– ¡Está clarísimo! ¿Qué diablo quieres que sea el que me lleve?
Él agarró la columna de la cama.
– Leigh, escúchame. -Su voz aumentó de potencia-. Jamás me había sentido así.
Ella se echó a reír a carcajadas.
– Es la verdad -dijo él a gritos-. Jamás me había sentido así. Nunca. ¡Te amo! Por lo que más quieras, dime qué tengo que hacer para demostrártelo.
Ella se quedó quieta con la mano en la puerta y la vista en el picaporte.
– Dime qué.
Leigh se ciñó la camisa al cuerpo y se estremeció.
– Dejar a Chilton en paz -dijo despacio.
– ¿Qué?
Leigh se volvió hacia él.
– Aléjate de Felchester. Olvídate de Chilton. Deja las cosas como están.
– ¿Que me olvide de Chilton? -repitió él. Su brazo se puso tenso sobre la columna-. ¿Qué quieres decir?
– Creo que está suficientemente claro.
S.T. negó con la cabeza, confundido.
– En absoluto. -E hizo un nuevo gesto de negación-. No. ¿Es así como tengo que demostrarte mi amor? ¿Dejándote en la estacada?
– Ya no me importa -dijo ella sin alterarse-. No hará que mi familia resucite. No cambiará nada. Lo sabía, pero… -Tomó aliento-. Pero parece que últimamente lo veo aún más claro.
– Y, entonces, yo tengo que olvidarme del plan.
– Sí.
S.T. guardó silencio durante largo rato. Leigh se apoyó en la puerta y se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío.
– No puedo -dijo el hombre al fin.
Ella bajó la cabeza.
– ¡No puedo! -dijo él aún más alto- Y, además, carece de sentido. No te entiendo.
Ella cerró los ojos.
– ¿Entiendes el miedo, Seigneur? ¿Es que ninguna de tus damas temió jamás el momento en que te ponías la maldita máscara y partías a caballo para jugártelo todo?
– Ninguna lo dijo. ¿Es que dudas de mí? ¿Cómo iba a saber lo que siento si siempre me escabullo sigilosamente como un cobarde?
– Puede que así demostraras que piensas en lo que yo siento -dijo ella con dureza-. Pero eso no forma parte de tu amor, ¿verdad? -Y abrió el picaporte de un empellón.
– ¡Sí que pienso en lo que tú sientes! No puedes hacer que me aparte de esto; eso no puede ser amor, ¡no puede ser lo que de verdad quieres de mí! Que me convierta en una nulidad sin carácter.
– Qué más da que yo lo quiera -dijo ella con desdén-. Tú no estás dispuesto a dar nada de ti mismo. Escóndete tras tu máscara si eso es lo que quieres. Yo no quiero tener nada que ver con eso.
– Leigh -dijo él con un leve tono de desesperación en su voz-. ¿Y si te equivocas con respecto a mí?
La joven salió al pasillo y cerró suavemente la puerta tras ella.
S.T. inclinó la cabeza y apretó las palmas de las manos sobre los ojos. Maldita fuese, que el demonio se la llevase, ¿cómo podía saber ella si lo que él sentía era o no amor? Estaba tan segura, tenía tanto resentimiento, le daba la vuelta a las intenciones de él de tal forma que hacía que hasta él dudase de sí mismo.
Era distinto esta vez. Él adoraba su valentía; la amaba cuando su sombrero goteaba bajo la lluvia helada, tenía el pelo pegado al cuello y no se quejaba; la amaba cuando llevaba pantalones de montar, cuando le gruñía a Paloma y cuando le lavó los ojos a la yegua ciega. La amaba porque lo había seguido; la amaba porque nunca lloraba y la amó hasta lo más profundo y descarnado de su ser cuando sí lo hizo. Quería abrazarla y protegerla, y deseaba su respeto con más urgencia de lo que en su vida había deseado ningún premio.
Debería habérselo dicho. Había planteado las cosas mal; debería haberlo expresado todo de forma distinta. Pero ¿cómo podía decir semejantes cosas? A una mujer que se burlaba así de él. Que dudaba de él. Ardía de vergüenza al saber que ella tenía tan poca confianza en su destreza, que sentía miedo por él. De repente, todas aquellas discusiones y dudas en torno a Chilton cobraron sentido para él.
