– Muy bien -dijo S.T. a modo de felicitación. Espoleó al caballo para que volviese a subir al terraplén evitando que le diera la luz-. Baja de ahí y entra en el carruaje, y el lacayo también -dijo al cochero, que soltó las riendas y, lentamente, obedeció sus órdenes.
Alguien rompió a sollozar en el interior del vehículo. S.T. se inclinó un poco cuando el cochero abrió la puerta, y tuvo tiempo de ver a una pareja de mediana edad con el rostro pálido y a una joven que se tapaba la cara con las manos antes de que apagaran la vela.
– Encendedla de nuevo -dijo-. No quiero matar a vuestros criados pero, si se mueven de donde pueda verlos, lo haré.
Los sollozos se hicieron más fuertes. Tras oírse cierta agitación en el interior del carruaje, la vela volvió a prender y los sirvientes subieron a él. S.T. siguió inclinado sobre la perilla de la silla mientras estudiaba a sus apiñadas víctimas. Parecía claro que volvían a casa de alguna fiesta. El cuello y las muñecas de la joven, que aún tenía las manos en la cara, estaban cubiertos de diamantes. El hombre llevaba un valioso reloj de bolsillo y un enorme alfiler de rubíes, mientras que su esposa lucía esas mismas gemas tanto en el pelo como alrededor de su rollizo cuello. No iban muy lejos, ya que jamás se habrían arriesgado a cubrir una distancia considerable llevando esas joyas y tan poca protección.
S.T. estuvo a punto de dejarlos marchar, ya que no había ninguna razón -ni injusticia que reparar ni alma oprimida cuyo bolsillo aliviar- para que los asaltara. Pero entonces la joven levantó el rostro. Las lágrimas caían por sus mejillas mientras gimoteaba como si se le fuera a romper el corazón y, de pronto, S.T. pensó en Leigh, que nunca lloraba.
– Traedme los diamantes -dijo.
Ella dejó escapar un gemido de desconsuelo y volvió a inclinarse mientras negaba con la cabeza.
– Cochero -dijo S.T.-, cógeselos.
– ¡No! -exclamó ella llevándose una mano al cuello-. ¡Sois un inmundo ladrón!
– Dáselos, Jane -dijo la otra mujer en voz baja mientras ella misma se quitaba el collar a tientas-. Por el amor de Dios, dale las joyas. No son más que piedras.
– Solo quiero los diamantes -dijo S.T.-. Podéis quedaros los rubíes, señora, con mis más sinceras felicitaciones por vuestro buen juicio.
– ¿Solo vais a llevaros mis diamantes? -exclamó la joven-. Pero ¿por qué? ¡No es justo!
– ¿Tanto os importan esas piedras, milady? -preguntó S.T. ladeando la cabeza-. ¿Acaso son un regalo? ¿Quizá el obsequio de un enamorado?
– ¡Sí! -se apresuró a contestar ella mientras miraba a ciegas hacia el lugar de donde provenía la voz de él-. Tened misericordia.
– Mentís.
– ¡No! Mi prometido…
– ¿Cómo se llama?
Ella vaciló un breve instante.
– Señor Smith. John Smith.
S.T. se rió.
– Muy mal, querida mía, y, para colmo de males, me temo que no me siento muy romántico esta noche. Así que dádmelos.
La joven gritó y dio un empujón al cochero cuando este hizo ademán de acercarse a ella. S.T. espoleó al caballo para que se acercase más a la puerta desde la altura del terraplén. Con un giro de muñeca extendió la espada lentamente hasta que la punta de la misma entró en el carruaje. Mantuvo la hoja inmóvil, dejando que la tenue luz la iluminara.
– No es tan terrible perder unos diamantes, milady -dijo con suavidad.
La joven miró la espada y rompió en nuevos sollozos. S.T. esperó en silencio. Al cabo de unos instantes, ella se llevó las manos al cierre y tiró los diamantes hacia la puerta, pero S.T. ya se había dado cuenta de sus intenciones y los cazó al vuelo con la espada, que a continuación levantó en vertical para dejar que se deslizaran hasta la empuñadura.
– Trèscharitable,mademoiselle -dijo. Con un movimiento de muñeca, lanzó el collar al aire y lo atrapó con la otra mano; luego espoleó al caballo, que partió a gran velocidad del terraplén. S.T. agachó el rostro sobre la crin del animal mientras este lo sacaba de allí a galope tendido.
