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Los demás parecían incómodos, pero antes de que S.T. tuviese ocasión de contestar, intervino un numeroso grupo de la congregación de Chilton; empezaron a rodearlo, a hablar todos a la vez y a darle la bienvenida al seno de su familia. Palabra Verdadera se abrió paso a empujones a través del grupo de mujeres y besó de nuevo la mano de S.T., que la retiró bruscamente, pero luego todas las jóvenes repitieron el gesto. Paloma de la Paz lo abrazó. Cuando consiguió librarse de aquellas muestras de hospitalidad y salió al patio de la iglesia, todos los visitantes habían desaparecido.

Chilton estaba en los escalones de la entrada y hablaba con un pequeño grupo de fieles. Se volvió hacia S.T., y lo agarró de los hombros.

– ¡Estoy rebosante de alegría, señor! Os bendigo por la decisión que habéis tomado.

– Apartad las manos de mí -dijo S.T. con brusquedad y agarró con fuerza la espada-. He cambiado de opinión.

Chilton le dio unas palmaditas en el hombro y lo soltó.

– En ese caso, lo siento. -Y movió la cabeza-. A veces sucede esto, se hacen promesas apresuradas de las que luego se reniega. Nosotros no deseamos que os quedéis si no estáis totalmente preparado.

– ¿No os quedáis? -Paloma de la Paz apareció detrás de S.T.-. ¿Es que vais a iros?

– Sí -respondió él, y cruzó su mirada por un instante con la de la joven antes de apartar los ojos, incómodo-. Jamás fue mi intención quedarme.

La joven se llevó la mano a los labios.

– Ah. Lo siento muchísimo. -Y bajó la mirada al escalón-. Gracias por tocarme con las manos. El dolor de cabeza ha desaparecido.

– No os he dado nada que no tuvieseis antes -dijo S.T. con dulzura.

Chilton lo asió por el codo.

– Si fuerais tan amable de esperar un momento, me gustaría ir con vos y con mi pequeña Paloma hasta las caballerizas.

A S.T. le habría encantado renunciar a tal privilegio, pero el rostro de Paloma se iluminó y, por ella, esperó mientras Chilton desaparecía en el interior de la iglesia hasta que volvió a unirse a ellos minutos más tarde. Cuando bajaron por la calle mayor y pasaron ante la casa en la que S.T. había conocido a Paloma de la Paz, Chilton comentó que tal vez la joven quisiese retomar sus labores.

Paloma obedeció sin protestar, se limitó a tomar la mano de S.T. y darle un fuerte apretón antes de darse la vuelta y atravesar corriendo la verja.

– Me temo que le habéis roto el corazón -comentó Chilton con cierto tono divertido cuando continuaron adelante-. ¡Qué joven más tonta!

– Y que lo digáis -respondió S.T.

Chilton suspiró e hizo un gesto de asentimiento.

– Hay pocos que lleguen hasta nosotros con tanta inocencia como Paloma, tras haber pasado por las peores circunstancias que los seres humanos puedan provocar.

– Sí, eso no lo dudo -asintió S.T. con aire serio-. Yo jamás habría adivinado que procedía de la calle si ella no me lo hubiese contado. Habría dicho que se había criado en el seno de una buena familia.

– Me siento gratificado -fue el comentario de Chilton-. Muy gratificado. La educación es parte importante de nuestra misión, ¿sabéis? Ah, ahí está la pequeña Castidad. ¿Está lista la montura del señor Bartlett, amada mía?

– No, maestro Jamie, señor, no lo está. -La joven que surgió de entre la oscuridad del establo hizo un gesto negativo con la cabeza-. Ese caballo estaba a punto de perder una herradura y el viejo Pap…, ay perdón, quiero decir Gracia Salvadora se lo ha llevado para arreglarlo.

– Espero que no tengáis excesiva prisa, señor Bartlett. ¿Os gustaría cenar con nosotros?

Capítulo 16

En el interior del sencillo y limpio comedor de la que alguna vez había sido una casa familiar importante, todos quisieron sentarse al lado de su nuevo amigo el señor Bartlett. En el Santuario Celestial lo adoraban; era uno de aquellos que habían estado esperando. Su «poder» los acercaba un paso más al día en que Jamie los conduciría hasta un futuro en el que tendría lugar la llegada del mundo de Dios.

