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– ¡Vete a la mierda! -murmuró S.T., y de un tirón soltó la mano.

Palabra Verdadera la buscó a tientas, la atrapó y se la llevó a la mejilla. Todo el mundo los miraba. Bajo el peso de aquel escrutinio colectivo, S.T. tomó aliento y se resignó a aquel gesto de cariño, a la vez que sentía que un intenso rubor se extendía por su cuello y su rostro.

Chilton lo miró fijamente y le sonrió. No continuó con el sermón, como había hecho en el resto de los casos, se limitó a mirar a S.T. sin parpadear.

– Percibo el poder -susurró en medio del expectante silencio-. Percibo el poder de curación que emana de vuestra persona, señor Bartlett, que llega hasta mí, hasta el hombre llamado Palabra Verdadera. ¡Que alcanza a todos los presentes! -Levantó los brazos y gritó-: ¿Lo sentís?

Un murmullo que nació en la parte de atrás de la iglesia comenzó a extenderse. S.T. notó un cosquilleo en las palmas, un leve picor que fue en aumento y se convirtió en una sensación que jamás había experimentado. Le picaba el cuero cabelludo y los brazos; una extraña sensación se adueñó de su cuerpo, una especie de pulsación horrible, como si todos los músculos se hubiesen vuelto blandos y él no pudiese controlarlos. En la seda púrpura, ante sus ojos, extrañas formas empezaron a relucir y a fundirse entre sí.

Oía gemidos y lloros a su alrededor. La voz de Chilton cada vez más alta lo llamaba; lo llamaba por su nombre. La desagradable sensación aumentó. S.T. pensó que iba a perder el conocimiento, que los dibujos sobre la seda iban a crecer y aumentar hasta aplastarlo.

– ¡Entrégamelo! -gritó Chilton-. Traspásamelo a mí, no sufras; ven a mí. ¡Deja que el poder llegue hasta mí!

S.T. soltó de un tirón la mano del clérigo. Al instante, la profunda sensación desapareció; solo quedó el leve picor en cada cabello y el molinete de chispas delante de sus ojos. Se puso en pie a ciegas, impulsado por el deseo de librarse de aquello, pero Palabra Verdadera se aferró a él. S.T. parpadeó y descubrió a Chilton justo delante de él, mientras las siluetas brillantes desaparecían de sus ojos.

– Traspásamelo -gritó Chilton, al tiempo que alargaba la mano hacia él-. Entrégame tu vitalidad para que yo la utilice como debe utilizarse.

S.T. levantó el brazo libre para apartar al hombre, y entre ellos apareció un arco de luz que, de un salto, recorrió la breve distancia que separaba sus dedos de los de Chilton. El dolor hizo que S.T. se echase hacia atrás entre maldiciones.

El extraño escozor de su cuero cabelludo se esfumó. La congregación completa exhaló un gemido, un sonido único, como el de un enorme animal en sus últimos instantes de vida.

– ¡Paloma de la Paz! -llamó Chilton con voz atronadora.

La figura arrodillada al frente de la iglesia se irguió y se acercó hacia ellos. S.T. distinguió el juvenil y bello rostro de la muchacha, que fijó en los de Chilton unos ojos llenos de esperanza y respeto reverencial.

– Paloma de la Paz -entonó Chilton-, tú has pedido que se ponga fin a tus terribles dolores de cabeza.

La joven asintió con presteza.

– Ven aquí, amada mía -dijo Chilton con dulzura.

La joven se acercó a él y se puso de rodillas.

– Quítate la cofia y el velo.

La muchacha obedeció y dejó que el cabello rubio cubriese sus hombros.

Chilton acercó las manos y las colocó sobre ella, con las palmas a tan solo unos centímetros de su cabeza. S.T. vio cómo el fino cabello dorado se levantaba y algunos mechones se pegaban a las manos de Chilton. Paloma de la Paz soltó una suave exclamación de sorpresa y levantó las manos para palpar el delicado halo que se elevaba en torno a su cabeza. Rozó la mano de Chilton, y S.T. oyó un leve crujido. Paloma de la Paz, sorprendida, exclamó:

– ¡Dios mío!

– Este es el poder sanador de Dios -dijo Chilton-. Dios te bendice por habernos traído al señor Bartlett. ¿Ha desaparecido tu dolor, preciosa criatura?