El caballo corrió durante unos minutos hasta que, desconocedor de que acababa de convertirse en fugitivo, comenzó a aminorar la marcha. S.T. dejó que fuera disminuyendo paulatinamente hasta reducirse a un mero trote. Entonces envainó la espada y se guardó el collar dentro de uno de los guantes. Se echó un poco hacia atrás para que el caballo redujera aún más el paso, cosa que el animal hizo, pese a que dio un respingo al aparecer Nemo tras ellos. Los jadeos del lobo resonaban en la tranquilidad de la noche. Entonces S.T. detuvo el caballo y comenzó a reflexionar mientras alargaba los estribos para que se ajustasen a su medida. Poco a poco, una sonrisa malvada se extendió por su rostro. Era incapaz de controlarse y comportarse con sensatez, así que hizo que el caballo diera media vuelta y volvieron sin prisas hacia el escenario del robo.
Se detuvo varias veces ladeando la cabeza para escuchar lo mejor posible pero, mucho antes de que él mismo percibiese nada, el caballo levantó la cabeza en señal de alerta. Aunque no podía verlas, sabía que el animal tenía las orejas empinadas en la dirección en que se encontraban los otros. Dejó que su montura avanzara despacio hasta que, finalmente, oyó voces enfurecidas y un portazo de la puerta del carruaje.
Consciente de sus limitaciones, pensó que el vehículo debía de estar bastante cerca, pese a que su deficiente sentido auditivo parecía indicarle que se encontraban a gran distancia. Levantó un puño y se mordió el guante con una sonrisa. Se salió del camino y, cuando oyó claramente el grito del cochero a los caballos y el traqueteo de las ruedas, siguió a sus conmocionadas víctimas a una distancia prudencial hacia las murallas de Rye, encantado con la gran farsa que todo aquello suponía.
Cuando estuvo lo bastante cerca para ver algunas luces encendidas en las casas de las afueras de la vieja muralla, S.T. cogió un camino lateral que lo condujo a la puerta por la que Leigh y él habían entrado en la ciudad esa mañana. El carro de cervecero que recordaba haber visto seguía allí, cargado de barriles vacíos. Paró el caballo y se inclinó para ir abriéndolos hasta que encontró uno en el que quedaba un poso dentro. Tras untarse el lazo del cuello del inconfundible aroma a cerveza rancia, se inclinó torpemente sobre la crin del caballo y comenzó a cantar una canción de borracho. Cuando llegó al establo de la posada, parecía tan ebrio que se le escaparon los estribos al intentar desmontar y, para evitar caerse, se cogió del cuello del paciente caballo hasta que sus pies resbalaron y aterrizó en el suelo junto a los pies de un mozo de cuadra. Nemo gimió y le lamió la cara.
– Vaya -farfulló mientras levantaba la cabeza para mirar al mozo-. He perdido las riendas. Dámelas, ¿quieres?
– Sí, señor -contestó el mozo-, pero me temo que este no es vuestro caballo, señor.
S.T. se giró sobre un codo y apartó a Nemo.
– Pues claro que lo es. Acabo de bajar de él -dijo con una voz que apenas podía entenderse.
– No, es del señor Piper, caballero.
– ¿Piper? -repitió S.T. al tiempo que dejaba caer la cabeza sobre el pavimento-. No conozco a ese tipo.
– Pues vos cogisteis su caballo, señor.
– Escucha -dijo S.T.-. Escucha, ¿tienes algo de beber? -Lanzó un profundo suspiro-. Mi mujer no me quiere.
El mozo sonrió.
– Sí, señor Maitland. Dentro hay ponche, cerveza y todo lo que queráis.
S.T. levantó un brazo.
– Muy bonito… eso de que la maldita mujer de uno… no lo quiera. Muy bonito, sí señor. Me llama sapo inmundo… la muy zorra -masculló mientras agitaba lentamente la mano en el aire con la mirada puesta en ella.
– Sí, señor Maitland. Mirad, os vamos a llevar dentro -dijo el mozo de cuadra cogiéndolo del brazo al tiempo que un compañero suyo se encargaba del otro. Juntos lo pusieron en pie. S.T. se dejó caer con fuerza sobre el hombro del que tenía más próximo y apoyó la cara en su cuello mientras buscaba su bolsa a tientas.