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De todas formas, ya se había dado cuenta de que nadie la iba a tocar o a decir ninguna grosería. El excéntrico señor Maitland, el de la espada y las extrañas ocurrencias, parecía gozar de cierta reputación en la ciudad de Rye, población de contrabandistas en la que la audacia y el dinero bajo mano tenían más peso que la propia ley.

El sonido de cascos de caballo se intercalaba con las estridentes llamadas del corcel negro que el Seigneur había comprado esa mañana. El animal trotaba de un lado a otro del cercado y, a cada momento, se acercaba a la parte que estaba más cerca de un prado situado a cierta distancia, en el que se encontraban el otro caballo salvaje junto al zaino de la mancha blanca; ambos iban de un lado a otro de la valla con las colas levantadas.

El Seigneur estaba en el centro del pequeño cercado con un largo látigo en la mano. Iba en mangas de camisa pese al frío reinante; la levita de terciopelo y el chaleco bordado reposaban en los brazos de una lechera que lo observaba todo con los ojos muy abiertos sentada sobre el tocón de un árbol. El caballo no hacia ningún caso a su nuevo amo, y levantaba nubes de tierra cada vez que arqueaba el cuello y se lanzaba trotando de un extremo al otro del cercado en un intento desesperado de reunirse con los otros dos. Al llegar a la valla se detenía, viraba y galopaba en sentido contrario.

– Fíjate en esto -dijo el Seigneur en voz baja. Se dirigía a Leigh sin prestar la menor atención al caballo, tal como este hacía con él-. ¿Crees que este animal me hace algún caso?

Justo en esos momentos el caballo pasó muy cerca de él resoplando en el gélido aire.

– No -contestó Leigh-, parece que no.

– Fíjate bien, entonces. Voy a enseñarte algo que no es pura suerte, Sunshine.

Ella se inclinó sobre la valla. Nemo le dio con el hocico en la cintura y Leigh le acarició la cabeza; luego, el lobo se sentó junto a ella y se apoyó en su pierna.

– Lo primero que quiero que sepa -explicó S.T.- es que no está aquí solo.

Alzó el látigo, que duplicaba la longitud de su ya de por sí largo y duro mango, y lo chasqueó con fuerza contra el suelo. El crujido hizo que el caballo se estremeciera, pero tras mirar un instante a S.T. siguió trotando por el cercado. Lo hizo sonar de nuevo y, esa vez, cuando el caballo se aproximó a él a toda velocidad circundando el corral, dio unos pasos a un lado como si quisiera cruzarse en su camino. El animal se frenó con ojos asustados y, tras volverse, continuó en dirección contraria. Tras completar una vuelta al recinto, S.T. dio un paso adelante chasqueando de nuevo el látigo y haciendo que el rucio volviese a cambiar de dirección. Este dio una vuelta más por el cercado y después dejó caer todo su peso sobre la grupa como si quisiera pararse y llamar a los otros, pero el Seigneur se movió tras él blandiendo el látigo y obligó al animal a proseguir sin llegar en ningún momento a tocarlo o a aproximarse mucho.

– ¿Sabe ahora que estoy aquí? -preguntó.

Leigh observó al caballo, que llevaba la cabeza muy alta mientras galopaba y resoplaba con fuerza.

– Parece que no mucho -contestó ella.

– Bien. Fíjate en que no deja de mirar más allá de la valla. No está pensando en mí, sino en tomarse un ponche y jugar una partida de cartas con sus amigos. -De nuevo se hizo a un lado y obligó al caballo a virar con la ayuda del látigo-. No quiero que sea la valla la que lo retenga aquí, sino su propio interés por quedarse. ¿Cómo puedo conseguir eso?

Leigh frunció un poco el ceño.

– ¿Vas a pegarle?

– Qué conjetura más absurda, querida mía. ¿Acaso querría quedarse si le hago daño? Si lo hiero nunca querrá, pero si hay otro motivo, como que se fatiguen sus pulmones o le duelan los músculos, y yo soy el sujeto agradable que le deja descansar, entonces podremos entablar negociaciones y comenzar a entendernos.

Volvió a agitar el látigo y dio otro paso para obligar al caballo a virar. Leigh observó la expresión de relajada concentración de su rostro, la forma en que nunca apartaba la mirada del animal mientras hablaba, y la facilidad con que manejaba el látigo. Cada movimiento que hacía era fluido y deliberado.