Todo elemento decorativo había sido retirado de aquella estancia; no había cuadros, ni chimenea ni alfombras. Tan solo quedaban los adornos de escayola del techo. Habían añadido dos mesas, pese a que los miembros masculinos de la congregación de Chilton apenas llenaban una. Cuando las muchachas empezaron a servir la comida, tuvieron que hacer esfuerzos para pasar entre tanta silla vacía, y levantar las teteras en lo alto, por encima de sus cabezas.

S.T. recibió una generosa porción de gachas de avena, adornadas con rodajas de manzana y sazonadas con demasiada sal por un vecino de mesa excesivamente entusiasta, empeñado en compartir el momento con él; miró lleno de dudas aquella enorme ración. Puede que en el Santuario Celestial no comiesen con mucha frecuencia, pero estaba claro que, cuando lo hacían, lo hacían en abundancia.

Todo el mundo guardó silencio; las jóvenes que servían formaron una hilera junto a la pared, y todas las cabezas se inclinaron. Uno de los hombres inició una plegaria en voz alta, y cuando dijo «amén», fue el turno de otro, al que siguió otro más, el orden en el que todos rezaban era aleatorio, al igual que la longitud de los rezos. S.T., sentado en su duro asiento, vio cómo las gachas se enfriaban y se llenaban de grumos. El hambre hacía que la cabeza empezase a dolerle.

En algún momento durante el transcurso de los rezos, se abrió la puerta principal y los clérigos visitantes hicieron su entrada en la estancia. En voz baja, dos de las jóvenes presentes los llevaron más allá del comedor, con sus mesas y sillas de sobra, hacia la parte trasera de la casa.

El murmullo de las plegarias continuó. Tras un buen rato, llegó hasta S.T. una vaharada de tentador aroma a carne y pan recién hecho, pero nadie llevó nada más al comedor. Poco a poco, se dio cuenta de que era a los otros visitantes a los que estaban dando de comer, y de que lo que les servían no eran precisamente gachas frías.

Por fin, se hizo en el comedor un profundo silencio. S.T. añadió al resto su propio ruego silencioso de que al fin pudiesen empezar a comer. Caía la oscuridad, e incluso unas gachas con grumos resultaban apetecibles.

Los clérigos visitantes aparecieron por el pasillo, conducidos por Chilton, quien les dio las buenas noches desde la entrada principal, y les aseguró que el carromato los esperaba en las caballerizas, listo para llevarlos de vuelta a Hexham.

Varios de los hombres sentados a la mesa soltaron una risita. Uno de ellos le dio un codazo con aire de conspirador a S.T.

– No comemos con los de fuera si no queremos -dijo entre susurros.

– Qué encantador -dijo S.T. y levantó la cuchara.

Recibió otro codazo.

– Todavía no, todavía no -susurró su vecino-. Las muchachas comen antes.

S.T. bajó de nuevo la cuchara. Chilton entró en el comedor y se quedó junto a la puerta, con las manos alzadas dispuestas para bendecir y con la cabeza inclinada. Pronunció otra plegaria, que se prolongó con tono afable en una charla sobre el tiempo, la cosecha y la cantidad de encaje que las jóvenes habían hecho, a la vez que le hacía recomendaciones a Dios para que mejorara las cosas, como si de un colega que necesitara el consejo de un amigo se tratara. S.T. empezaba a sentirse mareado.

– Amén -dijo Chilton al fin-. Compartamos nuestros bienes.

Al oír esas palabras, las jóvenes que estaban en fila junto a la pared se acercaron a la mesa. S.T. frunció el ceño al ver que cada una de ellas se arrodillaba junto a uno de los hombres. Abrió los ojos con sorpresa cuando los hombres cogieron sus cuencos, empezaron a darles gachas frías a las jóvenes con la mano y a introducírselas en la boca con una cuchara. Entraron todavía más jóvenes en la estancia y formaron filas tras las que estaban arrodilladas.