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La campana de la iglesia sonó una sola vez. El maestro Jamie apareció en la esquina del atrio con la Biblia en los brazos. Era la hora de la cena. Todas las noches hacía aquel recorrido a aquella hora exacta, para dar su bendición a la ceremonia de obediencia que tenía lugar en el dormitorio de los hombres.

Se detuvo en lo alto de la calle, de cara al diablo que se aproximaba.

Armonía apartó la mirada de él y la volvió a posar en el jinete. Uno de los hombres cogió una piedra y la lanzó. No dio en el blanco. De pronto, el caballo ya no iba al paso, se movía con trote rápido y contenido. Pasó por delante de Armonía y Castidad antes de que Ángel Divino tuviese tiempo de coger una piedra del montón más próximo.

Cayeron piedras sobre la calle, la mayoría lanzadas sin fuerza un instante demasiado tarde. Armonía se dio cuenta con horror de que ni siquiera había cogido una, miró a Ángel, y se inclinó con rapidez a coger una mientras los hombres se movían calle arriba, enarbolando piedras de mayor tamaño. Algunos de ellos tenían horcas en las manos, y uno incluso llevaba un trabuco. Las jóvenes lanzaban débilmente, sin muchas ganas de hacerlo, pero los hombres hacía ya días que ponían gesto adusto, hablaban y hacían promesas sobre lo que le harían al intruso si aparecía otra vez.

Desesperada, Armonía volvió de nuevo la mirada hacia el maestro Jamie cuando el caballo y el jinete encapuchado se acercaron a él al trote Alguien chilló. Armonía tragó saliva, incapaz de hacer el menor movimiento mientras el maestro Jamie alzaba la Biblia con ambas manos.

– ¡Arrojadle las piedras! -gritó con voz estentórea que reverberó hasta llegar a las colinas-. ¡Expulsad al diablo!

Las grandes piedras salieron por los aires, pero ni una de ellas dio en el objetivo; el caballo estaba completamente fuera de su alcance y había rebasado el lugar donde el maestro Jamie se encontraba.

El hombre bajó el libro y gritó:

– ¡Hemos triunfado! ¡Mirad cómo huye del justo castigo divino!

Los hombres prorrumpieron en vítores desiguales, pero Armonía permaneció callada junto a las demás y contemplo al caballo, que se había detenido justo detrás del maestro Jamie y que ahora volvía atrás, con las patas cruzadas, en un movimiento lateral.

Se detuvo tras él. El jinete casi rozaba con su bota la espalda del maestro Jamie.

El hombre de la máscara observó a los presentes. Armonía no distinguía su boca entre las sombras bajo la máscara de arlequín, pero estaba segura de que se reía.

El maestro Jamie no se dio la vuelta. Debía de saber que el enmascarado estaba allí, pero se quedó erguido y empezó a andar hacia ellos como si siguiese su camino hacia el comedor.

El caballo blanco iba justo detrás, moviéndose de lado. Cada dos o tres pasos chocaba con el maestro y lo hacía tambalearse. Cuando el hombre se detuvo, el animal le arrancó el sombrero de un mordisco y lo agitó de arriba abajo.

Alguien soltó una risita. Los hombres se quedaron quietos con las piedras en la mano, incapaces de lanzarlas ante el riesgo de darle al maestro Jamie. De pronto el hombre del trabuco se lo llevó al hombro.

El señor de la medianoche desenvainó la espada al instante, al tiempo que soltaba las riendas, y le puso la hoja al cuello al maestro.

– Tíralo al suelo -dijo con su voz profunda y clara.

La luz nocturna pareció reverberar sobre la hoja de acero. Armonía, para su enorme sorpresa, se dio cuenta de que el maestro Jamie temblaba y que su rostro estaba blanco.

El caballo volvió a moverse de lado y a chocar contra la espalda del hombre, que se lanzó hacia delante y después se volvió para agarrar la espada.

– ¡Dispara! -gritó-. ¡Mata al diablo!

Sus dedos desnudos se cerraron en torno a la hoja. Hubo un movimiento hacia arriba y Armonía vio sangre, oyó gritos y los alaridos del propio maestro Jamie cuando el filo se deslizó por sus dedos.

La espada se alzó en lo alto, libre. El señor se inclinó, rodeó el pecho del maestro Jamie y lo arrastró hasta subirlo a medio camino de la silla, mientras el enorme caballo se apoyaba sobre las ancas y se encabritaba.

Los pies del maestro oscilaron sobre el suelo.

– ¡Dispara! -dijo entre alaridos-. ¡Fuego!

– ¡No puedo! -gritó el hombre-. No puedo… maestro Jamie, bajad de ahí; ¡soltaos!