– De momento solo quiero controlar una cosa: la dirección en la que va -siguió explicando S.T.-. Esa es la lección que tiene que aprender ahora; que puede correr como el diablo, y cuanto más rápido mejor, pero tiene que hacerlo en la dirección que yo quiero, girarse cuando se lo indico, y no parar a menos que yo se lo permita.

Hostigaba al caballo cada vez que este mostraba la menor intención de reducir el paso, obligándolo a que diera la vuelta y corriese en la dirección contraria siempre que parecía prestar atención a lo que hacían los otros dos caballos más allá de la valla. Repitió la operación una y otra vez hasta que el caballo comenzó a respirar con mayor dificultad. Dejó de llamar a los otros dos, ya que cada vez estaba más pendiente del látigo y de los movimientos de ese hombre que también estaba en el interior del cercado. Al cabo de un cuarto de hora, el Seigneur ya solo tenía que levantar el látigo y señalar con él hacia donde se dirigía el caballo para que este se detuviera, virara y continuara en el sentido opuesto.

– Observa cómo se gira cuando cambia de dirección -dijo el Seigneur a Leigh-. ¿Ves?, siempre es hacia fuera, hacia la valla, apartándose de mí. Todavía preferiría no estar aquí encerrado conmigo. Quiero que empiece a girarse hacia dentro, con la cabeza hacia mí. Quiero que aprenda que es mejor para él prestarme atención en lugar de seguir corriendo como un loco.

La siguiente vez que se interpuso en el camino del caballo, mantuvo los hombros relajados sin levantar el látigo, pero el animal derrapó y, girándose, volvió a inclinar la cabeza hacia fuera. Entonces S.T. levantó el látigo y siguió dirigiéndolo con su insistente chasquido.

– Esta vez no ha habido suerte. Tendré que pedírselo de nuevo -explicó-. Le estoy dando una oportunidad, ¿te das cuenta? -Bajó el látigo y se colocó una vez más delante del animal-. Estoy tranquilo, sin chasquear la lengua ni usar el látigo. Le estoy ofreciendo hacer una pausa.

En esa ocasión el caballo dudó un instante y levantó la cabeza en dirección a él antes de apartarse una vez más.

– Así. Ya lo está pensando.

Volvió a moverse sin levantar el látigo y, sorprendentemente, el fatigado y sudoroso caballo se detuvo con las patas delanteras hacia dentro y la grupa hacia la valla, tras lo cual dedicó una rápida mirada al Seigneur y al látigo antes de retomar el trote en dirección contraria. Hubo un leve murmullo de asombro por parte de todos los presentes. Entonces S.T. volvió a obligar con el látigo al caballo a que diese unas vueltas más, y después bajó el brazo. Al instante el animal se detuvo ante él y lo miró fijamente mientras se le contraían y expandían las ijadas por el cansancio.

– Chico listo -le dijo S.T. en tono afable, antes de dar dos pasos a un lado.

El caballo movió la cabeza para seguirlo con sus enormes ojos negros fijos en él. Entonces el Seigneur fue en la otra dirección con el mismo resultado. Siguió andando y el caballo lo fue siguiendo con la cabeza hasta que tuvo que mover las patas traseras y volverse para no perderlo de vista; de ese modo terminó justo en la posición contraria a la que había empezado.

– ¿Me hace caso ahora?

Leigh no pudo reprimir una sonrisa.

– Sí, ahora sí.

Un relincho lejano hizo que el caballo levantase la cabeza y la doblara. Al instante, antes de que el animal pudiese responder a la llamada, el Seigneur chasqueó el látigo para que volviese a galopar por el cercado. Una vez hubo completado una serie de vueltas, S.T. bajó la fusta para darle la oportunidad de que se detuviese, cosa que el animal hizo entre fuertes resoplidos y mientras lo miraba fijamente y se aproximaba a él.

Justo en ese momento llegó otra débil llamada desde la lejanía. El jadeante rocín negro levantó la cabeza como si fuese a responder, pero entonces oyó el chasqueo de lengua del Seigneur y de forma abrupta la bajó. El caballo pareció sopesar las opciones que tenía, y se atrevió a lanzar otra fugaz mirada en dirección al lejano prado. El Seigneur volvió a chasquear la lengua y levantó el látigo, haciendo que el animal sacudiera un poco la cabeza ante la advertencia hasta que, finalmente, relajó el cuello. Se acercó despacio a S.T. en señal de rendición absoluta y se paró con la cabeza agachada junto a él, que le rascó las orejas mientras le susurraba palabras de felicitación.