– No seas tonta, Sunshine… ¿no quieres que diga que te amo?
– No digas que me amas. No digas que nunca antes habías sentido esto. No digas…, en fin… no digas ninguna de esas cosas. -Se mordió el labio-. No podría soportarlo.
Él apartó los ojos. El gesto de su boca se endureció un poco. Movió los dedos sobre la piel del hombro de ella y los bajó hasta sus senos con apenas un ligero roce.
– En tal caso, me dejas sin palabras.
Leigh miró hacia arriba. La ligera caricia de sus dedos recorrió su piel y dibujó en ella círculos, corazones, espirales.
– Lo único que yo quería era a Chilton -musitó-. Quería tu ayuda. No buscaba un amante. Quería justicia por lo que le han hecho a mi familia. Eso es lo único que pedía de ti.
– Y lo tendrás -le aseguró él.
– ¡Pues claro! -La joven rió sin ganas-. Tú eres el Seigneur, ¿no es cierto?
La mano de él se inmovilizó.
– El gran salteador de caminos -continuó ella-. El señor de la medianoche. La leyenda, el héroe, el mito. -El miedo la volvió implacable-. Arrojé tu collar de diamantes a la represa de un molino.
Notó cómo el cuerpo de él se alteraba con un ligero movimiento, todos los músculos en tensión. Él la agarró del hombro, se inclinó sobre ella y la besó en la boca, con besos ásperos en las comisuras de los labios y en el centro, dulces por su calidez y su sabor.
– ¿Qué es lo que quieres? -Su boca apenas se separó de la de ella para tomar aliento-. ¿Quieres que me ponga de rodillas?
Ella lo miró a la cara.
– Quiero que me dejes en paz.
– Tú viniste a mí. -La boca de él descendió, pero sin llegar a besarla del todo.
– Para olvidar. Para dejar de sufrir. -Se mordió el labio-. Para sufrir toda la vida.
– Yo no te haré daño -susurró S.T.
Ella cerró los ojos.
– Me haces pedazos.
– Leigh -dijo él-, te amo.
La intensidad de su voz hizo que ella volviese el rostro.
– Déjame en paz -dijo.
S.T. se apartó y se incorporó con la ayuda del brazo.
– ¡Que te deje! -repitió. En su voz había frustración.
– No lo soporto, ¿por qué te es tan difícil entenderlo? -La voz de Leigh comenzó a quebrarse-. ¿Por qué no tienes piedad y me dejas en paz?
S.T. dio una vuelta sobre la cama y se levantó. Se quedó allí erguido, desnudo y espléndido, con el pelo suelto y el cuerpo cubierto de sombras.
– ¿Por qué viniste a mí?
La joven hundió el rostro en el espacio cálido en el que él había estado acostado.
– Déjame en paz.
– Dime por qué viniste, Leigh.
La joven aplastó la almohada contra ella.
– Deja solo que te ame -dijo él-, solo tienes que dejarme…
– ¡Amor! -Echó la almohada a un lado, se sentó, y tiró de la sábana para taparse-. Eres un hipócrita. Para ti no significa nada decir esa palabra, ¿a qué no? Parloteas sobre el amor, las rosas, la entrega, pero no conoces el significado de ese término. Nunca lo has conocido, y dudo que lo conozcas alguna vez.
Él exhaló una bocanada de aire.
– No te entiendo. ¿Cómo eres capaz de decir algo así después de…? -Extendió las manos y emitió un sonido ahogado-. Después de esto.
– ¡Esto! Esto es un antojo, un capricho pasajero, un sueño. Puede que quieras a tus caballos, puede que aprecies a Nemo…, pero todo lo que quieres de mí es que sea tu reflejo. ¡Tú y tu maldita máscara! -Ahora lloraba abiertamente, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados para contener las lágrimas-. Deja ya de disfrazarlo de amor, porque yo sí sé lo que es el amor, y duele, duele mucho.
– Sí -dijo él en voz baja-. Esto duele.
Leigh notó que él se le acercaba. La cama se hundió a su lado bajo el peso de él, que le acarició el rostro mientras ella se apartaba.
– No -dijo-. Esta noche ya has conseguido lo que querías de mí.
