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S.T. desmontó y asió las bridas del caballo.

– No hubiese sido muy inteligente entrar allí a pie.

– Lo reconocerán. Sabrán describirlo. -Leigh se puso a caminar a su lado-. ¿Has matado a Chilton?

El hombre notó que había tratado de decirlo como si no le diese importancia, pero su voz había salido un tanto entrecortada, había temblado un poco al pronunciar la última sílaba.

S.T. tuvo ganas de darse la vuelta, abrazarla con fuerza y besarla en la frente… solo eso, como si fuese una niña. Quería decirle que ya no tenía por qué volver a preocuparse de Chilton. Pero habían pasado los dos días que llevaban juntos discutiendo, habían peleado hasta alcanzar un punto muerto, se habían quedado en un extraño suspenso en una posada de arrieros en medio de la nada, y argüían entre susurros, a puerta cerrada, qué iban a hacer a continuación.

S.T. sabía qué venía a continuación. Ahora contaba con sus propios motivos para la venganza, y era su intención obtenerla, pero era ella quien flaqueaba; iniciaba una disputa por cada uno de los planes, o se ponía emotiva, se encerraba en sí misma y dejaba de hablarle, a la vez que se apartaba de él como si tuviese algo que ocultar.

Aquello lo enfurecía. Habían llegado hasta allí y ahora parecía como si no quisiese que él lo hiciera. Aunque no se desmoronaba ante él ni se rendía, en una ocasión había llegado a decir que se olvidase de Chilton, que ya no le importaba, como si todo tuviese que esfumarse porque así lo había decidido ella. Luego, lo había mirado temblorosa y furiosa, como si él tuviese la culpa de que las cosas no sucediesen así.

No entendía qué era lo que quería, ni creía que ella misma lo supiese.

– No, no he matado a Chilton -contestó sin emoción.

– Deberías haberlo hecho -comentó ella- mientras tenías la oportunidad.

S.T. controló con esfuerzo su enfado.

– Gracias por el consejo, pero el asesinato a sangre fría no es lo mío.

– Él te ha visto, ¿verdad? Adivinará que eres el señor Bartlett. Ahora estará preparado porque tendrá miedo. Es peligroso, ¿es que todavía no te has dado cuenta, loco imprudente?

Mistral torció el cuello y pegó un brinco, en protesta por el súbito tirón en su bocado, y S.T. aflojó la sujeción, dio una zancada hacia delante y no apartó la vista del oscuro suelo.

– Sí que me he dado cuenta. Ya hemos tenido esta conversación. Más de una vez. Empieza a resultar tediosa, puedes creerlo.

– No juegues con él -dijo Leigh-. No se trata de un juego.

– Pues claro que sí. -S.T. se detuvo y la miró de frente-. Queréis venganza, señora, queréis justicia, pero no tiene sentido liquidarlo por la espalda. Quiero que sepa quién lo está matando. Quiero que vea ese pequeño y maléfico reino suyo hecho añicos. Quiero que los pedazos caigan uno a uno sobre él antes de que muera. -Bajó la mirada hasta el rostro de la joven-. Quizá tú hayas olvidado lo que te hizo, pero yo no.

Leigh ni se inmutó.

– Y después, ¿qué? -musitó entre dientes-. ¿Se supone que debo caer de rodillas ante ti y decirte que te adoro? Ni lo sueñes.

Aquello sí que le dolió. S.T. se sintió humillado y furioso, en gran parte porque en aquellas palabras había mucho de verdad. Todavía albergaba en su interior alguna esperanza de la que no había sido consciente hasta que ella la había expresado en voz alta.

Y solo Dios sabía cuál era el motivo. Aquella arpía condescendiente no estaba nada mal, pero como compañía no era precisamente cordial. No le costaría ningún trabajo encontrar a alguien mejor. Muchísimo mejor que ella, maldita sea.

Solo una pequeña parte de su ser seguía aferrada a la idea, seguía recordando aquel momento en que ella había posado la mano sobre su corazón.

Juntos. Tú y yo.

El resto de su persona le decía: ya, y el sol tampoco saldrá mañana. Qué imbécil era. Tenía sus defectos, pero jamás había sido un estúpido.

«Juntos. Tú y yo unidos.»

