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– Sí. -La joven se mordió el labio-. No fue culpa mía.

Leigh iba a matar a aquel animal. Iba a hacerlo pedazos, le arrancaría el corazón, asesinaría delante de sus ojos todo aquello que él amaba.

– Yo tenía suficiente fe -susurró la joven-. De verdad que sí. Pero el señor Jamie es un demonio. Me obligó a hacer cosas demoníacas, y el diablo convirtió el agua en ácido.

– Ácido -susurró Leigh, horrorizada-. ¿En el oído sano?

– Si lo hubiese sabido no lo habría hecho. Pero lo ignoraba. Creía que él era sabio y santo, y es el diablo.

– ¿Fuiste tú quien lo hizo? -gritó Leigh, que clavó los talones en el zaino y lo lanzó sobre la joven, al tiempo que la asía del pelo y tiraba de ella-. ¡Puta malnacida!

La joven pegó un alarido. Leigh se inclinó hacia ella y la golpeó con tal fuerza que se quedó con un mechón de pelo rubio en su mano enguantada. Oyó cómo S.T. alzaba la voz, pero no escuchó qué decía y con un nuevo revés abofeteó a la joven, que no dejaba de chillar.

– ¡Rata de cloaca! ¡Baja de su caballo! -Leigh no pudo evitar un sollozo furioso-. ¡Baja ahora mismo!

La joven ya se tambaleaba, y Leigh le pegó un empujón con ambas manos. Los caballos relincharon al oír el alarido que soltó. Aterrizó en el barro entre un revoltijo de velos negros y piernas blancas.

Leigh describió un círculo con el rucio y se apartó. Le habría gustado pasar con el caballo por encima de aquel despojo humano, pero, en lugar de hacerlo, sujetó al animal y escupió a la joven.

– Espero que te congeles.

La muchacha lloraba tendida en el lodo. Leigh hizo girar el caballo y lo dirigió hacia donde se encontraba el Seigneur. Cuando lo alcanzó, lo asió del brazo. Él la miró con expresión de alarma.

– Leigh -dijo, y sacudió la cabeza-. Estoy…

La joven se inclinó hacia él e interrumpió su confesión con los labios. Lo asió de los hombros con las manos y lo besó con fuerza, como si quisiese absorberlo hasta el interior de su cuerpo para hacer que volviese a ser el de antes.

Tenía la piel fría y la espalda rígida. Hizo un ademán como para apartarla de él, pero Leigh no se lo permitió; lo agarró de los brazos con fuerza y lo apretó contra ella todo lo que los caballos le permitieron.

– Estás vivo -susurró de nuevo, envuelta en su aliento cálido-. Eso es lo que de verdad importa.

Rodeó con las manos el rostro del hombre y lo besó de nuevo. Él hizo un ruidillo con la garganta, a medio camino entre el rechazo y la entrega. Dudó qué hacer con las manos y, al final, las posó en la cintura de Leigh.

El zaino se aproximó un poco más. El Seigneur entreabrió los labios y aceptó el ofrecimiento de ella. En respuesta, jugueteó con su lengua, la saboreó, mezcló el frío con el calor. Apretó el abrazo con el que le ceñía el cuerpo. El viento hizo ondear su capa sobre la muchacha; la humedad intensa de la prenda los rodeó a ambos bajo la nieve que no cesaba de caer.

S.T. se apartó un poco y la miró por debajo de sus pestañas de bordes dorados.

– Leigh -dijo, nervioso.

La joven le apretó los hombros.

– Todo irá bien -le aseguró-. Te prepararé… te prepararé unos polvos.

Él pareció entender aquellas palabras; aplastó la boca contra la de ella e inclinó la cabeza. Después levantó la vista con una sonrisa irónica, con una extraña ternura, y la acarició por debajo de la barbilla.

Leigh apoyó el puño sobre su corazón, y a continuación lo colocó sobre el de él.

– Tú y yo -dijo despacio y con claridad-. Juntos.

Él enarcó las cejas.

– ¿Tú y yo? -repitió. En su voz había un quiebro ronco.

Leigh asintió y sonrió, porque él había comprendido.

Con cautela, el hombre se inclinó hacia ella y le rozó con la boca la comisura de los labios. Era una especie de pregunta, y ella respondió entregándose completamente al beso. Las manos de él subieron hasta enredarse en el pelo de la joven. Le besó las mejillas y los ojos, se deleitó en su boca; sus caricias eran persuasivas, dulces y seductoras.

