– Da un paso en línea recta hacia él -dijo S.T. con suavidad-. Si empieza a retroceder, no lo persigas. Aléjate tú antes de que lo haga él.
Leigh obedeció. El caballo irguió la testa con aire de sospecha. Ella dio otro paso. S.T. se puso en tensión al ver que también lo hacía el caballo, pero la joven vio las señales a tiempo y se dio la vuelta para alejarse. El rocín agachó la cabeza y la siguió a pocos pasos de distancia.
La joven se detuvo. El caballo también. Una vez más, Leigh dio unos pasos hacia él. El animal dio señales de nerviosismo, apartó la cabeza, y volvió a centrar su atención en ella cuando se escabulló en silencio.
– Eso es -murmuró S.T. -. Así se hace.
Poco a poco, el caballo le permitió aproximarse más. Cuando estaba apenas a unos centímetros de distancia, S.T. le dijo que se alejase. Y el rocín fue tras ella.
Leigh volvió a ponerse de frente y a dar unos pasos lentos hacia delante. En varias ocasiones, el caballo estuvo a punto de darse la vuelta y salir a todo correr; en todo su cuerpo tembloroso se leía la indecisión, en la forma de levantar la cabeza y torcer el hocico hacia un lado, pero a continuación volvía a dirigirlo hacia los suaves chasquidos de advertencia que ella le hacía. S.T. vio que el caballo lo intentaba con todas sus fuerzas; temeroso de Leigh y cansado de correr, luchaba por dominar sus propios miedos.
– Deja que se acerque. Que sea él el que decida. Date la vuelta.
Leigh volvió la espalda al caballo, que dio un paso y la miró con aire de duda. A continuación, tras soltar un gran suspiro, bajó la cabeza y se desplazó hacia delante hasta dejar el pobre hocico magullado a tan solo unos centímetros de la manga de la joven. Era su forma de pedir descanso y consuelo.
– Muy despacio -murmuró S.T.-. A ver si puedes tocarle la cabeza.
Leigh alzó la mano. La cabeza del animal se irguió de nuevo al instante y la contempló con sus ojos de un castaño líquido. La joven la dejó caer, y el caballo se relajó de inmediato. Alzó la mano una vez más, y esta vez el rucio no se apartó, se limitó a levantar un poco el hocico. Con suavidad, tocó la frente manchada de sangre. El caballo, nervioso, movió las orejas hacia delante y hacia atrás, con los ollares todavía dilatados por la rápida respiración. Pero el animal se mantuvo inmóvil.
La joven deslizó la mano hacia abajo, rozándole apenas el hocico. Le tocó las orejas y recorrió su cuello con la mano como S.T. había hecho con el otro caballo. El rebelde se mantuvo erguido, con los flancos temblorosos. Leigh le frotó las crines. El caballo volvió la cabeza y le presionó la mano un poco, como si le pidiese un masaje más vigoroso.
– Dios mío -dijo la joven con la voz quebrada-. Dios mío.
Entreabrió la boca y se la cubrió con la mano para detener un sollozo repentino y lleno de angustia. Se apartó un paso, y el caballo levantó la cabeza, sorprendido; a continuación se dio la vuelta y fue tras ella. Se detuvo con el hocico a la altura de la cintura de la joven; ahora su respiración era más calmada.
De improviso, Leigh se volvió y comenzó a alejarse a grandes zancadas. Su rostro estaba pálido, como si acabase de presenciar un terrible accidente. El caballo fue tras ella. Cuando la joven se detuvo y se dio la vuelta, el rebelde hizo lo propio a su lado.
Nadie pronunció palabra.
– Mira cómo estás -exclamó Leigh con voz quebrada. Volvió a cubrirse la boca con una mano y alargó la otra hacia el animal. Mientras le frotaba las orejas, el caballo meneó la cabeza despacio-. ¡Mírate!
Las lágrimas empezaron a caer por su cara. La expresión de su rostro se alteró hasta resquebrajarse y convertirse en algo salvaje y horrible. Permaneció allí, con el cuerpo sacudido por silenciosos sollozos, mientras acariciaba las crines del caballo.
S.T. se sintió como si de golpe se le hubiese cortado la respiración y estuvo a punto de saltar al otro lado de la cerca.
Pero no lo hizo, se había quedado paralizado. Entre susurros le dijo:
– Intenta rodearle el cuello con los brazos.
