La había abandonado, en medio del patio oscuro del establo, bajo la lluvia, allá en la Posada de la Sirena. No es que en ese momento la hubiese dejado físicamente sola, no, eso había venido después. Pero no había vuelto a dirigirle la palabra; no había ido a la habitación a dormir, y por la mañana todo lo que quedaba de él era un mensaje. Le decía que se quedase allí hasta que él volviese. Que el alojamiento y la comida ya estaban pagados; que podía pedir lo que quisiese excepto dinero. Se había llevada con él el caballo negro y el rebelde rucio; a ella le había dejado el caballo zaino, aquel que se negaba a cruzar los puentes.
La había abandonado a su suerte, sin un céntimo, para que lo esperase como si fuese su sierva.
Todavía se enfurecía al recordarlo, pero no había conseguido detenerla ni media hora.
Aquel caballo, sin embargo, había ralentizado su marcha considerablemente. Intentó venderlo en Rye, pero todos conocían demasiado bien al animal, así que, en su lugar, tuvo que llevar las perlas y el vestido a la casa de empeños. El dueño se fue con los objetos a la trastienda para examinar el collar, y después volvió y depositó diez chelines sobre el mostrador, en lugar de las cuatro libras que S.T. había calculado. Cuando Leigh protestó airadamente, el hombre se limitó a encogerse de hombros y entregarle el recibo del empeño. Se negó a devolverle las perlas, y cuando ella lo amenazó con ir a la policía, el hombre se apoyó en el mostrador y le dijo que podía ir a donde quisiese, y comprobar lo lejos que llegaba. Sabían quién era ella, esa era la razón; todos sabían que el señor Maitland, con toda su fama de hombre liberal y diestro con la espada, había abandonado a su esposa en una posada de Rye. Y allí, en Rye, en aquella guarida de contrabandistas sin escrúpulos, estaban dispuestos a quedársela con ellos, con la esperanza de obtener una recompensa.
Al precio de dos peniques por milla, calculó que necesitaría al menos tres libras para pagar el viaje en la diligencia hasta Newcastle, aunque fuese en la parte exterior. Pensó que, una vez lejos del lugar, lograría vender el caballo, pero aquello también resultó imposible, a pesar del esfuerzo que le costó llevarse al animal de allí. Tras lograr a base de tirones, golpes y mimos que cruzara sobre el agua los siete puntos que había que atravesar para llegar desde Rye a Tunbridge Wells, se encontró con que los tratantes de caballos eran gente a la que no se le escapaba nada. Eran desconfiados, y descubrían de inmediato qué tipo de persona era la que iba a venderles un caballo. La visión de un «muchacho» con pantalones de montar sobre una silla lateral provocó bastantes burlas, y se dieron cuenta de las carencias del zaino casi de inmediato. Leigh se vio obligada a patearle la cara a uno de ellos cuando, con la excusa de ajustarle las espuelas, le puso la mano sobre el muslo.
La mejor oferta que recibió fue la de un matarife de Reading: dos libras. Leigh miró al zaino, que se negaba a acercarse a menos de diez pies del matarife; en sus ojos se leía el miedo mientras se acurrucaba junto al poste al que ella lo había atado a algunos metros de distancia. Aquel condenado caballo le tenía miedo a todo, pensó Leigh con desprecio; les costaría trabajo llevarlo hasta el patio que hacía las veces de matadero.
Se aproximó al caballo y el animal empezó a hacer movimientos frenéticos y a retroceder tan pronto como ella lo desató. Se estremecía de miedo, demasiado asustado hasta para salir huyendo.
– Vamos, vamos, chico… tranquilo -murmuró Leigh, como hacía siempre que el caballo se ponía nervioso-. Tranquilo. No pasa nada. Nadie va a hacerte daño.
Mientras pronunciaba aquellas palabras, fue consciente de que eran mentira, la mentira definitiva, la traición a la poca confianza que el caballo había depositado en ella.