Nadie le había dicho eso antes.

Le habían dicho: «te quiero». Le habían llamado guapo, habían dicho que era encantador y travieso, que resultaba excitante, y le pedían que se quedara más tiempo o fuera con más frecuencia. Algunas querían que les llevara alguna bonita baratija que pudiesen enseñar a sus amigas, mientras les contaban entre susurros de quién procedía. Todo les parecía exótico y estimulante y afirmaban que nunca habían sentido una pasión parecida, con nadie, que jamás habían conocido aquella devoción ferviente que viviría en ellas para siempre. Luego, le preguntaban si él las quería de verdad.

Él les juraba que así era, les llevaba regalos, se quedaba todo el tiempo que podía, a veces más de lo que la prudencia aconsejaba, porque creía en todo aquello. Pero, en cierto modo, nunca era suficiente. Al final, siempre había intentos de convencerlo con dulzura que luego se convertían en ruegos, y más tarde en lloros.

– No tiene sentido esa actitud tuya de héroe de caballería, ¿es que no lo entiendes? -le estaba diciendo ella con beligerancia, como si él le hubiese discutido algo-. Yo no te quiero sobre mi conciencia.

S.T. no respondió, no tenía sentido hacerlo. Se limitó a posar la mano sobre el cuello de Mistral y a caminar en silencio; había perdido por completo aquella sensación de euforia que le había producido el encuentro en el Santuario Celestial.

Paloma de la Paz estaba completamente despierta, con los ojos húmedos, la rubia cabellera suelta sobre la espalda de una forma que Leigh, según la educación que había recibido, encontraba vulgar, hasta puede que promiscua.

– ¿Habéis estado fuera? -La joven apoyó una mano en el brazo del Seigneur-. Lady Leigh estaba en lo cierto… ¿habéis ido allí?

En la posada todavía había mucho ruido, el comedor estaba a rebosar por una caravana de arrieros que había llegado tarde. Los hombres sentados a las mesas no quitaban el ojo a la joven mientras daban tragos a sus cervezas y engullían enormes bocados de carne asada.

– ¿Nos retiramos al piso de arriba?

S.T. agarró con fuerza a Paloma de la Paz del codo y la obligó a darse la vuelta. Leigh subió tras ellos. El hombre se dirigió hacia la pequeña estancia que la joven compartía con Leigh, lo que hizo que el malhumor de esta empeorase.

Tan pronto como se cerró la puerta, Paloma lo asió de ambos brazos.

– Lady Leigh tenía razón, ¿no es así? Habéis vuelto al Santuario.

S.T. miró a Leigh con acritud.

– No era mi deseo que fuese de dominio público.

– ¡Entonces, es cierto! -exclamó la joven-. ¿Qué dijo el maestro Jamie? ¿Lo visteis?

S.T. tiró el sombrero y la alforja sobre una silla y se despojó del cinturón con la vaina de la espada.

– Confío en que, en cualquier caso, no me haya reconocido.

– ¡Ah! -dijo la joven con un deje de decepción-. ¿Os introdujisteis a hurtadillas?

S.T. sacó la máscara de la alforja y se la mostró, colgada de los dedos.

– No exactamente.

La muchacha se llevó la mano a la boca.

– Os cubristeis el rostro con eso. ¡Ah!

S.T. sonrió y sostuvo la máscara sobre el rostro. Incluso en aquella estancia iluminada por la luz de las velas, su apariencia cambió, le dio un aire misterioso y extraño, hizo que fuese imposible fijar la mirada sobre su rostro, que desapareció bajo los intrincados dibujos que cubrían la máscara. Los ojos relucían ligeramente allá al fondo; podía estar mirando a la una o a la otra, o a ninguna de las dos. Era imposible asegurarlo.

– Yo he visto dibujos de esa máscara -susurró Paloma de la Paz -. Es la de un salteador de caminos.

S.T. apartó de su rostro aquel objeto de camuflaje.

– Pero no es la de un salteador cualquiera, cariño. Es la mía.

La joven absorbió aquella información, allí de pie ante él mientras en sus labios se dibujaba una «o» de sorpresa. Leigh no tenía una gran opinión de su inteligencia, pero la verdad pareció abrirse camino en su mente con singular rapidez.