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El Seigneur se adelantó y caminó muy despacio rodeando al caballo dentro del amplio círculo que se había formado a su alrededor. El rucio echó las orejas hacia atrás mientras seguía el movimiento de S.T. y respiraba lanzando nubes de vapor al frío aire. Luego, viró bruscamente para apartarse de S.T. y levantó amenazador una pata trasera cuando él se agachó para examinar la parte inferior del animal a un escaso metro de distancia.

– ¿Lo han castrado hace poco? -preguntó a otro hombre que permanecía impasible cerca de él.

– Sí, y ya veis por qué. Está hecho un buen elemento este semental. Yo creo que es español. -Volvió la cabeza y escupió-. No sé de dónde viene, pero ya ha estado en todos los establos de la comarca y en ninguno han logrado doblegarlo. Ha tirado al suelo a todos los que lo han intentado. -Señaló con la cabeza al hombre que acababa de ser mordido-. El pobre Hopkins está intentando domarlo, y el muy idiota pensó que a lo mejor castrándolo lo conseguiría pero, como podéis ver, no ha sido así. Supongo que después de lo que le ha hecho a Hopkins irá directo al matarife. Forma muy buena pareja con el otro negro, ¿verdad? Siempre han estado juntos.

– Sí, muy buena -asintió el Seigneur mientras contemplaba al otro caballo-. ¿Creéis que el señor Hopkins querrá hablar conmigo cuando se recupere?

El hombre volvió a escupir y se rió.

– Seguro que se recupera enseguida en cuanto se entere. ¡Jobson, dile a tu jefe que se mueva y venga a hablar con este caballero!

El pobre Hopkins obedeció con toda la presteza que pudo. Su basto rostro aún se veía demudado mientras se acercaba a ellos.

– Estoy interesado en el negro -dijo el Seigneur señalando con la cabeza al segundo caballo-. ¿Seréis tan amable de enseñarme sus dientes?

Hopkins hizo una señal a un mozo de cuadra y S.T. pudo examinar los dientes del caballo, tocarle las patas, verle las pezuñas, observarlo mientras trotaba cogido de una larga cuerda y comprobar que aceptaba que le pusieran una brida. Todas sus peticiones eran satisfechas al instante.

– Quisiera verlo montado por alguien -solicitó a continuación.

– Por supuesto, como el señor desee, voy a ordenar que le pongan una silla. Pero soy un hombre honrado y mentiría si no os dijese que he adiestrado a este animal para que tire de un carruaje. Si lo que busca el señor es un caballo de monta, tengo…

– Da igual -lo interrumpió S.T.-. Os doy diez libras por él.

– Pero, señor -dijo Hopkins al tiempo que comenzaba a poner mala cara-, no creía que fueseis a hacerme perder el tiempo, milord. Se nota que sois todo un jinete, señor, y sabéis que el animal vale mucho más.

El Seigneur sonrió condescendiente.

– No creo, teniendo en cuenta que también tendré que llevarme esa mala bestia que os acaba de atacar.

Todos los que los rodeaban se echaron a reír. Hopkins los miró enfadado.

– No creo que eso sea necesario, milord. Ya os he dicho que soy un hombre honrado, y soy yo quien tiene que pagar sus errores. No hay dinero suficiente en el mundo para que consienta que alguna criatura inocente tenga que enfrentarse a esa bestia. Yo mismo me encargaré de él, no os quepa la menor duda.

– Estoy convencido de que así será -asintió el Seigneur encogiéndose de hombros-. Está bien, entonces os doy cien por este, buen hombre, con la condición de que vos en persona os lo llevéis de la plaza sin el otro.

Esa sencilla petición pareció dejar perplejo a Hopkins, que dijo malhumorado:

– ¿Acaso creéis que voy a timaros, señor? Antes prefiero colgarme. Me basta con que me deis cincuenta ahora y las otras cincuenta a la entrega. Podéis seguir tranquilamente con vuestros asuntos; os aseguro que el caballo estará en el establo que me digáis antes de que anochezca.

– Señor Hopkins -dijo el Seigneur con paciencia-, no se trata de eso. Tanto vos como yo, y me atrevería a decir que todos los aquí reunidos, sabemos muy bien que este caballo no se apartará del otro sin organizar una escena muy desagradable. Así que, si quiero uno, tendré que llevarme el otro. Estoy decidido a que no saquéis ni un penique del matarife por él.

– Déjalo, Hopkins -dijo alguien-, este caballero tiene ojos en la cara.

– En efecto -dijo S.T. con amabilidad-, y no vais a conseguir nada con vuestras lisonjas.

– ¡Lo que tiene uno que ver! -farfulló el vendedor.

– Os doy doce por los dos -dijo el Seigneur-, y eso porque sois un hombre honrado.

Hopkins parecía malhumorado, pero finalmente aceptó. Tras lanzar una mirada envenenada en dirección a quien había hablado, estiró el brazo para dar la mano a S.T. y cerrar el trato. Él apenas se la estrechó un instante y, a continuación, le pagó con billetes de Rye que sacó de su propia bolsa.

– Ya os mandaré recado diciendo dónde hay que llevarlos -dijo mientras volvía a ofrecerle el brazo a Leigh.

– No se te escapa una -dijo ella en tono irónico conforme se alejaban-. Y estás hecho todo un comerciante de caballos. Si de verdad la pareja no quiere separarse, ¿de qué sirve que lo hayas comprado?

– Conozco a los caballos -dijo él por toda respuesta, ya que estaba observando con mucho interés a otros dos hombres que discutían por un caballo zaino de largas patas que tenía una mancha blanca.

Al parecer, el hombre que sujetaba las riendas del animal quería devolvérselo al otro, y se quejaba con vehemencia de que el caballo se negaba a cruzar por el agua por mucho que se le obligara a hacerlo. Además, la bestia veleidosa había estrellado su nueva calesa contra un árbol al intentar esquivar la barcaza que cruzaba el río. El comerciante se negaba con la misma vehemencia a aceptar que le devolviese el caballo. Conforme fueron subiendo más el tono de voz, el animal comenzó a moverse intranquilo, con las orejas tiesas y la cabeza levantada. El Seigneur miró a Leigh.

– ¿Te gusta para ti? -le preguntó.

– En absoluto. Me temo que de aquí al norte hay unos cuantos ríos.

– De eso ya me ocupo yo.

Ella lo miró sin saber si debía confiar en el aplomo de S.T., que seguía observando al caballo.

– Me gusta el porte que tiene. Te aseguro que con él podrías llegar al norte. Ese pobre petimetre que lo compró está muy nervioso, y puedo sacarle el caballo por una miseria.

Leigh seguía teniendo sus dudas. El dueño del caballo estaba gritando al vendedor, que no estaba dispuesto a quedarse con el animal de ningún modo.

– Puede que coja la diligencia -dijo ella con cautela.

– Así que no me crees.

– Lo único que creo es que estás demasiado pagado de ti mismo.

El Seigneur levantó una ceja.

– ¿Qué os apostáis, madame?

Capítulo 14

Leigh estaba junto a un cercado de forma ovalada, tiritando bajo la vieja levita beis de S.T. Volvía a ir vestida de hombre a petición expresa de él. Tenía la impresión de que llamaba más la atención que antes, cuando nadie había adivinado que era una mujer. Pero, si bien era cierto que recibía numerosas miradas de interés de la pequeña multitud de adiestradores de caballos y granjeros que se amontonaban alrededor de la cerca para ver el espectáculo, valía la pena aguantarlo a cambio de la libertad que suponía llevar botas de nuevo.