– Sí -contestó Paloma de la Paz entre suspiros. Se dejó caer hasta quedar sentada sobre los tobillos y levantó los ojos abiertos de par en par hasta Chilton-. Se ha ido.

Un murmullo recorrió la congregación. La gente empezó a ponerse en pie y a rezar en voz alta, entre ellos los clérigos visitantes. Palabra Verdadera besó la mano de S.T. y empezó de nuevo a lloriquear.

– El Señor ha traído hasta nosotros al señor Bartlett -proclamó Chilton por encima del devoto clamor-. Señor Bartlett -y miró hacia S.T.-, ¿queréis venir? ¿Querréis entregarnos el don que el Señor ha depositado en vos?

S.T. se aclaró la garganta.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó, y mantuvo la voz baja-. ¿Estáis…?

– ¡Por el amor de Dios! -gritó Chilton-. ¡Sí! ¡Por su amor! -Le tendió la mano-. ¿Venís, entonces? Señor Bartlett, no creáis que podéis hacer esto solo. No caigáis en el error del orgullo. No podéis iros y realizar por ahí fuera los milagros que aquí presenciamos a diario; pero si os unís a nosotros; si os convertís en parte de nuestra familia divina, mantendréis el poder de curar para utilizarlo al servicio de los demás. Vos lo poseéis en vuestro interior, señor Bartlett, un poder como nunca había percibido en todos los años que llevo al servicio del Señor. ¿Querréis venir?

– Prefiero no hacerlo -dijo S.T.-. Gracias.

Los gemidos y murmullos a su alrededor enmudecieron. Paloma de la Paz lo miró. En sus ojos no había reproche, tan solo tristeza. Se puso en pie, se acercó hasta la barandilla de los rezos y se inclinó sobre ella para asirle la mano. S.T. sintió una especie de chasquido cuando se produjo el contacto entre ellos, un pálido eco de las dolorosas chispas que habían saltado entre él y Chilton. La joven también lo había percibido; tragó aire sorprendida, y a continuación lo contempló con adoración.

– Por favor -le susurró-. Por favor, quedaos y ayudadnos.

Chilton podía haber predicado todo el día y Palabra Verdadera haber llorado hasta quedarse sin lágrimas, pero no habrían logrado el efecto de aquellos ojos brillantes, esperanzados de mujer. S.T. trató de decir que no: era imposible, era ridículo, aquello no era más que un engaño de algún tipo, pero justo en aquel momento, fue incapaz de encontrar las palabras necesarias para hacerlo.

Respiró profundamente, apretó la mandíbula y dijo:

– Muy bien. ¿Qué debo hacer?

– Rezar -dijo Chilton al instante, y la congregación empezó a arrodillarse-. Venid aquí arriba conmigo y con vuestra amada Paloma de la Paz, y uníos a nosotros en nuestras plegarias.

No le quedó más remedio que ir y arrodillarse, unir de nuevo sus manos con las de ellos y escuchar durante mucho rato, hasta que las piernas empezaron a dolerle, el estómago a quejarse y la luz que entraba a través de la vidriera dibujó sombras cada vez más grandes en el suelo.

S.T. caviló sobre la manera en que Chilton se las había arreglado para hacer aquella demostración de «poder». De que había usado la electricidad, no tenía ninguna duda; había oído testimonios sobre la sensación que producía. En Francia era la última moda. En una ocasión aplicaron una descarga sobre ciento ochenta miembros de la guardia real a la vez para diversión de los parisinos; la noticia se extendió y, unos ocho meses más tarde, llegó hasta La Paire. El único misterio residía en el método utilizado por Chilton. S.T. creía que era necesario contar con algún tipo de máquina, aunque no veía nada que pudiese servir a tal fin.

Si alguien más dudaba de la teoría del poder curativo de Chilton, no lo mencionó. El servicio continuó hasta que casi fue de noche. S.T. se moría de hambre. Cuando por fin se acabó, se puso en pie y estiró con cuidado sus doloridas extremidades. Se apartó de Chilton y se aproximó al grupo de clérigos visitantes.

Todos lo contemplaron admirados, y el que había estado sentado a su lado se humedeció los labios.

– Jamás lo hubiera creído -murmuró, e hizo ademán de estrechar la mano de S.T. antes de titubear y detener el gesto, como si hubiese recordado que no quería tocarlo. Se volvió hacia sus compañeros y dijo-: Si no lo hubiese experimentado por mí mismo, me habría mofado.