– Sí, hablad con él, total para lo que va a servir… -La posadera negó con la cabeza-. Yo oigo cómo lo reñís y os ponéis, señorita, pero él sigue yendo, ¿a que sí? -Se alejó hacia la puerta con pasos pesados y se volvió-. Es un muchacho apuesto, ese rebelde, pero solo sabe parlotear y atraer y encandilar a muchachas ingenuas como vos con sus gracias. ¡Que hablará con él, ja!
La puerta se cerró de un portazo, y las dejó solas en la estancia vacía. Castidad estaba sentada con la cabeza inclinada.
– Siento muchísimo, señora, causaros problemas.
– No es culpa tuya -le aseguró Leigh-. Pero debes escucharme. -Y bajó la voz antes de decirle-: Lo has visto con la máscara, pero si te importa en algo su vida, o la mía, o la tuya, no se lo mencionarás a nadie jamás. No saben que se encuentra en este lugar. ¿Lo entiendes?
– Sí, señora -afirmó Castidad con un hilillo de voz-. Lo entiendo.
– Esta tarde te cambiaremos la gasa. Trata de no rascarte las manos. -Leigh llenó una cucharada de medicina-. Tómate esto.
Castidad la tragó.
– Gracias, señora -dijo entre susurros.
Leigh recogió las gasas y el bálsamo, y acercó la bandeja a Castidad.
– ¿Puedes utilizar las manos para comer?
– Sí, señora.
La puerta principal se abrió. El Seigneur se agachó para no chocar con el dintel y entró, vestido de cuero y con botas altas negras, con Paloma pegada a sus talones. Ni siquiera miró a Leigh, como si no se encontrase allí; se quitó los mitones y se los metió en el bolsillo. Hacía cuatro días que no hablaba con ella directamente; se dedicaba a entrenar a Mistral durante todo el día y luego desaparecía en su dormitorio. Leigh había empezado a pensar que tal vez no regresaría a Felchester.
Pero, por supuesto, lo había hecho.
Vio que Castidad lo miraba. La muchacha tenía los ojos fijos en el rostro de él con expresión de completa adoración; no tocaba la comida, ni hablaba ni apartaba de él la mirada.
– Tuvasbien,petitecourageuse? -le preguntó alegremente.
El rostro de Castidad se tornó escarlata. Escondió las manos en el regazo, jugueteó con la gasa y lo contempló en silencio.
Leigh contuvo un suspiro.
– Creo que tiene un poco de dolor -respondió por la joven-. Le he dado una pequeña dosis de láudano.
Él rozó con una ligera caricia la mejilla de Castidad y se sentó en el banco de respaldo alto junto al hogar. Paloma de la Paz se sentó a su lado, lo bastante cerca como para rozar su manga, y le dirigió una mirada de reojo por debajo de las pestañas, llena de admiración y de promesas.
Y no era que él lo exigiese exactamente. Nunca hacía otra cosa que sonreír y aceptar lo que le ofrecían. Pero Leigh percibía con claridad cuánto le complacía a aquel idiota que lo adulasen, lo arrullasen y lo adorasen.
– La posadera nos ha advertido de que no seremos bien recibidos aquí -dijo con frialdad- si regresas a ese lugar.
Él aspiró profundamente y se reclinó contra el respaldo.
– Ah. Eso es imposible.
– Únicamente si te empeñas en seguir adelante con esta locura.
S.T. se agachó para desabrocharse las espuelas.
– ¿Y si le pongo fin? En cualquier caso, tendríamos que hacer el equipaje y marcharnos.
– Tiene miedo de lo que pueda sucederles a ellos por tu culpa. -Leigh, incapaz de continuar sentada, se levantó. Se puso frente al pequeño fuego que crepitaba y humeaba en el enorme hogar-. Tendrías que haberlo matado la primera vez -dijo en voz baja-. ¿Qué crees, que puedes robarle a sus discípulos uno a uno hasta haberlos liberado a todos? Puede que algunos de ellos no estén tan desesperados por marcharse.