Pero el señor de la medianoche lo agarró con fuerza mientras él se retorcía y daba patadas al aire como un loco, y no dejaba de dar chillidos cada vez que el caballo se encabritaba.

El hombre dejó caer el trabuco.

– ¡Dejadlo en el suelo! ¡Soltadlo! -El hombre casi sollozaba de frustración-. ¡Dejadnos en paz, desalmado! ¿Por qué no nos dejáis en paz?

El señor lo soltó. El maestro Jamie cayó sobre sus rodillas y se apresuró a ponerse en pie. Empezó a alejarse con rapidez, pero el caballo hizo un movimiento y lo enganchó por el cuello del gabán. El animal se echó hacia atrás, y el maestro Jamie tropezó y cayó sentado.

– Pobre individuo -comentó el señor-. ¿A que no es tan divertido cuando se está del otro lado?

El maestro Jamie se levantó del suelo helado y se puso de rodillas, al tiempo que unía ambas manos.

– ¡Señor, tú has visto mi dolor! ¡Juzga mi causa! Has visto su venganza, sus tramas contra mí. Yo soy el objeto de su copla burlona. Tú les darás su castigo, Señor; lanzarás tu maldición sobre ellos. ¡Los perseguirás con ira y los destruirás desde el cielo del Señor!

Ángel Divino se hincó de rodillas y empezó a rezar con él en voz alta. Uno a uno los siguió el resto. Armonía miró hacia ellos y hacia Castidad, que seguía en pie con las ortigas en las manos y miraba al señor de la medianoche. Su cuerpo se estremeció; de repente echó al suelo las ortigas y salió corriendo hacia el caballo.

– Tú dijiste…

La joven se detuvo cuando el maestro Jamie alzó el rostro. Continuó con sus rezos, pero no dejó de mirarla sin pestañear ni una vez. Castidad cruzó los brazos sobre el pecho y le devolvió la mirada, como un pájaro inmóvil ante una serpiente.

– Chérie. -El señor alargó la mano, cubierta por un guante negro, y su voz sonó vibrante en contraste con el monótono sonido de la plegaria del maestro Jamie-. ¿Deseas venir conmigo?

Castidad se volvió hacia él.

– ¡Sí! -La palabra sonó como un trino tembloroso-. ¡La otra vez dijiste que podía! ¡Lo dijiste, por favor! -Alzó la mano hacia él, y después soltó un gemido ahogado que todos pudieron oír cuando el guante de él se cerró sobre sus inflamados dedos.

Él la soltó, pero la joven se aferró a su brazo. Armonía vio que el hombre se inclinaba y le tomaba las manos con suavidad con sus guantes abiertos. Después, la máscara se irguió y los profundos ojos se apartaron de Castidad para fijarse en el maestro Jamie.

Armonía tragó saliva. Vio la ira que encerraba aquella mirada. Ni siquiera los dibujos en blanco y negro de la máscara fueron suficientes para ocultarla.

– Muy bien, ya puedes rezar con toda tu alma, Chilton -dijo el señor de la medianoche-. Porque aún no he acabado contigo.

Con las primeras luces del alba, bajo una de las sucias ventanas de la taberna Twice Brewed Ale, Leigh cubrió las manos de la joven con ungüento y se las vendó con una gasa.

– Ortigas, ¿eh? -La posadera había llevado la bandeja en persona, con las mangas subidas hasta sus pecosos codos, y la dejó con estrépito-. Eso es una crueldad -dijo con aire severo-. No me hace gracia que ese joven ande por ese lugar de noche. Aquí no queremos problemas.

Castidad se volvió hacia la mujer con el terror reflejado en sus ojos.

– Señora, por favor, ¿vais a echarme de aquí?

La mujer cruzó los brazos.

– No va conmigo eso de echar a nadie. Pero no es bueno que el caballero vaya a remover en aquel caldero, y si el muchacho no deja de hacerlo, no puedo acogerlos aquí.

– Yo hablaré con él -dijo Leigh sin alterarse.

La posadera miró por la ventana con el ceño fruncido hacia el lugar donde el Seigneur entrenaba a Mistral en el patio del establo. Aquella mañana, como cualquier otra, se había levantado al alba para adiestrar al caballo, y a lomos de él le hacía describir círculos y dibujar la figura del ocho y las serpentinas. Ambos, jinete y montura, se movían en silencio, absortos en la tarea. Solo se oía la respiración rítmica de Mistral para marcar el ritmo. Paloma de la Paz estaba con ellos acurrucada bajo su capa, sombra fiel del Seigneur, siempre dispuesta a traer cosas, a llevarlas o a ayudar en lo que fuera.