lado bueno. Por encima de los rítmicos resoplidos de su corcel, escuchó el lento retumbar que hacía un tiro de caballos al trotar, así como un crujido de ruedas.

Ya estaban cerca. Nemo había desaparecido entre las sombras. El caballo tomó aire y levantó la cabeza para relinchar a modo de saludo. Después de que el jinete lo obligara a salir del camino, el animal se subió a un terraplén de cuya presencia S.T. no se había percatado antes. Cuando la linterna del carruaje se hizo visible, sonrió con satisfacción. Su posición elevada le proporcionaba una ventaja inesperada, ya que estaba por encima de aquella irregular luz que avanzaba dando bandazos por el camino. Tiró de las riendas para que el caballo mirara en la dirección en que se aproximaba el carruaje. Desenvainó la espada y se inclinó sobre el cuello del animal, tapándole la nariz con la mano que tenía libre para evitar que relinchara. El caballo se agitó sin hacer ruido. Entonces S.T. miró por encima del hombro y vio la difuminada silueta del tiro de caballos, la librea escarlata del conductor y el brillo de la linterna sobre el latón de los arneses. Evitó mirar directamente hacia la luz para que no lo cegara o desconcertase.

Al pasar los caballos a trote lento por su lado, la cabeza les llegaba a la altura del vientre del suyo. Por la forma en que levantaron la cabeza y resoplaron nerviosos, S.T. supo que olían al suyo, pero las anteojeras los mantuvieron indecisos y callados. El cochero les dijo unas palabras para calmarlos. S.T. levantó la espada.

– ¡Alto! -gritó al tiempo que, de una estocada, destrozaba la linterna, sumiéndolo todo en la más profunda oscuridad. Espoleó al caballo para que bajase del terraplén y, una vez estuvo junto a los otros, agarró las riendas del que iba a la cabeza con su mano enguantada. Mientras tanto, en medio de toda la confusión, el cochero gritaba y el caballo de S.T. intentaba apartarse del barullo, aprovechando que su jinete no le tiraba de las riendas en esos momentos. Desesperado, S.T. dejó caer todo su peso hacia delante y hacia atrás sobre la silla, con la esperanza de que su montura estuviese bien adiestrada.

Y funcionó. Ya fuera por su buena preparación o porque quería quedarse junto a los otros, el caso es que el caballo se detuvo a la vez que sus congéneres. El cochero golpeó con el látigo a S.T. en el brazo y en la cara. Este gruñó y, de forma instintiva, atacó con la espada. No veía, pero sintió cómo la tralla se enroscaba en su muñeca por encima del guante. Su cuerpo reaccionó antes de que su mente decidiese qué hacer y, con un rápido tirón, consiguió que el látigo saliese despedido. Cogió las riendas de su caballo y lo colocó delante de los demás.

– ¡Alto! -volvió a rugir-. ¡Estoy apuntando con una pistola!

Era mentira, pero servía dadas las oscuras circunstancias. Alguien había encendido una vela dentro del carruaje, y su exiguo brillo bastaba para que pudiese ver la silueta petrificada del cochero en el asiento exterior, así como la inmóvil figura de un lacayo que iba encaramado detrás. S.T. había considerado la posibilidad de que alguien sacara un trabuco, y por eso se había puesto tras los caballos, pero al parecer ninguno de los hombres quería correr ese riesgo. Se hizo un repentino silencio, tan solo alterado por el tintineo de los arneses.