Leigh no se movió. S.T. se preguntó si estaría asustada. Esa mirada fija del lobo evocaba imágenes de una noche primigenia en la que decenas de ojos brillaban en la oscuridad, y podía sacar a la luz el miedo humano a lo salvaje y tenebroso. Ni siquiera él estaba seguro de qué haría Nemo, nunca lo estaba, y se contuvo de hacer ningún movimiento que pudiera asustar o enojar al animal. Leigh ponía nervioso a Nemo, y un lobo inquieto siempre era impredecible. Entonces este agachó un poco la cabeza y, tras olisquear la pierna de S.T., dio un paso adelante sobre la cama. A continuación, volvió a inclinar la cabeza y a mirar fijamente a Leigh a los ojos hasta que, con la total falta de reserva de una bestia, bajó el hocico y empezó a explorar la sábana que la cubría, prestando particular atención a los interesantes aromas que emanaban de entre sus piernas.
– Serás guarro -murmuró S.T.-. Ten un poco más de delicadeza.
Pero Nemo no se inmutó y prosiguió con su meticuloso examen de Leigh mientras seguía moviéndose hacia delante; tenía que abrir más las patas para mantener el equilibrio sobre el colchón, que se hundía a su paso. Volvió a mirarla a los ojos y, tímidamente, le tocó la barbilla con la nariz.
– ¿Qué hago? -preguntó Leigh en voz tan baja que S.T. casi no la oyó.
– Tócalo -contestó él.
Ella levantó la mano y acarició las orejas del lobo; este le lamió la cara, haciendo que Leigh se estremeciera y se apartara. Entonces Nemo se inclinó y, con la barbilla metida en el pecho, levantó una de las patas delanteras y comenzó a tocarla con auténtico entusiasmo lobuno. S.T. se acercó más y le dio un cachete en el hocico al tiempo que le gruñía en señal de advertencia. Al instante, Nemo se apartó con el rabo entre las patas, poniendo punto final a aquel breve romance. Se sentó contrito al final de la cama, y luego se acercó con precaución a su amo en busca de perdón. Este lo acarició y le rascó las orejas. El lobo suspiró, se apretó contra él y, con mucho cuidado, le cogió una mano con los dientes.
– Conque intentando robarme a mi dama -dijo S.T. a la vez que cogía la cabeza de Nemo y lo agitaba. Este se instaló entre ellos y rodó sobre sí mismo todo lo que pudo, pese al poco espacio que había entre los dos cuerpos, con los ojos cerrados mientras S.T. le rascaba el estómago. Leigh alargó lentamente una mano y la puso sobre el cuello del lobo; este volvió la cabeza hacia atrás y le lamió la muñeca con su larga y cálida lengua. S.T. la miró-. Ahora ya nos tienes a los dos -le dijo.
El rostro de Leigh, iluminado por la tenue luz de la mañana, permaneció impasible mientras seguía acariciando al lobo. Cuando S.T. retiró la mano, Nemo se volvió hacia ella en busca de más atención. En un momento en que Leigh cesó el rítmico movimiento del brazo, el lobo le puso una pata sobre el estómago y fijó su expectante y solemne mirada en ella. Leigh le devolvió la mirada y su boca comenzó a temblar. Se mordió el labio y se apartó mientras retiraba la sábana.
– ¡Malditos seáis los dos! -exclamó levantándose de la cama.
Eran casi las siete cuando sonó la inevitable llamada a la puerta. El Seigneur se giró en la cama y se tapó la cabeza con una almohada.
Leigh respiró hondo. Ya hacía horas que se había vestido y había desayunado, mientras que él seguía en la cama dormitando como si no hubiera el menor problema. Mientras su corazón latía a gran velocidad, la joven se atusó el vestido, se volvió hacia el espejo del tocador v apoyó un codo sobre él para adoptar una pose despreocupada.
– Pase -dijo en voz alta.
Era el posadero, seguido por el señor Piper.
