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Y él lo entendió. ¡Vaya si lo entendió! No eran necesarias las palabras para interpretar aquella mirada directa, la forma en que entornó las pestañas, la manera en que las manos acariciaban sus hombros inconscientemente.

– Leigh… -murmuró-. Dios mío.

La joven se acurrucó contra él, con los hombros encogidos, como si quisiese esconderse en su abrazo. Tenía que saber el alcance de su deseo y hundió su cuerpo, cuan largo era, en el de él.

S.T. tomó aire e hizo un enorme sacrificio: la apartó un poco y rodeó su rostro con las manos.

– Piensa un momento. Lo que ocurre es que has vuelto a este lugar. Tienes recuerdos. Eres infeliz. Estás de duelo. En realidad no quieres… esto. -La besó en la frente y después añadió con cautela-: ¿Verdad que no?

Leigh bajó la mirada. Él pensó que iba a hablar, ya que se humedeció los labios y fijó sus ojos en la garganta de S.T. El rastro plateado de las lágrimas refulgió sobre su piel.

– No quieres hacer esto -repitió él heroicamente.

La joven cerró con fuerza los ojos y, poco a poco, con decisión, empezó a tirar de él hacia la cama.

Entonces S.T. se rindió, y dejó los escrúpulos a un lado. Quería fundirse con ella en un todo, proporcionarle refugio, solaz y protección. Quería ahogarse en su cuerpo. La meció en silencio, la desnudó en silencio, le besó el hombro desnudo y el cuello y la empujó sobre la cama sin decir palabra.

– ¿Qué era lo que venías a decirme? -murmuró junto a su oreja.

Los labios de ella se movieron, lo sintió en la piel, pero no oyó sus palabras, bien porque fueron demasiado suaves para su oído, bien porque no las pronunció en voz alta.

– Yo también te amo -le susurró.

La joven echó la cabeza hacia atrás con aquel sonido doliente, mitad risa mitad llanto.

– Mira que eres creído, ¿eh? -dijo con voz suave y temblorosa.

Él la besó en la sien.

– Chérie -murmuró mientras recorría su mejilla con los labios-. Dime qué era lo que querías decirme.

Leigh levantó la vista hacia él.

– No lo sé -susurró-. No sé a qué he venido.

Y a la luz de la luna contempló el cuerpo de él; sin marcas, fuerte, sin señales visibles de las heridas que había sufrido.

Vivo. Ardiente como una llama dorada en la penumbra de la habitación.

El miedo y la desesperación hicieron que sus ojos se anegaran de nuevo, pero pensó que era suficientemente bello para derramar lágrimas por él.

S.T. le besó los párpados y la humedad se desbordó por debajo de las pestañas.

– No -dijo como si le doliese-, no.

Leigh lo atrajo hacia sí. Lo quería dentro de ella, como prueba de algo: de que estaba lleno de vitalidad, de calidez y de vida. El roce de aquella piel con la suya la hizo estremecer. El peso del hombre la hundió en la cama, su excitación era manifiesta y respondía a cualquier roce. Leigh se abrió para que él la tomase como ya había hecho antes, con impetuoso empuje, pero, en lugar de eso, él lamió su pezón con la lengua e hizo que de su garganta escapase un agudo suspiro.

Se había creído experimentada por haber yacido con dos hombres, pero él comenzó a hacerle cosas que nunca antes le habían hecho, y Leigh descubrió que apenas estaba iniciada en un mundo que su amante dominaba desde hacía tiempo.

Sabía cosas de ella que ella misma desconocía. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Arqueó el cuerpo mientras él le acariciaba los senos y con la lengua y el dedo índice dibujaba círculos en torno a los pezones, al tiempo que bajaba la mano y recorría el interior de su muslo con la suavidad de la seda para después enredarse en los rizos de vello.

S.T. se hizo a un lado y se apretó contra ella, a la vez que la obligaba con dulzura a darse la vuelta hacia el otro lado. Con el pecho pegado a la espalda de la joven y la dureza de su miembro contra sus nalgas, se inclinó hacia ella y le mordisqueó la suave piel de la axila para, a continuación, tras tirar de él, llevarse el seno a la boca y succionarlo. La rodeó, la fundió con su cuerpo, la apretó con fuerza e introdujo el muslo entre los de ella para convertir su cuerpo en un lecho erótico. Su mano se movió; sus dedos se introdujeron en lo más profundo del cuerpo de ella.

