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Levantó la cabeza sin disimulo y miró a través de la ventana. Era ciertamente tarde para que el Viejo Pap -que de todos modos jamás respondía cuando le llamaban Gracia Salvadora- estuviese de vuelta de Hersham con el carromato. No creía, además, que aquel día hubiese ido a la ciudad, pero ella había estado ocupada todo el día con la limpieza del suelo de la nueva escuela dominical que iban a abrir el mes siguiente para los hijos de los campesinos.

El sonido claro y regular del metal al chocar con la piedra se hizo más intenso. Vio que dos de los penitentes se detenían en la calle. Se olvidó de sus plegarias y estiró el cuello para ver. De entre las sombras que la luna dibujaba sobre la calle apareció un caballo de color claro que se movía con calma; las crines y la cola creaban un resplandor de plata en la noche.

Armonía tragó aire. El jinete vestía una oscura capa que cubría el lomo de su montura; él y su caballo hacían que las siluetas sombrías de los penitentes en la calle pareciesen diminutas. Cuando pasó despacio por delante, el jinete alzó el rostro hacia su ventana, y bajo la sombra del ladeado tricornio, Armonía distinguió una máscara.

Era negra y plateada, adornada con el mismo dibujo que la de un bufón, con los ángulos y rombos, y la geometría distorsionada de un Arlequín nocturno. Había en ella una especie de luminiscencia, un brillo en el dibujo que hacía que los ojos pareciesen un espacio vacío, que hubiese solo vacuidad en los trazos sin sentido que formaban medio rostro: la frente, la nariz, el contorno de unas mejillas humanas. El resto quedaba en la sombra. Era como si la noche hubiese cobrado forma, como si la luz de la luna y la oscuridad fuesen a lomos de un caballo de alabastro viviente y contemplasen su ventana desde abajo.

Aquella máscara dibujada parecía hacerle una señal; parecía reírse en silencio, y resultaba aún más terrorífica por el humor que encerraba su caprichoso diseño. Armonía sintió que se burlaba de ella, que todas las creencias que daban sentido a su vida habían quedado expuestas ante aquella profunda mirada. Se agarró las manos con fuerza, incapaz de apartarse, hasta que aquella mirada espeluznante se apartó de su ventana y el caballo se alejó.

– ¡Dios nos ampare! -susurró Castidad, que se había inclinado sobre su hombro sin que Armonía se hubiese dado cuenta-. Dios nos guarde, ¡es el Príncipe! Era el mismo Príncipe, que me caiga desplomada si no lo era.

– ¿Qué? -Daba la impresión de que Armonía no tenía aire suficiente en los pulmones para hablar. Las demás jóvenes se movían y trataban de empujarla hacia atrás para poder mirar por la ventana-. ¿Acaso has perdido el juicio? -Su voz se alzó temblorosa-. ¡Ese jamás podría ser el príncipe de Gales!

– ¡El príncipe de los bandoleros! ¡El señor de la medianoche! El Seigneur francés. El Viejo Pap me contó que lo vio una vez, con esa máscara de infiel, a lomos de un caballo negro como la noche.

– Es un caballo blanco -dijo Armonía.

– ¿Y a qué ha venido? -De pronto los dedos de Castidad se clavaron en su brazo y la joven arrastró a Armonía hacia la puerta, alejándola de la ventana-. ¿Y si resulta que es por el señor Bartlett? -le musitó al oído-. ¿Y si el señor de la medianoche busca venganza por lo que hizo Paloma?

El Seigneur. Armonía de súbito entendió a quién se refería; se acordó de historias, de periódicos y de clases de francés. LeSeigneurleSeigneurdeMinuit. ¡Claro! Sintió que el terror y una emoción nueva ceñían su garganta. Agarró su chal y tanteó en la oscuridad hasta encontrar sus zapatos y calzárselos en los pies desnudos. Castidad ya había salido a trompicones por la puerta y había tropezado con el pasamanos de la escalera en la oscuridad. Ambas corrieron a la calle con el resto de las jóvenes en tumulto tras ellas. Como si aquella prisa hubiese roto el encantamiento, salieron otras muchachas de otros dormitorios. Algunas con las faldas a medio poner; otras todavía descalzas sobre el suelo helado. Nadie hablaba. Todas se dirigieron veloces a la iglesia, ante cuya escalinata se había detenido el caballo.

