Выбрать главу

Varios de los hombres se pusieron en pie. S.T. los observó mientras se aproximaban a él. No sabía cuál era su intención; se llevó la mano a la espada, pero el abrazo de Paloma de la Paz impidió que la alcanzase.

– No se os ocurra tocarme -dijo con brusquedad-. Guardad las distancias.

El hombre más próximo a él hizo ademán de agarrarle el brazo, y S.T. desenvainó la espada. Paloma de la Paz pegó un grito y asió la hoja entre sus manos.

– ¡No lo hagáis! -suplicó con un chillido-. ¡Matadme a mí antes!

A S.T. le traicionó el instinto. En el momento en que titubeó, dudando si tirar de la espada para liberarla de aquellas manos que ya estaban cubiertas de sangre, cayeron sobre él. Soltó el metal y trató de defenderse con los puños, pero el cuerpo de la joven allí, a sus pies, le dificultó el movimiento; erró el golpe, lo intentó de nuevo, pero perdió el equilibrio a causa de los apretados brazos de Paloma de la Paz. Cayó de espaldas y todos se echaron sobre él; lo agarraron por todas partes, mientras peleaban como niños y ahogaban las maldiciones que profería con las manos, los brazos y a golpes con sus cabezas.

No sabía cuánto tiempo lo habían tenido en la oscuridad. Estaba sentado en el suelo de una estancia con olor a moho sin nada donde apoyarse; con los ojos vendados, atado, y completamente furioso consigo mismo.

Llegó Paloma de la Paz, se sentó en el suelo a su lado y habló durante largo rato, mientras le acariciaba la frente y el cabello e insistía en lo felices que eran todos en aquel lugar, en cuánto lo querían, y en lo bien que resultaría todo cuando él aprendiese a aceptarlo. Al principio resultaba un tanto extraño -recordaba que también para ella lo había sido-, pero pronto apreciaría que aquella forma de vida era mejor que el cruel mundo exterior. Quería que él se quedase, aunque por supuesto podía marcharse si así lo deseaba; nunca forzaban a nadie a hacer nada que no quisiese hacer, pero esperaba que él se quedase y fuese feliz allí con ella. El maestro Jamie había dicho que el señor Bartlett podía convertirse en su esposo, lo que era un favor muy especial que solo se concedía a una joven que había sido muy, muy buena. El maestro Jamie la quería mucho, confiaba en su buen criterio y estaba de acuerdo en la decisión que ella había tomado. A Paloma de la Paz, sin duda, la obediencia la llenaba de autentica alegría.

S.T. no dijo nada. Paloma de la Paz se echó a llorar, lo abrazó y trató de besarlo en la boca, pero él apartó el rostro.

A continuación apareció Chilton, que ordenó a la joven que se marchara, y se dedicó a trazar lentamente círculos alrededor de S.T. y a hablar, a veces en voz alta; otras, en tono suave. S.T. no prestó ninguna atención a sus palabras. A veces, Chilton se detenía y se quedaba un buen rato en el mismo lugar en silencio, y en una o dos ocasiones S.T. alcanzó a oír un sonido peculiar, algo suave y sibilante. Sin poder evitarlo, movió el rostro hacia el lugar de donde provenía, con los nervios a flor de piel por la incertidumbre. Después, el interminable monólogo continuaba, mezclado a veces con aquella especie de silbido. Finalmente, S.T. dejó de prestarles atención a ambos.

No lo dejaban nunca a solas. Apareció Palabra Verdadera y estuvo hablando del orgullo y de la arrogancia hasta que S.T. deseó acabar con él con sus propias manos. Se incorporó del suelo hasta lograr ponerse de rodillas, pero al tener los ojos vendados, no sabía siquiera en qué dirección lanzarse, así que se quedó donde estaba y respiró con dificultad. De repente, alguien lo empujó desde la oscuridad y cayó de nuevo al suelo sobre un codo con un gruñido de dolor.

La voz de Chilton llegó desde algún lugar y oyó cómo recriminaba con suavidad al que lo había empujado. S.T. se quedó tumbado en el duro suelo, con gesto huraño en la boca. Cuando trataron de levantarlo, se dejó caer, y no tuvieron más remedio que llevarlo en brazos. Disfrutó de aquel pequeño y doloroso triunfo hasta que aquellos torpes diablos lo dejaron caer, momento en el que decidió que prefería mil veces conservar los huesos intactos, por lo que renunció a su orgullo.

