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El rebelde empezó a mordisquear los flecos de su bufanda y levantó las orejas. Ambos caballos alzaron la cabeza cuando a través del aire del páramo llegó el solitario aullido de un lobo.

Leigh pensó que el Seigneur debía de haber muerto. El caballo rebelde podía haberse escapado o podían haberlo soltado, pero Nemo no habría dejado nunca voluntariamente al Seigneur para irse solo a vagabundear.

Sintió lástima cuando el lobo dio la impresión de alegrarse de verla. Leigh recordó la forma en que S.T. siempre recibía a su amigo, así que se acuclilló y dejó que Nemo le lamiese el rostro y posase las enfangadas patas en su capa. Lo acarició, acunó su cabeza entre las manos y hundió los dedos en el húmedo pelaje hasta alcanzar la piel cálida y seca del animal, que se estremeció de placer, soltó un aullido y emitió una especie de ladrido de emoción.

Las nubes bajas y el invierno hicieron que las horas centrales de la tarde pareciesen una noche temprana y oscura. Leigh condujo al pequeño grupo por la muralla hasta que, producto de siglos de erosión, desapareció su elevación y quedó al nivel del suelo. Conocía perfectamente aquel territorio ya que había sido una niña amante de la aventura; conocía Thomey Doors y Bloody Gap y Bogle Hole, y sabía muy bien que no debía pedir asilo en la casa conocida como Bum Deviot, refugio de los ladrones de ovejas.

Nemo iba en cabeza, sin alejarse en exceso, y volvía constantemente para pegarse a ella y lamerle la parte de las manos o del rostro que tuviese a su alcance. El viento soplaba con fuerza a sus espaldas. Leigh avanzó y chapoteó en el barro hasta que encontró una gran piedra en el suelo que pudo utilizar para montar nuevamente.

Más allá de Caw Gap la muralla se elevó de nuevo, y desde la altura de Winshields escudriñó entre los densos copos de nieve hasta distinguir las largas formaciones basálticas de Peel Crag y High Shield, cuyas laderas se elevaban hoscas y silenciosas, coronadas por negras rocas orientadas al norte, que parecían las sombras de centinelas romanos.

¿Y qué si estaba muerto? ¿Qué?

La ira y el miedo libraban una batalla en su interior. ¡Estúpido! ¡Estúpido! Idiota sin remedio, ajeno a toda lógica, que actuaba sin sentido alguno del peligro, como si de un juego se tratase.

¿Y qué si estaba muerto? ¿Qué?

Leigh pensó en Chilton y en lo que había hecho; en lo que era capaz de hacer. Rodeó con los brazos el cuello del zaino y hundió la cabeza en sus crines. El cálido olor del caballo penetró en su nariz. El fuerte olor la rodeó, le hizo pensar en la voz del Seigneur, suave y tranquila, que le decía que tocase la cabeza del caballo rebelde.

De repente la cabeza de su montura se alzó y le propinó un fuerte golpe en la nariz. Leigh se echó hacia atrás y parpadeó, tratando de ver pese a los copos de nieve y a sus ojos empañados. A su lado, el rucio dio un pequeño respingo e inició un trote, con las orejas enhiestas. Leigh escudriñó la silueta de la muralla.

Al otro lado de un desfiladero, justo donde la fortificación de piedra iniciaba la curva para ascender por la colina vecina, divisó un caballo negro montado por un jinete que miraba hacia ellos. No era capaz de distinguir de quién se trataba. El rucio alcanzó el borde del desfiladero y disminuyó la velocidad para ascender por el cerro. Nervioso, Nemo trazó un círculo y miró hacia ella con la lengua fuera.

A Leigh se le encogió el corazón, presa de una súbita premonición y dejó que el inquieto rucio descendiese veloz por la ladera nevada.

Pensó que sin duda se trataba del Seigneur, que era él quien la observaba bajo el sombrero tricornio oscurecido por la humedad, aunque él no dio muestra alguna de reconocerla. El rucio ascendió nervioso por la colina frente a ella, se detuvo y juntó el hocico con el del caballo negro. Nemo se quedó al lado de Leigh y olisqueó el viento que soplaba en su contra, con la cola gacha ante la incertidumbre. Los caballos se pusieron a la misma altura, y el otro jinete controló su montura mientras el rucio hacía cabriolas, y soltaba vaho al respirar.