Armonía y Castidad fueron las primeras en llegar. La figura montada sobre el animal volvió la cabeza; la extravagante máscara miró hacia ellas.

Al instante, las jóvenes se detuvieron, jadeantes. Dulce Armonía se ciñó el chal y deseó acercarse más, dividida entre el miedo y la fascinación.

– ¿Sois el señor de la medianoche? -La pregunta de Castidad fue directa, pero bajo el vestido de lana sus pechos temblaban agitados.

La máscara se volvió hacia ella. Bajo la superficie pintada, el hombre sonrió; la luz que había era suficiente para ver que su boca se curvaba hacia arriba.

El caballo blanco se dio la vuelta y se situó frente a Castidad. Levantó una de las patas delanteras, extendió la otra, y se inclinó ante ella, el elegante cuello arqueado y la larga crin delantera rozaron el suelo.

– Jesuisauservicedemademoiselle -dijo el jinete con una maravillosa voz grave.

Un murmullo nervioso de placer salió del tembloroso grupo de jóvenes a sus espaldas.

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Castidad con voz estremecida.

Dulce Armonía posó la mano sobre su hombro.

– Ha dicho que está a tu servicio -murmuró-. No hables con él.

– ¡Ah! Cettepetitelapineparlefrançais. -Su voz sonó divertida. El caballo blanco se enderezó. Sacudió la cabeza y dio un respingo mientras caracoleaba sobre las patas delanteras-. ¿Por qué razón no debería hablar conmigo? -preguntó cambiando de idioma-. Es más valiente que tú, conejita.

– ¡Marchaos! -Dulce Armonía trató con todas sus fuerzas de mantener la voz firme, pero el frío la hacía temblar como una hoja.

El hombre se llevó la mano al corazón.

– ¡Eso me hiere! -dijo con voz acongojada. Su guante negro refulgió con los adornos de plata.

– Al maestro Jamie no le gustará vuestra presencia aquí.

– Pues en ese caso que sea él quien venga a decírmelo, mapetite. Deseo tener el honor de conocerlo.

La puerta de la iglesia se abrió; el resplandor de una vela se proyectó sobre los escalones, pero al instante desapareció ya que el maestro Jamie dejó que la puerta se cerrase de golpe. Si le sorprendió ver al jinete y al grupo que con él estaba, no dejó que se trasluciera. Se quedó quieto un momento en lo alto de la escalinata. Bajo el sombrero, la empolvada cabellera parecía cubierta de polvo a la luz de la luna.

Alzó ambas manos.

Armonía se puso tensa. Estaba segura de que él no estaba nada contento; tuvo miedo de que desde lo alto lanzase una amenaza terrible sobre el hombre y el caballo blanco, de que exigiese un castigo peor que el aplicado al señor Bartlett, porque, ¿qué podía ser más insolente? ¿Qué podía resultar más profano y provocador que aquella figura sonriente que se atrevía a mantenerse erguida y en silencio ante él? El señor de la medianoche era un salteador de caminos, un proscrito, un renegado que representaba el reto, la discordia y el desafío; todo aquello que el maestro Jamie afirmaba que era fuente de corrupción.

El maestro Jamie empezó a rezar en voz alta y sus palabras la dejaron helada.

– El Señor, Dios de los ejércitos, ha declarado: abomino de las soberbia de Jacob -entonó-, porque he aquí que el Señor ordenará que la gran casa sea reducida a ruinas, y la pequeña, a pedazos.

Armonía percibió que las muchachas que estaban a su alrededor se movían inquietas. Algunas de ellas retrocedieron; todas sabían lo que venía a continuación.

– Vosotros trocáis en veneno el juicio -la voz subió de tono- y en ajenjo el fruto de la justicia, vosotros que os alegráis con lo vacuo. -Bajó las manos y se quedó con la mirada fija en el hombre que estaba ante él-. Pero he aquí que yo levanto contra vosotros una nación -dijo con suavidad y aire de amenaza. Armonía vio que dos compañeras se inclinaban y buscaban piedras por el suelo.