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Él apretó la mandíbula y contempló el paisaje.

– Ese hombre es un embaucador. ¿Es que no os dais cuenta, Paloma? Lo planeó todo, pero yo no tenía la intención de colaborar con él para que lograse un milagro tan oportuno.

– Pero el ácido…

– Por el amor de Dios, en aquella jarra lo único que había era agua helada. El ácido debía de guardarlo en otro lugar, en la manga, sin duda.

Paloma de la Paz lo miró de hito en hito.

– Pero, en ese caso… ¡jamás sufristeis daño alguno! -S.T. arrugó la frente-. ¡Jamás dejasteis de oír! Mientras Caridad, Dulce Armonía y yo os prestábamos tantos cuidados. Estuvimos cinco días así, y jamás nos dijisteis nada. Fue muy cruel no decirme nada. Yo creía que había sido mi culpa. Pensé que no tenía fe suficiente para que se realizase el milagro.

– ¡Cruel! -gritó Leigh con furia-. ¿Cómo que cruel? ¿Quién podría culparlo por no decírtelo? ¿Por qué iba a confiar en ti?

– ¡Podía haber confiado en mí!

– ¿Confiarte su vida? ¡Mocosa estúpida y egoísta! No fue un juego de niños desbaratar los planes de ese loco en su propia madriguera. ¿Acaso crees que tu maravilloso maestro Jamie no sabía perfectamente que no estaba sordo? ¿Que aquello no era sino un simulacro cuyo fin era desacreditarlo? ¿Crees que iba a dejarlo pasar sin dar una respuesta? Él vive gracias a los tontos como vosotros. ¡Menuda panda de fatuos y crédulos sois todos!

Paloma de la Paz con gesto tozudo estiró el labio inferior.

– ¿Es que te atreves a negarlo?

– Yo no haría nada que le hiciese daño al señor Bartlett.

– ¡Únicamente derramar ácido en su oído!

– Eso fue antes -gritó Paloma de la Paz -. ¡El maestro Jamie me tenía hechizada! Además, no era ácido, ¿verdad? No era más que agua. ¡Quizá mi milagro se logró pese a todo!

Leigh, que se había quedado sin palabras, volvió el rostro. Le habría encantado volver a tirar a la joven al barro de un empujón, al menos se sentiría mejor.

El Seigneur la observaba con los labios ligeramente curvados.

– Conseguiste salir de allí indemne -le dijo entre susurros-. Eso es lo que de verdad importa.

Él la miró riéndose; su rostro estaba cubierto de sombras por la creciente oscuridad.

– No, lo que de verdad importa -le contestó en voz baja- es que voy a destruir a ese cabrón.

Capítulo 18

En el Santuario Celestial todos dormían; los hombres en su dormitorio común, las mujeres en sus esterillas en los salones y comedores de todas las casas que flanqueaban la calle. Algunas de ellas se habían quedado hasta bien entrada la noche rezando por el alma de Paloma de la Paz, que había abandonado el lugar. El maestro Jamie había pronunciado un sermón por ella cada día, había derramado lágrimas por ella, y les había pedido a todos que la perdonasen por su flaqueza. Al señor Bartlett nunca lo mencionaba, por eso todos sabían que no debían pensar en él ni en la manera en que se había logrado que su espíritu rebelde se sometiese.

Si algunos de ellos desobedecieran y se pasaran las horas nocturnas recordando su rostro y la forma que tenía de moverse, aquella confianza externa -o arrogancia, como el maestro Jamie la habría denominado- que había muerto al mismo tiempo que su oído, y que había sido reemplazada por el silencio, si lo hicieran, tendrían que realizar rezos adicionales.

Dulce Armonía se arrodilló en su esterilla junto a Castidad; ambas rezaron con devoción para conseguir la fortaleza necesaria para olvidar a Paloma de la Paz y al señor Bartlett, pese a que en su momento se les encomendó ayudar a la joven a cuidar de él. Dulce Armonía le servía las comidas y Castidad lo afeitaba y se encargaba de que estuviese aseado; a veces, mientras él estaba apáticamente sentado en la silla, con la mirada perdida en el vacío, los ojos de las dos jóvenes se encontraban sobre su cabeza y Armonía casi se echaba a llorar.