La sensación fue exquisita; la penetró intensamente mientras tiraba delicadamente de su pezón. Leigh se recostó y se dejó llevar, perdida en aquella sensación de estar rodeada de él, moviéndose al ritmo que él marcaba. Se oía a sí misma; de algún lugar en lo más profundo de su ser le llegaban pequeños gemidos de intenso placer.

Él se movió, subió la cabeza y le pegó un pequeño mordisco en el cuello.

– Te amo -susurró con fuerza-. Te amo, te amo, te amo.

Empujó el cuerpo contra la espalda de ella con lenta cadencia. Con cada movimiento, su brazo la aproximaba más a sí y ella sentía el calor de su aliento en la piel.

Leigh no pudo contenerse; se volvió hacia él, enroscó las piernas alrededor de su cuerpo y lo atrajo hacia sí con urgencia. S.T. se movió con un sonido ronco y masculino y montó sobre ella, ahora ya con la misma urgencia que ella. El cabello se le había soltado del lazo negro y le caía sobre los hombros; Leigh lo agarró con el puño, enredó en él sus dedos, y tiró de él para besarlo en la boca.

Su cuerpo dentro de ella parecía pesado, profundo y poderoso. La joven arqueó el cuerpo bajo el suyo. Él la penetraba sin prisa y la inmovilizaba con un movimiento estudiado y doloroso cada vez que ella se hundía; utilizaba su cuerpo para darle placer. La cabeza de Leigh cayó hacia atrás y su respiración se hizo entrecortada. Él le besó el expuesto cuello, succionó la sensible piel, presionándola contra la cama con todo su peso. Su ritmo se impuso sobre ella, la penetró y se hundió con fuerza en su centro. Ella lo recibió y le correspondió en igual medida; la pasión estalló sobre ella y su cuerpo se estremeció con sus impetuosas sacudidas, en sucesivas oleadas.

Solo se dio cuenta de que se había dormido cuando poco a poco se despertó. La luna todavía brillaba pálida y proyectaba sombras heladas sobre las encaladas paredes y las bajas vigas. Vio a S.T. con total claridad; yacía sobre un costado, tenía el brazo sobre su cuerpo y el rostro ligeramente vuelto hacia ella.

Leigh pensó que estaba dormido; su pecho subía y bajaba suavemente al respirar.

Sin moverse, lo contempló. Era un sentimiento crudo y extraño el de aquel amor terrible, aquella sensación temblorosa de ser dueña de una porción de felicidad. Le provocaba temor, pero no podía renunciar a ella. Y lo que era peor, dejaba el resto de su espíritu sumido en el caos; incapaz de resucitar la dura resolución que la había impulsado a llegar hasta allí. Odiaba a Chilton, pero esa emoción le resultaba distante e ilusoria en comparación con la intensidad del sentimiento hacia el hombre que yacía a su lado.

Y cuando lo perdiese…, cuando se marchase… ¿entonces qué? Sentía pánico. El terror ante ello esperaba agazapado en algún lugar del futuro, frío e implacable, real pero hipotético, como los monstruos infantiles que habitan la oscuridad más allá de la cama. Es imposible que estén ahí, dijo entre sollozos la niña que había en ella. No son más que sombras.

«Ay, pero están ahí.

»Están ahí. Existen. Únicamente los príncipes azules se desvanecen como sombras cuando por fin llega la luz del día.»

Estudió el arco formado por el músculo de su brazo extendido, la forma de su mandíbula, la manera en que los dedos de la otra mano se posaban sobre su enredada y brillante cabellera.

Con dolor, casi sin aliento, susurró:

– Te amo.

Él abrió los ojos.

Lentamente, apareció una sonrisa. Alargó la mano, la posó sobre la sien de la joven y le alisó un mechón de pelo entre el pulgar y los otros dedos.

Leigh vio que se disponía a hablar, acercó la mano a sus labios y se echó un poco hacia atrás.

– No. No lo digas.

Él se incorporó sobre el codo. La luz de la luna le caía sobre el rostro y subrayaba la curva ascendente de una de sus cejas, lo que confería un aire malicioso a su sonrisa.