De todas formas, apenas le quedaba ya un resto de orgullo. No se había sentido tan avergonzado desde aquel terrible momento, hacía ya tres años, en el que se dio cuenta de que su dulce Elizabeth lo había traicionado. Él cayó directamente en su trampa, y perdió a Charon, el oído y la última ilusión de que alguien lo amase.

Alzó la barbilla con decisión. Era extraño, pero pensar en aquella sucia traidora en la que se había convertido Elizabeth lo había hecho sentirse mejor. Que lo hubiesen capturado y maniatado un grupo de mujeres y mojigatos era algo embarazoso, pero no tan grave como para hundirlo en la miseria.

Malditas fuesen todas las mujeres. Le habían reblandecido el cerebro.

Se movió con cuidado por la escalera. La venda hizo que volviera a sentir un poco de su antiguo vértigo, y las múltiples manos que lo asían lo desconcertaban. Después se encontró en el suelo, rodeado de cuerpos que lo empujaban hacia el exterior, al gélido aire de la noche. Le llegó el olor de las antorchas, y el creciente murmullo de una muchedumbre que iba por la calle tras él y sus captores.

Llegaron a una nueva escalera por la que, en esta ocasión, ascendieron. Estaban ante las verjas de Silvering; tenían que estar allí. Sentía el cuerpo tenso y el deseo de lanzarse a un lado y liberarse de aquella prisión sofocante que ellos formaban, pero, al tener las manos atadas, ni siquiera podría quitarse la venda de los ojos.

Le hicieron darse la vuelta. Se oyó un chirrido metálico: las verjas de hierro forjado de Silvering. Sintió que numerosas manos le tocaban los brazos y le tiraban de los codos hacía atrás. Algo frío como el hielo rozó sus muñecas atadas.

Grilletes.

Se quedó rígido, pero, a continuación, se abalanzó hacia delante sin pensar; peleó igual que lo había hecho la primera vez, pero en esta ocasión ni siquiera resistió tanto, al tener las manos atadas y encontrarse con un sinfín de brazos y dedos que lo agarraron y lo empujaron contra la verja hasta hacerlo caer de rodillas bajo el peso de aquella masa de cuerpos blanda y aplastante.

Nadie gritó ni lo golpeó. Hablaban mucho. Eran voces que le decían que estuviese tranquilo; voces amables, tranquilizadoras. Iba a encontrar la felicidad, le decían. Aprendería cuál era el verdadero camino. «Sed bueno, no os pongáis nervioso, quedaos tranquilo.» Era el deseo del maestro Jamie.

Percibió la presencia de Paloma de la Paz muy cerca de él, que le rogaba que no ofreciese resistencia, que no los avergonzara a ambos. S.T. se arrodilló, jadeante; bajo sus rodillas el pavimento era duro. Le habían puesto los grilletes y encadenado a la verja, y cuando intentó ponerse en pie, las cadenas se lo impidieron.

Se preguntó si iban a hablarle de lo feliz que era mientras lo lapidaban, o hacían con él lo que el maestro Jamie hubiese planeado. Su corazón latía con fuerza, pero el miedo que sentía no era excesivo, ya que todo le parecía absolutamente irreal.

Alguien le quitó la venda, y S.T. sacudió la cabeza, al tiempo que entrecerraba los ojos ante la intensa luz que proyectaban las antorchas a su alrededor. No distinguía otra cosa que la oscuridad que había tras ellas, pero podía oír a la multitud. Sin embargo, incluso ese sonido era suave; tenía un tono menos discordante y más agudo que cualquier otra turba.

Su aliento era visible con la helada; formaba volutas ante su rostro y después se difuminaba. En el haz de luz de las antorchas había siluetas y formas oscuras que aparecían y desaparecían, rostros blancos que se hacían visibles un instante y después se desvanecían en la oscuridad entre los zarandeos del grupo. ¿Cuántas personas podía haber allí? Unas cien, o como mucho doscientas si todos los habitantes del pueblo se encontraban presentes. Chilton había declarado que tenía unos mil seguidores, pero S.T. no los había visto en el Santuario Celestial.

Empezaron a cantar un himno que no conocía. Voces femeninas se elevaron con dulzura en la oscuridad de la noche. ¿Cómo era posible que hubiese acabado de aquel modo, encadenado y de rodillas ante un grupo de colegialas? Era de lo más humillante. No iban a lapidarlo; ni siquiera parecían enfadadas.