El reverendo Jamie Chilton podía llamarlo su Santuario Divino, pero desde hacía ya algunos siglos al lugar se lo conocía por el nombre de Felchester. En principio había sido un acuartelamiento romano en la calzada de los Peninos, desde el que casi se divisaba la muralla pagana de Adriano, pero más adelante se convirtió en plaza fuerte durante el mandato danés. Los normandos no lo consideraron un lugar apropiado para construir un castillo, pero el mercado semanal y el vado del río lo mantuvieron vivo hasta entrado el siglo XV, tiempo suficiente para tener un golpe de suerte poco habituaclass="underline" un nativo del lugar que había emigrado a Londres y regresó rico a su tierra. Ese orgulloso ciudadano había hecho construir un puente de piedra sobre el río, con lo que la existencia de Felchester como ciudad quedó asegurada.
S.T. sabía todo aquello gracias a Leigh. Lo que no había esperado era el encanto de aquel lugar, enclavado como estaba al pie de un páramo enorme y sombrío, situado entre los cerros y el río. Las vulgares casas de pizarra características del norte aparecían suavizadas; algunas de ellas estaban enyesadas y encaladas, sus imponentes siluetas oscurecidas por un exuberante entramado de árboles frutales desnudos y los invernales restos rojizos de las trepadoras. En aquel día claro de finales de enero, grandes zonas soleadas se extendían por la ancha calle principal y daban calidez a aquel valle resguardado.
S.T. se sintió muy visible con su sombrero puntiagudo y la capa de lana gruesa color brandy. Según parecía, los visitantes que acudían a aquel pueblo modelo del reverendo Jamie Chilton vestían atuendos eclesiásticos y portaban libros de himnos en lugar de espadas.
– Yo lo intento con tanto, tanto esfuerzo… -decía el señor Chilton en ese momento. Tras una hora de entusiasta exposición, su cabello pelirrojo salía disparado en todas direcciones sobre la cabeza, cubierta por una capa tan gruesa de polvos que el color natural del cabello se había convertido en un extraño tono albaricoque pálido-. Caballeros, soy muy sincero con vosotros. No podemos esperar el paraíso en la tierra. Pero, ahora, quiero que echéis una ojeada a nuestra humilde morada. Sed bienvenidos y quedaos con nosotros esta noche si así lo deseáis, cualquiera de nuestros miembros puede dirigiros al dormitorio de invitados.
Los clérigos visitantes presentes en la estancia sonrieron e hicieron gestos de asentimiento. Chilton dirigió una sonrisa particularmente acogedora a S.T. y le ofreció la mano. Su rostro pecoso hacía que pareciese joven y anciano a la vez. Durante un instante miró sin pestañear directamente a los ojos de S.T.
– Me alegra mucho que hayáis venido -dijo-. ¿Estáis interesado en la filantropía, señor?
– Solo siento curiosidad -respondió S.T., que no tenía ganas de que lo obligasen a hacer entrega de una donación-. ¿Hay un establo en el que pueda alojar a mi caballo?
Era el único que había llegado con su montura. El resto lo había hecho en el sencillo carromato del santuario, que los había recogido frente a la iglesia de Hexham, a catorce millas de distancia.
– Por supuesto, podéis llevarlo a las caballerizas, pero me temo que tendréis que ser vos quien se encargue de él. Como os he dicho, esa es la regla aquí, caballeros, la responsabilidad. Cada uno tiene que valerse por sí mismo. Aunque, como veréis, todo el mundo es de lo más complaciente y servicial si se los necesita. -E indicó con un gesto la espada de S.T.-. Os pido que dejéis eso también en el establo, querido señor. Aquí, en nuestras calles, no hay necesidad de esas cosas. Ahora, tengo que abandonaros a vuestra suerte y atender los preparativos para mi servicio del mediodía. Venid a la casa parroquial dentro de una hora a tomar una taza de té. Espero que después asistáis a los oficios en nuestra compañía, y que continuemos nuestra charla.
Cuando el grupo se dispersó, S.T. agarró las riendas de Siroco y condujo al paciente caballo negro calle mayor abajo en la dirección que Chilton le había indicado. Al pasar a su lado, devolvió la inclinación de cabeza y la sonrisa a una joven pastora. Su rebaño de tres ovejas blancas daba un aire pastoral a la escena, como si fuese sacada de un dibujo sentimental. Una pareja de niñas, con gorros y capas iguales a los de sus mayores, intercambiaron risillas mientras llevaban un cubo de leche entre las dos.