Y así lo hizo la joven, entre hipidos angustiados. Cuando él se lo ordenó, se agachó y cogió uno de los cascos delanteros del animal, que permaneció tranquilo y se limitó a rozarla con el hocico cuando doblaba el cuerpo. La joven no dejó de llorar mientras rodeaba al animal e iba cogiéndole las patas una a una. S.T. le dijo que se alejase de nuevo, y el rucio la siguió tranquilamente sin apartarse de su lado.
Cuando el animal se paró plácidamente junto a ella, la joven lo miró como si fuese algo horrible, como si fuese una visión extraña y aterradora. Tenía el rostro húmedo, bañado en lágrimas. Tragó saliva con dificultad.
– ¿Cómo pudo suceder esto? -De nuevo acarició el rostro del animal, el cuello y las orejas, a la vez que no cesaba con su suave gimoteo-. ¡Dios mío, qué precioso eres! ¿Por qué vienes a mí?
Se secó las lágrimas con el brazo. El animal la rozó con el hocico. Leigh sacudió la cabeza y estalló en incontenibles sollozos.
– ¡Yo no quería esto! -Apartó la cabeza del animal, como si quisiese alejarla de ella, pero solo consiguió que la moviese un poco y luego volviera a situarla frente a ella-. ¡Y no lo quiero!
Se cubrió el rostro con las manos; sus hombros se sacudían con estremecimientos. El animal restregó el hocico contra el cuerpo de la joven e intentó frotarse la cara en su abrigo.
Leigh se dejó caer de rodillas, con el rostro hundido entre las manos. S.T. se movió por fin; cogió impulso y saltó por encima de la valla. Tuvo que hacer inauditos esfuerzos para contenerse y no echar a correr hacia ella; debía moverse con gestos deliberadamente lentos para no asustar al caballo.
El rebelde alzó la cabeza sorprendido por el nuevo intruso y dio un par de pasos hacia atrás. El hombre irguió la barbilla y le habló con brusquedad para alejarlo. Recogió el látigo del lugar en el que Leigh lo había dejado caer y forzó al animal a dar vueltas a medio galope alrededor del cercado.
– He tenido que obligarlo a alejarse -comunicó absurdamente al bulto que yacía a sus pies-. Tienes que levantarte, Sunshine; es demasiado peligroso. -La agarró del brazo y tiró de ella con suavidad-. Levántate, cariño, no puedes quedarte ahí tumbada.
Leigh alzó el rostro y el hombre sintió una punzada de auténtico dolor al ver toda la angustia y el aturdimiento que se reflejaban en él. La hizo ponerse en pie, al tiempo que dejaba caer el látigo. El rocín, al instante, inició un trote hacia el interior del círculo y se dirigió a donde ellos estaban. Leigh, al verlo, soltó otro enorme sollozo, y hundió el rostro en el pecho de S.T., mientras se aferraba a su chaqueta.
– ¡Maldito seas! -gritó con la boca hundida en su hombro-. ¿Por qué me has hecho esto? -Cerró el puño y lo estrelló contra el cuerpo del hombre, al tiempo que repetía-: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
S.T. se sintió lleno de impotencia, mientras la ceñía contra sí con un brazo y con el otro acariciaba la cabeza que el caballo le ofrecía. El animal parecía aceptar con naturalidad aquel tono de histeria en la voz de la joven; se adaptó a él con la misma rapidez que a la presencia de S.T.
– Está bien -dijo el hombre entre murmullos-. Está bien.
– ¡No, no lo está! -gritó Leigh junto a su pecho-. ¡Te odio! -Lo agarró de la chaqueta-. Ni te quiero a ti ni quiero esto. -Respiraba como si no tuviera aire suficiente-. ¡No… no lo soporto! -gritó, y su voz se quebró hasta convertirse en un agudo gimoteo, más propio de una niña histérica.
S.T. no respondió. Se quedaron los tres allí en el centro del cercado, con veinte pares de ojos clavados en ellos. Él le besó el pelo, pronunció palabras incoherentes y se apartó un mechón de su propio cabello de la cara con un soplo. La sentía blanda y temblorosa contra él, como si la muchacha hubiese perdido la capacidad de controlar su propio cuerpo.
– ¿Quieres sentarte? -le preguntó, al tiempo que le acariciaba la espalda-. ¿Quieres que sea yo quien termine esto?