Trataba de no culpar a Paloma de la Paz. El maestro Jamie había dicho que tenían que perdonar, y no se podía negar que la muchacha se quedó consternada. Lloraba sin cesar, no se apartaba del lado del señor Bartlett, y repetía una y otra vez que estaba segura de tener suficiente fe, que algo había salido mal, y en una ocasión hasta llegó a decir que ojalá el maestro Jamie no la hubiese obligado a hacer aquello.

Fue precisamente al día siguiente cuando desaparecieron. Armonía y Castidad subieron hasta la habitación de la buhardilla y la encontraron vacía. Corrieron a decírselo al maestro Jamie, pero él se limitó a sonreír y a decir que había sido voluntad suya; que Paloma de la Paz ya había sufrido bastante por su falta de fe. No mencionó adónde había ido la muchacha ni qué había sido del señor Bartlett.

En lo más profundo de su corazón, pese a haber tratado de enterrarlo con rezos, con la rutina diaria y con la antigua sensación de seguridad y felicidad, Dulce Armonía sentía temor.

Miró a Castidad, que estaba encorvada sobre su esterilla iluminada por la pálida luz de la luna que entraba por la ventana, y supo que ella también tenía miedo.

Dulce Armonía se humedeció los fríos labios y levantó la cabeza lo suficiente para mirar por el cristal sin cubrir. En los dos días que habían transcurrido desde la partida de Paloma de la Paz y del señor Bartlett, una intensa helada había congelado el barro que llenaba los extremos sin pavimentar de la calle mayor. De repente, la campana de la iglesia empezó a repicar con gran estruendo; su redoble se prolongó en el aire gélido. En las esteras que había a su alrededor, otras jóvenes se movieron e hicieron esfuerzos por librarse del sueño y acudir a las plegarias de medianoche.

Algunas figuras avanzaban con paso rápido y en silencio por el centro adoquinado de la calle, penitentes a los que se les había requerido estar de rodillas en la iglesia toda la noche y rezar en compañía del maestro Jamie. Una de ellos debía de ser su discípula favorita, Ángel Divino, que siempre hacía penitencia pese a no tener ninguna obligación, ya que ella no cometía ni los errores pequeños ni los fallos que tan frecuentes eran en las demás. Cuando Ángel Divino estuviese de vuelta en la casa, ya no habría más miradas furtivas por la ventana durante los rezos, a no ser que quisieran que el maestro Jamie llamase a alguna de ellas en el siguiente servicio religioso del mediodía y le exigiese una confesión.

Dulce Armonía no creía que nadie más de la casa hubiese adivinado que Ángel las espiaba. La propia Armonía no había tenido la certeza hasta hacía muy poco tiempo, cuando encerraron en el desván a Paloma de la Paz y al señor Bartlett y Ángel Divino mostró demasiada preocupación y cariño por aquellas cuya misión era cuidar de aquel pecador rebelde. Hasta entonces, Armonía solo había sentido asombro ante el hecho de que el maestro Jamie fuese capaz de ver en su corazón y su mente con tanta claridad que conociese todas sus flaquezas.

Sentía cierto resentimiento hacia Ángel Divino. Tenía la sensación de que ese sentimiento empañaba lo que antes había estado lleno de luz y brillo. Además, tampoco era asunto suyo cuestionar las cosas. Ella amaba al maestro Jamie, igual que él la amaba a ella, pero le parecía que él no tenía ninguna necesidad de espías. Sin embargo, una vez que la sospecha se había abierto camino en su cabeza, ya no era capaz de librarse de ella. Y el hecho de extremar el cuidado para no traicionarse delante de Ángel Divino y de que el maestro Jamie nunca la llamara para que confesase su falta de fe, hacía que todo pareciese más real y preocupante.

La campana de la iglesia enmudeció. Al perderse los últimos ecos por la ladera de la colina, Armonía oyó un nuevo sonido: el golpear lento y regular de las herraduras de los cascos de un caballo sobre los adoquines.