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Abrió la boca, y volvió a cerrarla. Quería advertir al hombre, pero no se atrevía a hacerlo. Ángel Divino estaba justo a su espalda; se había arrodillado a coger una piedra. Si Armonía le avisaba, le impondrían un castigo; la aislarían y le negarían su cariño. Los temblores recorrían su cuerpo de arriba abajo, y se dejó caer sobre las rodillas.

– ¡Y ellos os oprimirán -gritó de repente el maestro Jamie- desde la entrada de Jamat al torrente de la Arabah!

El caballo blanco se movió y subió el primer escalón que conducía a la iglesia. Se inclinó hacia delante, y tocó con el hocico el rostro del maestro Jamie.

Armonía, de rodillas, se puso a rezar sin apartar la vista. Todo el mundo permaneció en silencio, excepto el maestro Jamie, que continuó con sus rezos entre gritos, con los ojos cerrados, como si aquel animal no estuviese allí. El caballo empezó a mordisquear el ala de su sombrero, lo tomó entre los dientes y se lo arrancó de la cabeza. Después se dio la vuelta y se quedó frente a ellas, con el sombrero colgando juguetonamente de la boca. El animal se aproximó a Ángel Divino, que se echó hacia atrás mientras el caballo movía el sombrero hacia arriba; luego, lo dejó caer completamente torcido sobre la cabeza de la joven.

El animal retrocedió, movió la cabeza de arriba abajo, levantó del suelo las patas delanteras y las unió en un impecable y elegante avance.

– Absolutamente deslumbrante -murmuró el señor de la medianoche.

El imponente caballo continuó la marcha a paso lento, y nadie, ni siquiera Ángel Divino con aquel absurdo sombrero en la cabeza, se atrevió a interponerse en su camino.

– Aurevoir,macourageusechérie -dijo el jinete, que se inclinó hasta rozar la mejilla de Castidad al pasar-. Si quieres, volveré a por ti una noche.

El maestro Jamie había enmudecido. En medio del silencio, Ángel Divino levantó la mano y lanzó su piedra, pero el caballo ya se alejaba, fuera del alcance de la mala puntería de la muchacha. La piedra fue a dar entre los hombros de Castidad.

– ¡Pero bueno! -Castidad pegó un brinco y se volvió-. ¡Maldita seas, cabeza de gusano! ¿Por qué has hecho eso? -Se abrió paso hasta llegar a Ángel y le pegó un empujón que hizo que la muchacha diese con los huesos en el suelo, pero Castidad no se detuvo a comprobar los resultados de su acto, ni siquiera cuando el maestro Jamie pronunció su nombre, sino que corrió calle arriba tras el caballo.

Dulce Armonía también echó a correr. El caballo con su jinete ya había desaparecido en la oscuridad de la noche. Alcanzó a Castidad a mitad de la calle, la agarró del brazo y la hizo entrar en la casa que compartían. Su única esperanza era que el maestro Jamie tuviese otras cosas en que pensar y se olvidara de que Castidad había levantado la mano con violencia contra una de las favoritas de su rebaño.

Contra Ángel Divino, quien no dejaría que él lo olvidase.

– Arrodíllate, arrodíllate -le urgió Armonía cuando llegaron a lo alto de la escalera. Se oía tras ellas el rumor de las demás jóvenes acercándose-. Solicita el perdón.

Castidad se soltó de su brazo y se alejó enfadada, pero se arrodilló sobre su esterilla y cuando una hora más tarde apareció Ángel Divino con el maestro Jamie en persona, hizo gestos de arrepentimiento y, entre lloros, le rogó a la joven que la perdonase. A continuación se marcharon y reinó de nuevo la paz.

Cuando las campanadas de la iglesia señalaron el final de los rezos de medianoche, Castidad y Dulce Armonía se tumbaron en sus esterillas, muy próximas la una a la otra en la helada habitación.

– Armonía -dijo Castidad en un susurro apenas audible en la oscuridad-. El señor, ¿qué fue lo que me dijo?

Armonía se mordió el labio y no respondió.

– Por favor -murmuró Castidad-. ¿Qué significa chérie?

Dulce Armonía metió la cabeza bajo la manta.