El caballo negro se puso de lado; el perfil de su silueta se recortó contra el oscuro cielo y, de súbito, Leigh se dio cuenta de que eran dos las personas que iban a lomos del animal. Tiró de las riendas de su montura entre titubeos al llegar al pie de la colina mientras su corazón latía con fuerza.

El jinete de delante pasó una pierna sobre las crines del caballo negro y desmontó, dejando al otro, que no era sino un bulto informe, encogido sobre la silla. De repente, Nemo se lanzó hacia delante y fue saltando de piedra en piedra para subir el lado más empinado del desfiladero. Al llegar a la cima, el lobo se abalanzó a saludar al hombre, y a Leigh ya no le quedó ninguna duda.

Se quedó sobre la silla, paralizada por una mezcla de alegría y furia; se sentía absurdamente frágil, como si el roce más ligero fuese suficiente para hacerla añicos.

El Seigneur cogió a Nemo entre sus brazos y dejó que le cubriese el rostro con sus lamidos antes de apartar de él al entusiasmado animal. Los grandes copos de nieve caían sobre ellos y el viento los hacía flotar en el aire. El hombre se quedó quieto y dirigió la mirada colina abajo hasta fijarla en Leigh.

Vivo. Estaba vivo.

Y seguro que tan irritante y tan satisfecho de sí mismo como siempre. El aire invernal le raspaba la garganta y hacía que le ardieran los ojos. Leigh apretó con fuerza los dientes.

El zaino la llevó cerro arriba con paso lento. Cuando llegaron a la altura del hombre, este, con las riendas de su caballo en la mano, levantó la mirada hacia ella sin decir nada.

– Buenas tardes -dijo Leigh con frialdad-. Qué placer encontrarte de nuevo.

Él mantuvo el rostro impasible. No hubo sonrisita burlona ni enarcó las orgullosas cejas con gesto de chulería.

– Sunshine -fue todo lo que dijo con una voz extraña e inexpresiva.

El tono apagado hizo que los dedos de la joven ciñesen con fuerza las riendas del zaino.

– ¿Qué sucede?

Él se quedó mirándola, pero a continuación bajó la vista.

– Tenía que haber supuesto que acabarías por lograrlo. -Rehuyó la mirada inquisitiva de la joven. Durante un momento apoyó el puño en el lomo del caballo negro, y después posó en él la frente, como si no quisiera mirarla a la cara.

– ¿Eres un amigo? -preguntó una voz femenina.

Leigh alzó la cabeza. La figura sentada sobre la silla apartó del rostro un oscuro velo; unos ojos azules, cansados y enrojecidos la contemplaron.

– ¿Y tú quién eres? -exigió saber Leigh.

– ¿Eres amiga del señor Bartlett? -preguntó de nuevo la joven-. ¿Puedes ayudarme? Nos hemos escapado, tengo frío y no sé adónde vamos. ¿Hay alguna casa por aquí cerca?

– ¿Qué ha sucedido? -insistió Leigh con rudeza.

La joven le dirigió una mirada furtiva.

– Nada -contestó-, no ha pasado nada. Buscamos refugio.

Leigh no le prestó atención. Se deslizó hasta el suelo, agarró a S.T. por el hombro y le obligó a alzar el rostro.

– Cuéntame qué ha pasado.

– No te oye -dijo la joven.

S.T. movió la mandíbula como si se dispusiera a hablar. Frunció el ceño con fiereza, pero en lugar de decir algo apartó de golpe la mano de Leigh y rodeó el caballo hasta situarse al otro lado. Sacó una cuerda de la alforja que colgaba de la silla, agarró al rucio y le rodeó el cuello con un improvisado lazo. De un salto, montó a pelo sobre el caballo negro y empezó a tirar del otro animal.

Leigh se subió a trompicones a lomos del zaino y lo obligó a ir tras ellos.

– ¿Qué es eso de que no oye?

– No puede. -La joven se situó con un movimiento en el centro de la silla y la miró por encima del hombro-. Es sordo.

Leigh tragó una bocanada de aire.

– ¿Totalmente?

La joven asintió.

– No fue culpa mía -aseguró.

– ¡Chilton lo hizo! -exclamó Leigh.