– Perdonad que os moleste, señora -dijo el primero-, pero…
Un gruñido procedente de la cama lo interrumpió. Todos miraron al bulto de debajo de las sábanas; solo podían ver una amplia espalda, una mano relajada y una maraña de pelo castaño y dorado. La mano del Seigneur se movió para levantar un poco la almohada y volvió a gruñir.
– Disculpad la intromisión, señor, pero…
– Cerveza -masculló el otro desde la cama en tono sepulcral-. Os lo suplico.
– Y ponedle un poco de arsénico -propuso Leigh mientras sonreía con dulzura al posadero. En ese momento miró detrás de él-. ¡Mi querido señor Piper! -dijo levantándose-. Supongo que querréis hablar con mi esposo, pero me temo que aún no se ha levantado. No sabéis cuánto lo siento; no podéis imaginar lo mucho que me hace padecer este hombre.
El señor Piper, un caballero pequeño y orondo con una voz que se asemejaba mucho a la de una rana, inclinó la cabeza.
– Lo siento mucho por vos, señora -dijo con su chirriante tono-, pero creo que se me debe alguna compensación. He de insistir en recibir alguna indemnización, y más ahora que están diciendo que fue mi caballo el que…
– Cerveza -volvió a repetir S.T. desde la cama-. Dios bendito, ¿quién demonios está croando?
– Es el pobre señor Piper, mi querido asno. El hombre a quien robaste el caballo.
– Sí, y casi desfonda a la pobre criatura -añadió este en voz más alta e indignada-. No se ha torcido un tendón por la gracia de Dios. Por si acaso le he dicho al mozo que le pusiera una cataplasma y que lo sacara a caminar despacio durante una hora. Me dicen que está bien, pero parece que tiene algo de debilidad en el corvejón izquierdo.
El Seigneur volvió a gruñir y miró a su acusador desde debajo de la almohada.
– Vaya parlanchín -murmuró cubriéndose de nuevo-. Idos antes de que acabéis conmigo, os lo ruego.
– No pienso irme, señor. Llevo esperando desde las cinco para hablar con vos. Tengo otras muchas cosas que hacer, y encima el agente judicial quiere incautarse de mi caballo -dijo el señor Piper, cada vez más alterado-. Me han interrogado esta mañana como si fuera un vulgar criminal, y eso no me ha gustado nada, señor, absolutamente nada.
– Vaya por Dios, pues claro que no puede haberos gustado -dijo Leigh en el mismo tono conciliador que había empleado la noche anterior con él-. ¿Y quién ha cometido semejante insolencia?
– ¡El agente, señora! Asaltaron un carruaje en la carretera de Romney anoche, y el ladrón montaba un caballo con marcas blancas en cada pata, así que no se les ha ocurrido otra cosa que enviar al alguacil a buscar cualquier jamelgo con marcas blancas que hubiera en la localidad e interrogar al dueño. Como si un honrado hombre de negocios se dedicara a asaltar carruajes después de un agotador día de trabajo. También quieren hablar con vuestro esposo, señora -añadió inclinándose de nuevo ante Leigh-, ya que les he informado de que se llevó mi caballo, lo cual es la pura verdad. Espero por vuestro bien, señora, que les pueda explicar dónde estuvo.
A Leigh le latía tan rápido el corazón que estaba segura de que le temblaría la voz pero, antes de que pudiese decir nada, el Seigneur se incorporó con esfuerzo de la cama y se sentó mientras contemplaba al señor Piper con expresión de profunda repugnancia. Se pasó la mano por la cara y mientras se retiraba el pelo dijo:
– ¿Cuánto he de pagar para que salgáis de esta habitación?
– Treinta guineas -se apresuró a contestar el señor Piper.
El Seigneur repitió con un murmullo la cantidad mientras sacaba los pies de la cama y los apoyaba en el suelo; se cubrió el regazo con la sábana, puso los codos sobre las rodillas y se tapó la cara con las manos. El gruñido de mareo que soltó a continuación consiguió que hasta la propia Leigh se intranquilizara.