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– ¡El SeigneurdeMinuit! ¡Sois vos! Ay, ¿sois vos?

S.T. le dedicó una reverencia.

– No tenía idea -gritó la joven-. ¿Y habéis venido para castigar al maestro Jamie? ¿Lo teníais todo planeado? ¡Qué valiente debéis de ser! -Tomó asiento en una silla y lo miró-. ¡Qué maravilloso y qué valiente hacer eso por nosotras!

– Y qué maravillosa falta de prudencia -murmuró Leigh.

S.T. le dirigió una breve mirada para, a continuación, dedicarle una sonrisa a la otra muchacha.

– Es un honor estar a vuestro servicio, bella.

Paloma de la Paz se deslizó hacia el suelo hasta quedarse de rodillas. Tomó la mano del hombre y la besó, sin apartar los labios de ella.

– Gracias -musitó-. Muchísimas gracias. Sois tan bondadoso…

Leigh pensó que él se mostraría molesto ante semejante arrebato; sin embargo, permitió que la muchacha retuviese su mano. De hecho, daba la impresión de estar encantado; soltó una risita complacida e incluso alargó la mano para hacerle una caricia y apartarle los largos cabellos del rostro.

Leigh se humedeció los labios y se volvió bruscamente. ¡Qué hombre tan tonto! ¡Pues que se regodee en aquella adoración ciega! Cruzó los brazos con fuerza sobre el estómago y se apoyó en la pared para mirar por la ventana.

– Cuando hayáis terminado -dijo-, ¿tendrá a bien vuestra excelencia responderme a la pregunta de si, en medio de tantos planes, os habéis acordado en algún momento de los soldados del rey?

S.T. cogió a Paloma de los brazos y la levantó del suelo.

– Chilton no pedirá ayuda a la Corona.

– ¿Seguro? -Leigh vio que la otra joven lo miraba con timidez tras la brillante cortina de su cabello-. ¿Cómo puedes saberlo?

– ¿Llamar a los soldados? Eso sería lo último que él querría, tener un poder superior al suyo dentro de su propio reino. No tienes por qué preocuparte por mí en ese aspecto.

Paloma seguía sin soltarse de él. Se echó el pelo hacia atrás y tomó la mano de él entre las suyas. Él la miró, le dirigió una sonrisa leve e indulgente, y le apretó los dedos.

Leigh notó que se ruborizaba. Algo se retorció en su interior al ver que él tocaba a la joven de aquella manera tan dulce, con la misma naturalidad que si fuesen amantes desde hacía años. Pero Paloma de la Paz representaba lo que él quería, por supuesto, toda aquella admiración jadeante sin condiciones; daba igual que la semana anterior ella le hubiese vertido en el oído lo que ella creía que era ácido. ¡Menudo petimetre! ¡Maldito lechuguino estúpido!

– Es tarde. -Leigh se acercó a la vela y la apagó de un soplo. El aroma a humo y a sebo se extendió por la habitación.

– Y percibo el deseo de que me vaya -dijo él en la oscuridad-. Os deseo buenas noches, demoiselles.

Después de que la puerta se cerrase tras él, Leigh se quitó el chaleco y se metió en la cama en camisa. Se agarró al pilar de la cama que quedaba frente a la ventana y se aseguró de no rozar en absoluto el cuerpo de la otra muchacha cuando ella a su vez se acostó.

Durante largo rato Leigh se mantuvo inmóvil, aferrada al borde de la cama, mientras notaba que Paloma de la Paz daba vueltas y se movía a ratos, hasta que por fin el ritmo de su respiración se hizo acompasado al quedarse dormida. La luna brillaba baja y se reflejaba en los ojos de Leigh a través de la ventana, mientras se posaba lentamente sobre los páramos allá al norte, donde Nemo cazaba en solitario.

Leigh volvió el rostro hacia la almohada. Se mordió el labio y apretó con fuerza los párpados mientras trataba de que su corazón se hiciese de piedra.