Castidad dijo con timidez:
– ¿Podría ir y traer a Dulce Armonía? Tengo miedo de que… -Su voz se quedó en suspenso.
El Seigneur la miró. Una leve sombra le endurecía la mandíbula.
– ¿Por qué tienes miedo?
– Por ella… por el castigo que le impondrán. Dulce Armonía no le lanzó piedras y se quedó de pie a nuestro lado mientras el maestro Jamie rezaba. Y Ángel Divino la vio. -Empezó a mordisquearse el labio-. Estarán muy furiosos porque yo me haya escapado a caballo con usted.
– ¿Lo ves? -dijo Leigh con brusquedad-. Ahora a la que perseguirán será a esa joven, Dulce Armonía.
Él se puso en pie con las espuelas colgando de la mano.
– ¿Y qué hubieses preferido? -Su firme mirada la traspasó-. ¿Estás diciendo que tendría que haber dejado allí a Castidad? Tú le has curado las manos, has visto lo que le han hecho solo porque yo me dirigí a ella en particular.
– ¡Por supuesto que lo he visto! ¿Por qué no lo ves tú? -Leigh se asió al alto respaldo del banco-. Sabes lo que es capaz de hacer y, sin embargo, vuelves a ir y los provocas; sales disparado como un caballo desbocado. Castidad ha dicho que uno de ellos tenía un trabuco. -Se apartó de la madera con un gesto-. Es una suerte que no te hayan disparado en cuanto te han visto.
Él se inclinó hacia ella, con el ceño fruncido, el hombro contra el respaldo.
– Pero no lo hicieron, ¿verdad? Y sé lo que hago, maldita sea. Me he enfrentado a cosas mucho peores que un trabuco.
– Y por lo visto, te has olvidado por completo de las consecuencias.
Él se enderezó como si ella lo hubiera abofeteado.
– Ah, no -dijo con suavidad-, de eso no me he olvidado.
– Pues, piensa en ellas. -Leigh se dirigió hacia la puerta y la abrió con decisión-. Mientras tanto, te dejo para que disfrutes de tu harén.
El aire helado de la mañana golpeó su rostro. Cerró de un portazo la puerta tras ella y pasó por delante de Mistral, que tenía puesto un cabestro cuya soga llegaba hasta el suelo. El caballo la observó mientras cruzaba el patio, pero no se movió. No lo haría si Leigh no cogía la cuerda. Otra criatura obnubilada por el hechizo del Seigneur.
El establo olía a heno y a helada, iluminado por finos rayos de luz polvorienta que no aportaban ni una pizca de calor. En las proximidades yacía el estoque envainado del Seigneur, atravesado sobre un cubo, el cinturón colgaba donde él lo había dejado al quitarse el arma temporalmente mientras entrenaba a Mistral desde el suelo. Leigh sujetó la puerta con una banqueta para que entrase más luz y alargó la mano hasta la caja de los aderezos.
Una sombra humana se proyectó sobre el suelo. El Seigneur entró en el establo, cerró la puerta de un empujón y la asió del codo.
– ¡Harén! ¿Es esa la espina que tienes clavada?
Leigh sintió que se ruborizaba.
– Suéltame.
– Estás celosa.
– Eres un pavo real engreído.
Aquello sonó de lo más infantil, y ella lo supo. S.T. aflojó la presión sobre su brazo y algo cambió en su rostro, que se suavizó de repente con una media sonrisa.
– ¿Es eso cierto? -preguntó en voz baja.
Leigh quiso apartarse de un salto, sin embargo quedó inmóvil, imposibilitada por su debilidad, paralizada por el ligero roce de él.
– Pensé que no ibas a volver a Felchester -dijo con dificultad-. Pero no solo vas, sino que lo que haces es aún peor. Provocas a Chilton hasta hacerle perder la razón y te traes contigo a esa muchacha. ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Qué vamos a hacer con las dos?
Él movió la mano y le apretó el brazo con dulzura.