– Chemefrega -dijo él en un tono aterciopelado mientras se daba unos ligeros golpecitos con los dedos bajo la barbilla.
Si el francés de Leigh era exiguo, su italiano era inexistente. Aquellas palabras podrían haber sido tanto una maldición como un cumplido de enamorado, pero el pequeño gesto cómico con los dedos fue tan elocuente como si le hubiera hecho burla con la mano sobre la nariz. S.T. apoyó un codo sobre el tocador y comenzó a jugar con un cepillo de marfil. Leigh frunció el ceño mientras contemplaba el reflejo de su amante en el espejo, con esas cejas doradas cuya singular curvatura les daba un carácter que era a la vez maligno y jovial. Su facilidad para expresarse en una lengua extraña lo hacía parecer aún más exótico, aún más distinto del resto de la humanidad; era un loco voluble capaz de extraer diamantes de la oscuridad.
Leigh estaba convencida de que S.T. había recuperado el equilibrio por completo. Desde que habían bajado del barco se movía con facilidad y seguridad, con una libertad y arrojo de los que era imposible no percatarse. Ese enigma médico la intrigaba, del mismo modo que la extraña alquimia de su carácter la fascinaba y, a la vez, la asustaba.
De pronto se oyó un estruendo en el patio del establo. Él volvió la cabeza en señal de alerta, pero lo hizo hacia la puerta, en la dirección equivocada.
No era nada; solo un carro que había volcado o algo parecido. A través de la ventana abierta Leigh oyó el irritado vocerío que llegaba, pero en realidad estaba pendiente del Seigneur. Él observó expectante la puerta durante unos instantes, hasta que cayó en la cuenta del error que había cometido. Entonces miró a Leigh mientras un ligero rubor cubría su rostro.
– Vaya, vaya -dijo ella en voz baja-. Así que, a fin de cuentas, resulta que el señor es un farsante. -S.T. se miró la punta de la bota con expresión muy sería-. No ha sido tu pericia, sino solo la suerte la que te ha sacado del aprieto, ¿verdad? -Él recorrió con un dedo la pluma que había en el tintero del tocador-. Tengo razón -insistió Leigh-. Ha sido pura cuestión de suerte.
– Tengo entendido que hoy empieza una feria equina en el mercado -dijo él muy serio-. Espero que me permitáis que os encuentre una montura, mademoiselle.
A Leigh le resultaba extraño volver a ser una mujer en público, y que la guiaran entre los charcos y la ayudaran a subir escalones. De todos modos, entre las faldas, los manguitos prestados, los zapatos de tacón alto y las empinadas calles adoquinadas, no tenía más remedio que apoyarse en el Seigneur para poder moverse. Al cabo de un rato aceptó subirse a un palanquín, más para evitar torcerse un tobillo que para resguardarse de la fría niebla. Habían dejado encerrado al infeliz Nemo en la habitación, y el Seigneur caminaba junto a ella comportándose con fría cortesía. La luz del sol que atravesaba la neblina hacía brillar su levita y su pelo, convirtiéndolo en un ídolo dorado en medio de todos los deshollinadores ennegrecidos que poblaban las calles.
Una de las antiguas puertas fortificadas de la ciudad se erguía imponente como una oscura cueva entre la niebla. La atravesaron y, tras recorrer algunas angostas calles, llegaron a la plaza del mercado. Leigh bajó la ventanilla del palanquín. La feria de caballos estaba en plena actividad, llena de voces y penetrantes olores. Los animales abarrotaban la plaza en filas desiguales para ser inspeccionados, o dispuestos a demostrar sus buenas condiciones físicas.
– ¿Te gusta alguno? -preguntó S.T. mientras avanzaban muy despacio entre los caballos.
Leigh dio unos golpes en el cristal delantero del palanquín y los portadores se detuvieron ante una bonita yegua zaina. El Seigneur abrió la puerta y se inclinó con un exceso de formalidad. Uno de los portadores se apresuró a ayudar a Leigh a bajar. Varios hombres en mangas de camisa los observaban desde que habían llegado a la plaza, y uno de ellos cogió a la yegua del cabestro y la sacó de la hilera. Sus marcas blancas resplandecieron mientras se movía lentamente entre el bullicio reinante, alejándose y acercándose a Leigh y a S.T. Cuando finalmente se detuvo ante ellos, el Seigneur la estudió con detenimiento.
