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El público rompió a aplaudir. El estrépito hizo que el caballo levantase la cabeza un instante, pero la bajó enseguida y empujó con delicadeza el brazo del Seigneur. Cuando echó a andar hacia la valla, el animal lo siguió como si fuese un enorme perrito. Hizo caso omiso de los constantes relinchos que llegaban del prado. Leigh sintió algo extraño en el pecho al contemplar aquella escena. El Seigneur era en verdad un hombre extraordinario.

Cuando S.T. presentó el caballo a Nemo, el caballo le prestó al lobo la misma atención que dedicaría a un gato de corral. Después de eso, S.T. no tuvo problema alguno para ensillarlo y montarlo. Cabalgó en el interior del cercado y después salieron fuera, en la dirección opuesta a aquella de la que provenían las llamadas de los otros caballos. Montura y jinete se perdieron de vista.

Cuando regresaron, S.T. desmontó y bebió un gran trago de agua de una taza de asa larga que alguien le ofreció. Un montón de voluntarios se ofrecieron a coger el caballo y ocuparse de él. Todo el mundo esperaba a ver si haría lo mismo con el corcel salvaje.

– En la posada nos han preparado una cesta con comida -dijo a Leigh-. Deberías comer algo -añadió, y luego se dirigió a Hopkins-. Traedme a ese diablo como mejor podáis.

Mientras Leigh y el Seigneur almorzaban en silencio bajo un árbol, la mitad de los lugareños allí reunidos se acercaron para no perderse el nuevo espectáculo. Consiguieron meter al animal en el cercado formando una cadena humana a ambos lados del camino para bloquearlo, tras azuzar a los dos caballos para que salieran del prado y avanzaran por el sendero hasta llegar al cercado. Una vez dentro, alguien cogió al dócil zaino y lo llevó para que esperase junto al negro.

El caballo salvaje dio vueltas junto a la valla durante unos minutos, haciendo que los espectadores se apartaran, y, a continuación, agachó la cabeza para pastar. Movía las orejas adelante y atrás con furia mientras arrancaba la hierba con rápidos tirones. El Seigneur se puso en pie y ofreció la mano a Leigh. Ella permitió que la ayudara a incorporarse y a que, con sus fuertes y cálidos dedos sujetándola del codo, la condujese a cierta distancia de los espectadores que se agolpaban alrededor de la valla. A continuación, S.T. miró fijamente al caballo con el ceño fruncido. Era un ejemplar magnífico pese a las cicatrices ensangrentadas de la cara, tan pálido como la luz de la luna sobre el hielo y con una larga crin enmarañada y una cola que barría el suelo. Cuando cualquier distracción le hacía levantar la cabeza, sus grandes ojos pardos se veían muy blancos, y arqueaba el cuello de una forma que le daba el aspecto de una fiera y noble montura sacada de algún cuadro de un rey guerrero.

– Tan solo recuerda que te tiene miedo -murmuró S.T.

– ¿A mí? -preguntó Leigh, atónita.

– Sí. Ya has visto lo que he hecho con el otro. Tú puedes hacer lo mismo con este.

– ¿Te has vuelto loco?

– En absoluto. Te he enseñado a hacerlo, y has podido comprobar que, después de todo, no se trata de suerte -dijo él con una ligera sonrisa.

– Por el amor de Dios, no pienso meterme ahí dentro con ese animal.

El Seigneur la miró con expresión de estar sorprendido, y un tanto decepcionado, ante semejante negativa.

– Te tiene miedo -repitió.

– ¡Ha atacado a un hombre!

– ¿Y qué harías tú si alguien te cogiera y te pegara en la cara?

Leigh tomó aliento y soltó una risa nerviosa. Luego miró a S.T.

– Ya sé que te he insultado, pero ¿quieres arrojarme a una muerte segura para que expíe mi culpa?

– ¡Estás asustada! -exclamó él impostando un tono de sorpresa-. ¡La joven que quiere matar al reverendo Chilton está asustada!

Leigh le dio la espalda.

– No es lo mismo -dijo.