Pero ella había ido hasta él. ¿Por qué lo había hecho, Señor, por qué le había permitido amarla, para después decirle lo que pensaba de él? ¿Que era un fracasado, un fraude, tan incompetente que le daba miedo que cabalgara hacia el peligro?
Siempre sucedía así. Un instante de equilibrio, un momento de unión, y a continuación todo se hacía pedazos. Esta vez había sido distinto, nuevo, diferente, y sin embargo había vuelto a suceder lo mismo que en ocasiones anteriores; y todo desaparecía ya en el tiempo y en el recuerdo. Se desesperó al pensarlo, se echó boca abajo sobre la cama y apretó una almohada entre las manos como si pudiese estrangularla.
«Te amo -pensó con furia-. Te demostraré que esta vez es diferente.» Se sentó con la almohada en la mano y la golpeó contra el poste de la cama. «¡Es distinto!» Apretó los dientes y golpeó la almohada por el otro lado. «Te quiero… Te lo demostraré… Te amo… Te lo demostraré… es diferente, nuevo, distinto…» Siguió dando golpes hasta que las plumas empezaron a flotar a su alrededor. Era imposible atraparlas, combatirlas o dominarlas.
Capítulo 20
Al llegar el crepúsculo, Dulce Armonía lo oyó y se irguió sobre su costura. Su mirada buscó la de Castidad. El sonido resonaba en la calle silenciosa; los cascos del caballo repicaban contra la piedra en solitaria cadencia.
Habían pasado cuatro días. Las manos de Castidad estaban enrojecidas y ensangrentadas, hinchadas a causa de las ortigas que tenía que llevar consigo a todas partes como símbolo de su arrepentimiento por haber dado un empujón a Ángel Divino. Las ortigas estaban ahora en su regazo, secas y tiesas; habían perdido los pelillos irritantes por las horas de contacto con su piel. Por la mañana, Ángel la acompañaría hasta el prado para asegurarse de que cortaba un nuevo ramillete de penitencia.
Armonía bajó los ojos, temerosa de que la traicionara el vuelco alocado de su corazón. Estaba de vuelta. Había dicho que regresaría, y lo había hecho. Armonía vio el rubor escarlata que tiñó el rostro de Castidad.
«No te levantes -quería gritarle Armonía-. No te muevas, no hables.»
Pero no se atrevía a dejar ver que había oído aquel sonido en la calle mientras Ángel Divino siguiese allí sentada con ellas. Contuvo la respiración y continuó con su labor, clavando la aguja en el lino con movimientos nerviosos.
– Oigo que el maestro Jamie nos llama -dijo Ángel Divino, dejando a un lado su costura.
Armonía no oía otra cosa que el golpear de las herraduras en los adoquines.
– Vamos -dijo Ángel poniéndose en pie-. Tú debes coger las ortigas, Castidad.
Armonía se levantó. Castidad emitió un leve sonido al ponerse de pie, pero Armonía no podría decir si fue de dolor, de ira, de miedo o de protesta.
– ¿Has dicho algo, querida hermana? -preguntó Ángel con cariño.
– No, Ángel. -Castidad inclinó el rostro.
– Tu tiempo de aflicción pronto terminará. Debes asumirlo con elegancia y obediencia en tu corazón.
– Sí, Ángel -murmuró Castidad-. De verdad que lo siento.
– El maestro Jamie quiere que nos unamos a él para destruir la amenaza del diablo -anunció Ángel Divino con serenidad, y esperó a que las otras saliesen por la puerta antes que ella.
En las profundas sombras de la noche ya había otros hombres reunidos, alineados a lo largo de la calle al lado de los montones de piedras que habían recogido. Eran para defenderse, para luchar contra la influencia del diablo. Esta vez estaban preparados. Calle abajo apareció el diablo, a lomos de su caballo, cubierto por la deslumbrante máscara burlona.
– Aléjate -gritó alguien, una voz aguda y solitaria en medio del silencio-. No te queremos aquí.
El caballo continuó adelante y se acercó con lentitud. Armonía deseó poder gritar lo mismo, hacer que él se alejase, impedir lo que iba a suceder.