Las féminas del Santuario Celestial, por lo que él había podido ver, se entregaban a sus tareas con buen ánimo. A través de una puerta abierta al otro lado de la calle oyó que alguien cantaba.
En el establo todavía se sentía el frío de la noche, vacío como estaba de hombres y bestias, aunque escrupulosamente limpio. Introdujo a Siroco en el primer cubículo, levantó heno con la horquilla y sacó agua con la bomba. El caballo metió el hocico en el comedero, y se limitó a mover una oreja hacia atrás cuando S.T. colgó la silla. Tras un momento de indecisión, decidió que no tenía ninguna obligación de obedecer a Chilton, y salió con la espada todavía puesta.
Se quedó en la puerta de las caballerizas, y pensó en la mejor forma de reconocer el terreno. Quería terminar con aquello cuanto antes, pero hasta ahora nada era como él había imaginado. Nadie en aquel lugar parecía oprimido; allí no se apreciaba maldad alguna en el ambiente… y Chilton, bueno Chilton no parecía más que un embaucador y un cruzado de la fe de lo más aburrido, a juzgar por el largo discurso sobre moral y métodos con los que les había dado la bienvenida aquella mañana a todos ellos.
Podía resultar un tanto difícil asesinar al sujeto, aunque S.T. tenía razones para sospechar que se alegraría de hacerlo tras soportar un servicio del Santuario Celestial y una tarde entera de aquella filosofía de andar por casa de Chilton.
S.T. trató de conjurar la imagen de Leigh; su rostro tenso, el cuerpo tembloroso mientras le contaba lo sucedido en aquel lugar. Pero lo único que recordaba con claridad era el sonido de su voz cuando lo vilipendiaba por sus fallos.
Empezó a preguntarse si ella era suficientemente racional. O si lo era él. El dolor podía destrozar la mente. Quizá aquello no hubiese sucedido, quizá nunca hubiera existido esa familia, quizá no hubiese perdido ni a un padre, una madre o unas hermanas.
Sabía que debía olvidarse de Leigh Strachan.
Pero allí estaba.
La calle mayor se ensanchaba al llegar al crucero del mercado; por un lado se abría hacia el puente, y por el otro, a una amplia y elegante avenida rodeada de frondosos árboles. Al final de la avenida, encaramada al empinado flanco del páramo, había una bella mansión de piedra plateada, coronada por una cúpula de cobre y una grácil balaustrada.
S.T. se detuvo.
Aquello lo había visto antes. En una acuarela pintada por una chica joven, él había vislumbrado aquella fachada simétrica con sus altas ventanas, majestuosa, bella, cálida e íntima.
«Silvering, Northumberland, 1764.»
La hierba crecía alta a través de las imponentes verjas de hierro forjado. Allí, al final de una espléndida avenida privada, un grupo de pulcras casas ascendía por la ladera hasta la joya que la coronaba: Silvering, que aislada y descuidada, se erguía sola, como una anciana cortesana orgullosa que todavía se acicalase con polvos y pinturas de colores desvaídos.
S.T. sintió una ardiente añoranza de Leigh, un dolor insoportable en lo más profundo de la garganta. Estar allí y mirar aquel lugar en el que una vez resonó su risa -una risa que él jamás había escuchado- le hizo sentir una soledad insoportable, unos celos solitarios.
Allí habían sido una familia. Él había visto los dibujos y había sido testigo de la profundidad del dolor de Leigh por la pérdida.
Quería…
Unión. Lazos familiares. Quería todo lo que aquella casa había sido. Un hogar, y algo con que llenarlo.
Quería a Leigh, y todo aquello que ella se negaba a darle.
Pero no funcionaría. Lo vio con claridad, de pronto, allí, ante aquella deshabitada mansión. No habría forma de reparar el lazo que unía su cuaderno de dibujo y aquella casa llena de maleza. Todo aquel sufrimiento había deformado su mente, su corazón y sus recuerdos; había pervertido la realidad hasta convertirla en una obsesiva búsqueda de venganza que la había impulsado a cruzar el mar hasta Francia. Fuera lo que fuese lo que le hubiese sucedido a su familia, y tanto podía creer que a aquellas alegres jóvenes les hubiesen dado muerte como que pudiesen resucitar, el mundo dibujado en aquellas acuarelas había desaparecido.