– ¿Y cómo puedes estar tan segura? Cuando estés ante Chilton, ¿cómo sabes que tendrás fuerzas para llevar a cabo tu propósito si no las tienes ahora?

Leigh se volvió hacia él como movida por un resorte.

– ¡No es lo mismo! ¡A él lo odio!

– Hace falta algo más que odio para matar a un hombre inteligente, Sunshine -afirmó S.T. de manera tajante-. Hace falta cerebro. Intento enseñarte algo que puedas usar en tu provecho. Ese caballo es un arma, si tienes el valor suficiente para adiestrarlo.

Leigh frunció el ceño y miró a la bestia salvaje que trotaba bordeando el cercado.

– Creía que a mí me correspondía el caballo zaino -dijo al fin.

S.T. negó con la cabeza.

– El zaino sirve para pasear, pero este… Dios mío, míralo. Es magnífico. Demuéstrale que tienes valor y confianza en ti misma y te llevará hasta el mismo infierno si se lo pides.

Justo en esos momentos el caballo estiró todos los músculos de su cuerpo con enorme poderío, dio una coz al aire y echó a galopar por todo el cercado con la cola al viento. Leigh volvió a notar esa extraña sensación en el pecho mientras observaba la expresión embelesada del Seigneur al verlo. Quería ese caballo para él, pero estaba obligándola a aceptarlo para sí. S.T. la miró muy serio y expectante con sus ojos verdes. De pronto, Leigh se sintió indefensa; esa debilidad que se acumulaba en su interior impedía que le salieran las palabras y su maldito labio inferior amenazaba con echarse a temblar. S.T. le cogió una mano, puso el látigo en ella y cerró sus dedos alrededor de la empuñadura de cuero.

– Yo te ayudaré -dijo-. Te iré diciendo qué tienes que hacer.

Leigh miró al suelo mientras intentaba por todos los medios controlar el revelador temblor de su boca.

– No me importa en absoluto si ese maldito caballo me mata -murmuró. Dejó caer el extremo del látigo hasta que descansó sobre la mullida hierba y, a continuación, levantó la cabeza y miró al espléndido demonio que la aguardaba en el cercado-. Me importa un comino lo que pueda pasarme.

S.T. la observó mientras saltaba la valla y caminaba hasta el centro del cercado. No estaba muy seguro de por qué había insistido tanto en que lo hiciera. Él podría adiestrar al caballo más rápido y mejor y, además, quería hacerlo; quería ayudar a aquel animal embrutecido y beligerante a aprender que se podía confiar en una persona.

Pero Leigh pensaba que él era un fraude, que todo era una mera cuestión de suerte, así que, en lugar de encargarse él de domar al caballo, prefería que fuese ella quien tuviera que pasar por ese trago. Quería que fracasara; de ese modo después él podría enseñarle a hacerlo. No temía por su seguridad, ya que el animal no era aún un caso perdido. No era salvaje y feroz por naturaleza, sino un semental lleno de vida e inteligencia que había tenido la desgracia de ser siempre tratado muy mal y había aprendido todos los trucos para frustrar cualquier intento de domarlo. Castrarlo había sido un crimen y un lamentable desperdicio, pero esos flemáticos ingleses nunca sabían qué hacer con los sementales, así los emasculaban y los enganchaban a un carruaje. Por lo menos Hopkins, o algún otro idiota como él, no había podido cortarle la cola. Probablemente no habría conseguido sujetar el caballo el suficiente tiempo para hacerlo.

La actitud del caballo, que tenía las orejas tiesas y resoplaba de forma regular mientras miraba fijamente a Leigh, no parecía entrañar ningún peligro para ella. Se sentía libre, al menos de momento, además de un tanto curioso. Todavía tenía sangre seca en el rostro y el cuello. Daba la impresión de que hacía semanas que no lo cepillaban; los pegotes de barro y las manchas de hierba estropeaban el pálido pelaje, pero, pese a todo, seguía siendo el animal más precioso que había visto desde que había perdido a Charon. En la feria había destacado cual Galahad mugriento entre la chusma.