– Es un animal extraordinario -dijo a Leigh inclinándose un poco para hablarle al oído-, de huesos fuertes y excelente porte. No creo que puedas conseguirla por menos de cincuenta libras.
Leigh frunció el ceño, y él la miró de reojo.
– ¿No dispones de suficientes fondos, Sunshine?
– Lo sabes de sobra -replicó ella en tono cortante.
– Pues es una pena -dijo S.T.-, porque es una yegua de primera.
– Puedo vender este vestido -murmuró Leigh.
– Me temo que no sacarás mucho por él.
– Tú mismo dijiste que valía cuatro guineas. Con eso puedo llegar a Northumberland, y también tengo las perlas.
– Dije que podrías sacar cuatro guineas por todo lo que tenías en la bolsa -alegó él entre susurros-. Y tal vez consigas quince chelines si empeñas las hebillas de los zapatos con el vestido, además de tres libras por la gargantilla de perlas. ¿Quieres que me encargue yo? -le preguntó con cierta crueldad-. Aquí cerca hay una casa de empeño.
Leigh no contestó, tan solo bajó la mirada.
– Claro que también podrías vender tu collar de diamantes -añadió S.T. en tono desenfadado-. Con eso tendrías de sobra.
Ella levantó la cabeza y lo miró asombrada.
– ¿Es que te has vuelto loco? -susurró entre dientes-. Ni lo nombres.
S.T. sonrió.
– Vaya, ¿tanto cariño le has cogido? -preguntó al tiempo que cogía una mano entre las suyas y le daba unas palmaditas-. No te preocupes, querida. Puedo conseguirte otro del mismo lugar.
– ¡No! -dijo Leigh clavándole las uñas en el brazo-. ¡Ni se te ocurra!
S.T. miró al hombre de la yegua, negó ligeramente con la cabeza y siguió andando. El decepcionado comerciante hizo una leve reverencia a modo de saludo y devolvió el animal a la fila. El Seigneur despidió al palanquín y llevó a Leigh del brazo. Se detuvo varias veces más, haciendo que varios caballos desfilaran ante ellos, pero solo los miró un instante. Leigh sabía que, vestidos con terciopelos y sedas, tanto ella como su acompañante eran las personas de aspecto más distinguido de la plaza, por lo que los comerciantes se esforzaban en llamar su atención y presentarles sus animales. El ambiente circense de la feria se intensificó aún más a su alrededor mientras los caballos giraban en círculo y eran obligados a moverse como mejor sabían, al estilo de un batallón de malabaristas que precediesen en su desfile al rey y a la reina.
Sin embargo, un caballo oponía una violenta resistencia a toda esa repentina actividad. A unos metros delante de ellos, justo detrás de un caballo castrado muy alto y negro, un hombre estaba gritando a un gran rucio de un pelaje casi tan blanco como la leche. El caballo atacó con las patas delanteras en cuanto su dueño le exigió que se adelantara. El Seigneur se detuvo al tiempo que ejercía una ligera presión en el brazo de Leigh para que ella también se parase. Esta se alegró de estar a cierta distancia de la lucha que acababa de entablarse. El caballo sacudió la cabeza con tanta furia que hizo que el hombre cayese al suelo. Se formó un círculo alrededor de ambos. El caballo comenzó a atacar y a retirarse alternativamente mientras el hombre tiraba del cabestro. Leigh pensó que actuaba con un entusiasmo muy imprudente, hasta que se dio cuenta de que el caballo llevaba una cadena sobre la nariz y por dentro de la boca, y sus labios y pecho estaban salpicados de sangre.
El adiestrador consiguió esquivar la certera embestida del caballo pero, justo en ese momento, otro hombre golpeó al rucio con un palo sobre la nariz. Este relinchó y se revolvió con ojos de ira; acto seguido, estiró la cabeza y mordió con furia a su atacante en el hombro. El hombre gritó y dejó caer el palo. Entre el griterío y la conmoción de todos los presentes, el caballo lo agito como si fuese una rata en la boca de un terrier. Cuando por fin lo soltó, el hombre se apartó tambaleándose y cogiéndose del hombro mientras mascullaba incoherencias. Entre tanto, el otro había conseguido atar la cuerda del caballo a una anilla de hierro de la pared y salir del alcance del animal. En cuanto todo el mundo se retiró, el caballo se quedó quieto, sudando y sacudiendo la cola con furia, mientras un reguero de sangre caía de su nariz.