El caballo se calmó con el sonido de la voz de la joven, aunque solo superficialmente, lo suficiente para dejar de retroceder y temblar. Se quedó inmóvil a su lado, con el cuello rígido y las mandíbulas apretadas, y obedeció cuando ella le mandó parar. Fue una pequeña demostración de la fe que tenía en el buen juicio de ella; una muestra tímida y nerviosa de confianza en que lo que ella le pedía que hiciese no entrañaba peligro alguno.
Leigh cambió de idea.
El matarife aumentó la oferta hasta las tres libras, suficiente para pagar el viaje en la diligencia, pero ella acercó el caballo hasta un montadero y consiguió subirse a lomos de él pese a que el animal no dejaba de moverse y caracolear inquieto. Cuando llegaron al primer paso a través del agua se arrepintió de su decisión, y volvió a hacerlo en cada uno de los demás pasos.
Pero lograron llegar a Northumberland. Pese a sus numerosos defectos, el caballo tenía una energía sin límites, y la fuerza necesaria para retroceder y encabritarse al llegar a un vado incluso después de haber recorrido treinta millas bajo la lluvia sobre un sendero fangoso. Les llevó más tiempo de lo normal, pero lo habían conseguido.
El zaino se detuvo de repente y se quedó mirando la luz decreciente de la tarde en la que se veían nubes que pasaban sobre la llanura hacia el norte. Leigh se puso tensa a la espera de que el animal saltara aterrorizado ante cualquiera que fuese el peligro que hubiese descubierto ahora, pero en su lugar levantó la cabeza y relinchó.
La respuesta llegó de la distancia. Leigh pudo divisar la silueta adusta de la muralla romana, aunque tuvo que entrecerrar los ojos para evitar los copos de nieve. A través de un orificio donde la mampostería se había derrumbado, pasaba un pálido caballo, con la cabeza gacha como si sortease las piedras caídas. El rucio relinchó de nuevo, y el otro caballo se detuvo y le respondió; luego, se adelantó de un salto y corrió veloz hacia ellos ladera abajo.
Leigh desmontó de la cabalgadura y soltó las bridas del nervioso zaino. Había montado a lomos de aquella criatura lo suficiente para saber que no sería capaz de controlarlo, ni montada en él ni desde tierra, si había otro animal desconocido suelto. El animal salió disparado hacia el caballo que se aproximaba a ellos y emprendió el galope para ir a su encuentro.
Se encontraron a mitad de la ladera, con los cuellos arqueados y las orejas enhiestas.
Leigh se quedó allí en medio del barro y sintió que una súbita sensación de angustia le oprimía el pecho. Era el rucio rebelde, no tenía duda alguna; desde donde estaba, era capaz de distinguir las cicatrices que marcaban su cabeza.
Así que el Seigneur había ido, estaba allí. Se quedó a la espera y vio que los dos caballos pegaban sendos respingos y acercaban sus hocicos hasta juntarlos. De repente, el rucio soltó una especie de alarido, golpeó el suelo con las patas delanteras, y ambos animales salieron a todo correr.
Los caballos cabalgaron por la ladera, se alejaron y volvieron a acercarse mientras describían un círculo; a continuación, se aproximaron a ella al galope entre salpicaduras de barro que se mezclaban con los copos de nieve. Leigh permaneció inmóvil mientras los corceles la rebasaban a toda velocidad, pero de repente, el rucio pareció sentir cierto interés hacia ella, ya que aminoró el paso y se le acercó a galope lento.
El zaino fue detrás, y se acercó al trote hasta quedar a un metro de donde la joven se encontraba. Bajó la cabeza y se puso a remover el barro y la nieve en busca de hierba. Leigh se aproximó despacio y se hizo con las riendas, ahora que la primera emoción del encuentro parecía haberse calmado. El rebelde rucio se detuvo y se quedó mirándolos con las aletas dilatadas como si quisiese inhalar la gélida ventisca. Leigh hizo girar al zaino y lo condujo sendero adelante. Tras un instante, oyó las pisadas acompasadas del rucio tras ellos. El animal titubeó un momento, y a continuación se acercó a ella al tiempo que sus cascos se hundían en el fango. Leigh le dio unas palmaditas en el cuello y después le dejó frotar la cabeza contra su cuerpo.
– ¿Dónde está él? -le preguntó-. ¿Ha conseguido ya que lo maten?