– Leigh -dijo entre susurros junto a su sien, c hizo un sonido leve y peculiar, como una risa avergonzada-. No estoy sordo.

La joven se volvió bruscamente y se golpeó la barbilla con fuerza contra él.

S.T. se echó atrás sobre la silla y la miró con cautela.

Leigh, sin palabras, lo miró fijamente.

Él le rozó la mejilla con los dedos enguantados. La sonrisa de su rostro era la de los viejos tiempos, traviesa y coqueta.

– Traté de decírtelo -aseguró el hombre-. Pero estabas… -Hizo un gesto con la mano-… abstraída.

– Has mentido. Me has mentido.

– Bueno, no exactamente. -Alargó la mano para asirla mientras ella tiraba de las riendas del zaino-. Leigh… espera; espera un momento, maldita seas… ¡ay!

Trató de evitar aquella mano que lo golpeaba.

– ¿Por qué no me lo has dicho? -gritó la joven-. ¿Por qué has dejado aunque fuera por un momento que creyese que era cierto?

S.T. se frotó la frente con el brazo.

– No lo sé.

Leigh soltó un pequeño sollozo de furia.

– ¡No lo sabes! -Su voz tembló-. ¡No lo sabes!

– ¡Está bien! -respondió él a gritos-. ¡No quería contártelo! ¡No quiero contarte nada!; ¿qué diablos estás haciendo aquí? Se suponía que estabas en Rye.

– No creerías ni por un momento que iba a quedarme en Rye, ¿verdad? -Leigh se inclinó y le contestó también a gritos-. ¡A zurcir tus calcetines, supongo!

Apretó los labios con fuerza para frenar el torrente de emociones que surgía de su interior. Detrás de ella se oían los gemidos de la otra muchacha. Leigh se giró sobre la silla y observó cómo luchaba por ponerse en pie cubierta de mugre.

– Hay una posada para arrieros allá abajo. La Twice Brewed Ale. -Leigh señaló en dirección al sur-. Puedes llegar a pie.

Pero S.T. ya había desmontado, se había acercado a la joven que lloraba de rodillas y la había ayudado a levantarse. La muchacha se había arrojado a sus brazos entre gemidos.

– ¿Es verdad que oís? ¿Estáis curado?

– Sí que oigo -masculló él.

– ¡Gracias, Dios mío! -dijo ella entre sollozos-. ¡Gracias, gracias, Señor! -Y unió las manos como en una plegaria.

– Ahorraos los rezos, os lo ruego. -S.T. le dio una pequeña sacudida y la condujo hasta el caballo negro-. Subid -ordenó y le ofreció las manos entrelazadas como apoyo.

– ¿Quién es esa? -exigió saber Leigh sin quitar el ojo a aquella figura enfangada.

Él no respondió. Después de que la joven hubiese subido a la silla a trompicones y hubiese acomodado su vestido lo mejor que pudo para sentarse, S.T. llevó al caballo negro de las riendas hasta donde Leigh se encontraba.

– Paloma de la Paz -anunció con una ligera inclinación de cabeza-. Esta es lady Leigh Strachan.

La joven hizo un gesto de saludo entre gimoteos.

– Encantada de conoceros -dijo en el mismo tono que habría utilizado si las hubiesen presentado en un elegante salón; después dio un pequeño respingo-. ¿Strachan? ¿Vos no sois de Silvering?

– Silvering me pertenece -anunció Leigh-. Y tengo la intención de recuperarlo.

La joven se retorció las manos.

– El maestro Jamie es capaz de obligarte a hacer cosas que no quieres hacer -declaró nerviosa-. Cosas horribles.

Leigh le dirigió una fría mirada.

– Puede que las hagas -afirmó- si eres tan débil y tan miserable que se lo permites.

Paloma de la Paz se estremeció y comenzó a llorar de nuevo. S.T. asió las crines del rucio con la mano y se montó en él; el negro iba detrás.

Leigh se acercó con el zaino y se puso a su altura.

– Es una de ellos. -E indicó con una mirada a la joven-. Una de los suyos.

– Ya no.

Leigh hizo un gesto escéptico.

– ¿Es eso lo que asegura?

– ¡Es la verdad! -exclamó Paloma de la Paz -. He rezado sin parar, y he conseguido quitarme la venda que me cubría los ojos. El maestro Jamie fue incapaz de realizar el milagro; incapaz de convertir el agua en ácido. Y el señor Bartlett lo sabía, lo supo siempre. Era a él a quien debería haber escuchado. -De repente frunció el ceño y miró a S.T. -. Pero ahora oye.