– Eso no es todo lo que quiero.
– Ah, ¿no? -dijo ella con amargura-. ¿Cómo pude pensar que era suficiente? Solo quieres todo mi ser, cada milímetro de mi cuerpo y de mi alma, eso es lo que quieres. -Abrió los ojos y lo miró directamente a los suyos-. No soy yo quien exige que un amante se arrodille ante mí.
S.T. bajó la mirada, con el rostro serio, preocupado.
– Tú dijiste que estábamos tú y yo juntos, y yo me sentí tan bien… Lo quiero así. -Levantó la vista, la miró por debajo de las pestañas y dijo en voz baja-: Creo que sí sé lo que es el amor, Leigh.
– ¡Vete! -La joven estrechó la almohada con sus brazos-. ¡Vete, vete, vete!
– Fuiste tú quien vino a mí -dijo él con suavidad.
– Te… te odio.
Él se inclinó y reposó la frente en el hombro de ella.
– No puedes -dijo entre susurros-. No puedes odiarme.
Durante un instante ella se quedó sentada con los labios temblorosos; notaba frío en todo el cuerpo excepto donde él la tocaba.
– ¿Cuántas historias de amor se os atribuyen, monseigneur? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Cien?
Él no levantó la vista.
– Eso no importa.
– ¿Cuántas?
– Bastantes, pero nunca entregué el corazón, no como ahora.
– Yo he tenido una -dijo ella-. Él se llamaba Robert. ¿Cuántos nombres recuerdas tú?
Él exhaló el aliento y se apartó.
– ¿Por qué?
– ¿Y por qué no? Nómbrame a las cinco últimas.
– ¿Qué es lo que intentas?
Ella irguió la barbilla.
– Pobres damas, ¿acaso no las recuerdas?
– Claro que las recuerdo. La última se llamaba Elizabeth, y fue la zorra que me entregó a las autoridades.
– Va una. -Lo observó con atención-. ¿Quién precedió a Elizabeth?
Él frunció el ceño y cambió de postura, apartándose fuera de su alcance.
– No veo qué importancia tiene.
– Te has olvidado.
– No me he olvidado, maldita sea. Elizabeth Burford, Caro Taylor, lady Olivia Hull, y… Annie… Annie…, era una Montague, pero se casó dos veces… me perdonarás si no soy capaz de recordar su nombre de casada, y lady Libby Selwyn.
Leigh enarcó las cejas.
– Te mueves por círculos distinguidos.
S.T. se encogió de hombros.
– Me muevo por donde me apetece.
– ¿Estuviste enamorado de todas ellas?
– Ah, ¿se trata de eso? No, no me enamoré de ninguna de ellas. No se parecía nada a esto. Esta vez… -Se interrumpió, detuvo su mirada, y después apartó los ojos de los de ella-. Esta vez es distinto -anunció.
– Sin duda. ¿Tienes la intención de montar un invernadero? ¿De construir una bella casa señorial en lo alto de una colina? ¿De abandonar tus… ocupaciones y convertirte en un honrado hidalgo rural?
Él siguió con la mirada perdida en las sombras, pensativo.
– Hay un precio por mi cabeza. Ya lo sabes.
Ella apartó las mantas.
– Qué suerte la tuya.
Él le dirigió una rápida mirada.
– Yo no veo la suerte por ninguna parte.
– ¿No? -Leigh tanteó con las manos en busca de su camisa, y se la metió por la cabeza.
– Espera. -S.T. alargó la mano hasta ella-. ¡Leigh! ¡No te vayas de esta forma!
– No quiero quedarme. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
– Tú no eres igual a las demás -declaró él-. Yo te amo. Te amo. Eres…, Dios mío, Leigh, eres como el sol, reluces con tal intensidad que me haces daño. El resto… el resto a tu lado no son más que velas.
La joven se llevó la mano al corazón.
– Una galantería muy bien expresada, bien construida -murmuró-. Ya te dije que tenías que haber sido trovador.
– ¡Que el diablo te lleve! -Se oyó el ruido de sus pies al chocar contra el suelo-. ¿Por qué no quieres creerme? ¡Te amo!