– Significa «cariño» -dijo con voz suave-. Te llamó su valiente cariño.

– ¡Ay! -Se oyó solo una respiración, un leve susurro de sorpresa-. ¡Ay Dios mío!

S.T. había tenido la esperanza de entrar en la posada de los arrieros sin que nadie se diese cuenta, pero Leigh estaba esperándolo fuera; bajo la fría luz de la luna, una figura oscura surgió del borde del camino e hizo que Mistral diese un ligero respingo. Nemo la había encontrado antes; se metió entre los dos y empezó a pegar brincos y a dar vueltas con la emoción del encuentro. Ella seguía siendo la única mujer que contaba con la aceptación del lobo. Nemo se negaba a acercarse al Santuario Celestial, y solo una orden estricta le habría hecho entrar en la Twice Brewed Ale, donde habían cogido habitaciones hacía dos noches, por eso S.T. le había permitido andar por el páramo en libertad.

S.T. todavía llevaba puesta la máscara de Arlequín, reacio a dejar atrás al señor de la medianoche y volver a ser él mismo de nuevo. Adoraba aquella máscara; saboreaba la fascinación que despertaba, le había llenado de gozo ver los rostros atónitos de las jóvenes del Santuario Celestial. La había confeccionado él mismo; había pintado su alma sobre cartón piedra de la misma forma que lo había hecho la primera vez, hacía ya muchos años, mientras silbaba una melodía y trabajaba en solitario en el desván que había sobre el establo.

Había mantenido sus intenciones en secreto y se había escabullido cuando el resto ya estaba en la cama, pero ahora que las cosas habían ido tan bien no tenía ningún problema en pedirle a Mistral que iniciase un corto passage, que diese algunos pasos de trote en el aire, como si de una danza de la victoria se tratase. El caballo resopló, inseguro de aquella nueva solicitud, pero todas aquellas interminables semanas de adiestramiento y práctica en la carretera del norte habían inculcado en el animal las claves, así que lo intentó. Logró dar una ágil zancada en un intento de ir hacia delante y, al mismo tiempo, permanecer en el sitio. Al instante, S.T. le permitió relajarse y se inclinó a acariciarlo en recompensa. Mistral sacudió las crines con las orejas hacia atrás en actitud inquisitiva.

– Seigneur -dijo Leigh al tiempo que hacía una reverencia.

S.T. no sabría decir si lo que su voz expresaba era admiración o sarcasmo, pero, al descender un poco de las alturas a las que el éxito lo había transportado, sospechó que se trataba de lo segundo.

Se quitó el sombrero y se despojó de la máscara.

– Lady Leigh -murmuró con una ligera inclinación de cabeza.

– ¿Dónde has estado?

– He ido a visitar al reverendo señor Chilton -respondió, pero algo hizo que aquel anuncio no resultase tan gratificante como él había imaginado. Maldita fuese Leigh, de ella no iba a conseguir nada, para qué iba a engañarse.

– Creí que habíamos quedado en que no harías nada por tu cuenta.

– No -dijo él-. En lo que quedamos fue en que quien no haría nada serías tú. Ni sola ni acompañada.

La joven alzó el terso rostro hacia él, la luz de la luna le daba el aspecto de marfil. Estaba preciosa, tan bella que S.T. sintió una súbita sacudida en el pecho y no tuvo deseos de iniciar una discusión; no quería resucitar la pelea a causa de Chilton y los peligros y riesgos. Se preguntó cómo sería tener por una vez una conversación con ella, estar en la cama juntos y hablar de cosas corrientes. De cosas insignificantes como, por ejemplo, de que Mistral había aprendido a coger la cincha y a entregársela a él cuando se lo pedía o de si la posadera mataría al viejo gallo para hacer un guiso con él al día siguiente o sacrificaría tres gallinas jóvenes en su lugar.

Se pasó la manopla por el rostro y guardó la máscara en la alforja.

– ¿Quieres montar? -le preguntó, al tiempo que le ofrecía la mano.

– Prefiero andar. -Se quedó inmóvil y, a continuación, un repentino estremecimiento recorrió su cuerpo y hundió las manos en los bolsillos-. ¿Has ido hasta el pueblo a lomos de Mistral?