Capítulo 19

Al oír el rumor de unos pasos al otro lado de la puerta, S.T. se sentó inmediatamente entre las sábanas y se frotó el rostro con el brazo. Hacía rato que los arrieros se habían acostado y que el ruido de la taberna se había apagado hasta quedar en silencio. Había dejado las cortinas de la cama atadas y descorridas, y la intensa luz de la luna bañaba todo lo que había en la habitación convirtiéndolo todo en negro y plata. S.T. entrecerró los ojos y escuchó.

El picaporte de la puerta hizo un ruido que sonó distante en su oído sano. S.T. se dio la vuelta en la cama y llevó la mano a la empuñadura de la espada. Como no tenía llave, no había cerrado la puerta con cerrojo; de súbito, toda su sangre se puso en circulación y transmitió la sensación de peligro a todo su ser.

La puerta se abrió con un crujido. Una figura pálida, descalza, se dibujó indecisa en el umbral.

– Leigh -dijo con voz ronca.

Por un momento, mantuvo la mano en torno a la espada, como si sus músculos tardasen un momento en recibir el mensaje que la cabeza les transmitía. Después se relajaron y S.T. alargó el brazo para dejar el arma donde estaba antes, al alcance de la mano.

– Maldita seas, mujer -musitó-. Algún día te encontrarás con una estocada en la barriga como sigas acercándote a mí de esa forma sigilosa.

La joven cerró la puerta tras ella. S.T. se incorporó sobre el codo.

– ¿Qué sucede?

Leigh no contestó y, para su sorpresa, se acercó y se arrodilló junto a la cama.

– Sunshine. -Consternado, se incorporó hasta sentarse-. ¿Qué demonios… estás enferma? -Alargó la mano para tocarle la frente.

La joven se la asió y dejó escapar un sonido peculiar, una especie de triste risita. Apretó los labios contra la piel de él y negó con la cabeza.

– ¿Qué es? ¿Qué te pasa?

– Quiero decirte una cosa -contestó ella. Su voz temblaba. Cuando él le cubrió el rostro con la mano, se quitó de un tirón la voluminosa falda que la rodeaba.

Lo invadió la conciencia de su presencia, la forma de su cuerpo bajo la camisa de lino cuando ella se enderezó. Apartó a un lado las sábanas y se puso de pie en la fría estancia, inseguro y excitado.

– ¿Decirme qué?

Ella volvió a emitir aquel extraño sonido, de espaldas a él, con las manos sobre la boca.

– Creerás que estoy loca -dijo con desaliento.

A la luz de la luna, él vio que estaba temblando.

– Tienes frío. -Hizo un movimiento sin pensar y casi la tomó en sus brazos. Después titubeó, incapaz de estrecharla contra su desnudez, y confió en que la oscuridad ocultase la reveladora reacción de su cuerpo.

Leigh se volvió de pronto y posó las manos en los brazos de él, mientras seguía haciendo gestos de negación y cedía en silencio a su abrazo.

– ¿Qué pasa? -La acunó y trató de transmitir calor a aquel cuerpo suave y tembloroso mientras exploraba con las manos su espalda y su cabellera. Sintió sobre el hombro desnudo la mejilla de ella, húmeda y fría.

– Sunshine -dijo lleno de dolor y la estrechó con fuerza contra sí-. ¿Estás llorando? Monange,mapauvrepetite.

Los dedos de ella se aferraron a sus brazos y los apretaron como si estuviese a punto de desaparecer. Él la estrechó en un prolongado abrazo, la rodeó y le acarició el pelo mientras ella lloraba en silencio y sus lágrimas caían sobre el hombro desnudo del hombre.

– Amorcito, mi niñita perdida -dijo para calmarla, y la meció con suavidad entre sus brazos mientras apoyaba la mejilla en su pelo-. Todo irá bien. No voy a dejarte sola.

Leigh apretó el puño y le dio un golpecito en el brazo.

– Embustero -dijo entre susurros-. Embustero.

S.T. se quedó desconcertado. Inclinó la cabeza hasta rozarle la oreja.

– No, no tienes nada que temer.

La joven no respondió, se limitó a esconder el rostro en el pecho de él. S.T. sentía cómo tomaba aliento de forma ahogada.

Después, a la luz de la luna, levantó los ojos y cruzó la mirada con la de él.