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– Hay una diligencia que sale el jueves de Hexham -murmuró-. Ya lo he arreglado. Las muchachas se irán en ella.

– ¿Adónde?

Movió la cabeza como si no tuviese importancia.

– No lo sé. Lo preguntaré. Allá de donde procedan. -La caricia de su mano llegó hasta el cuello del abrigo de Leigh. Uno de los dedos se deslizó bajo el tejido, junto a la piel-. ¿Te gusta esto?

Leigh se quedó quieta y sintió las persuasivas caricias de aquella mano sobre su piel, el calor de su cuerpo junto a ella. Iba a besarla. Vio cómo su rostro se relajaba, cómo entrecerraba las pestañas, iluminadas por la débil luz del granero.

– No lo sé -murmuró.

– Dime qué debo hacer. -Sus labios le recorrieron la sien-. Sabes que haré cualquier cosa que me pidas.

La joven cerró los ojos.

– En ese caso, te lo pido de nuevo. No regreses a ese lugar.

Sus dedos se clavaron con crueldad en el hombro de ella, pero la besó en los ojos y en la mejilla; su aliento era una sutil caricia.

– No tengas miedo por mí, Sunshine. Sé lo que hago.

Ella movió la cabeza lentamente de un lado a otro.

S.T. la tomó entre los brazos y se apoyó en el tabique que dividía uno de los cubículos, que estaba vacío.

– Puedo destruir a Chilton por ti. Puedo volver al pueblo en su contra. Por eso viniste a mí, Leigh, ¿acaso lo has olvidado? Puedo regalarte la venganza; es en lo que he malgastado la vida.

La joven empezó a apartarse; después, en lugar de hacerlo, lo agarró del gabán y apoyó la frente en su pecho.

– Te lo digo y te lo repito: ya no es lo mismo. No quiero… -Su garganta se cerró.

«No quiero perderte por su causa -pensó. Apretó el tejido hasta que los dedos empezaron a dolerle-. Maldito seas, maldito seas, no podría soportarlo.»

Él le acarició el pelo. Una cascada de delicados besos le cubrió la mejilla y la mandíbula. En el aire helado, su aliento era cálido; su cuerpo, sólido y cercano bajo el gabán de cuero, con aroma a heno, a caballo y a su propia esencia masculina.

S.T. se enroscó en el dedo uno de los mechones de cabello de la joven y le besó la punta de la oreja.

– ¿Qué es lo que no quieres? -susurró.

Ella se apartó con un movimiento brusco.

– ¡No quiero venganza! Todo ha cambiado. Ese hombre ha acabado con todos aquellos que conocía y me importaban. Ahora ya no tiene sentido. -Soltó la prenda-. No necesito venganza. No necesito que la lleves a cabo.

Él la cogió de los hombros, pero ella se resistió.

– ¿Lo entiendes? -Buscó los ojos del hombre-. No te necesito.

La presión de sus manos se hizo más intensa. Las burlonas cejas doradas descendieron.

– Olvídate de Chilton -dijo Leigh-. Regresa a Francia. No quiero que hagas nada por mí. Vete a tu castillo con tus cuadros y tus ajos.

S.T. la soltó. Durante un instante se quedó apoyado en la pared, muy rígido.

– Ajos -dijo, como si aquella palabra fuese una afrenta mortal.

Leigh cerró los ojos y echó la cabeza atrás.

– ¿Entiendes algo de lo que te digo?

– Claro que lo entiendo. -Su voz sonó ronca y llena de violencia-. Piensas que no puedo hacerlo.

La joven se dio la vuelta, se dejó caer sobre un baúl y escondió la cabeza entre las manos. Desesperada, clavó la mirada en el suelo de tierra.

– Y te aseguro que puedo -continuó él, y sus palabras destilaban amargura-. Puedo hacerlo y lo haré, que el diablo te lleve. Llevo años haciéndolo. Nunca me han atrapado, ni siquiera la última vez. Sé lo que estoy haciendo. Tengo el mejor caballo que jamás haya visto; tengo mi espada y mi equilibrio. Puedo hacerlo. Maldita sea… no dudes de mí.

Leigh se estremeció y se rodeó los hombros con los brazos.

– Yo no quiero que lo hagas.

– Ya, lo que tú quieres es que vuelva con mis ajos, ¿no? Que crea que Chilton ahora te importa un bledo, al igual que tu familia y todo lo que has perdido.

– ¡Así es! -gritó la joven apretando las manos a ambos lados de la cabeza-. ¡Así es!

– ¡Tonterías! -El establo reverberó con el ruido que hizo el tacón de su bota al chocar contra el tabique de partición. Dos cubículos más allá, la cabeza de su caballo zaino se alzó en señal de alarma-. Vas a hacer que me vuelva loco.

– ¡Pues entonces, mátate! -exclamó Leigh con violencia-. ¡Vete y mátate!

Él la contempló por un instante con la mandíbula apretada. Después, despacio, hizo un gesto de negación con la cabeza.

– Lo que pasa es que no me crees capaz de hacerlo, ¿verdad?

Ella no respondió. El zaino se removía inquieto en su cubículo, giraba los ojos y trataba de ver por encima del tabique de separación.

– Te lo agradezco infinitamente -dijo el Seigneur con sarcasmo.

Leigh oyó el chirrido de la puerta del establo. La luz del sol entró a raudales, se ensombreció y volvió a brillar de nuevo cuando él salió.

La había dejado sola.

Se quedó sentada sobre el baúl y jugueteó con un cepillo para acicalar caballos, que hizo girar una y otra vez en su mano. Después, se quedó inmóvil y escuchó.

Desde la distancia, amortiguada por las paredes del establo, le llegó el gemido ronco de la fiera. La llamada de Nemo empezó con tono bajo y fue subiendo lentamente hasta alzarse en un lamento intenso y quejumbroso, en un grito solitario que vibró en el vacío del aire. Era la primera vez que aullaba desde que habían llegado a la posada, y aquel sonido melancólico pareció tirar de ella como una fuerza física.

Leigh miró la espada que el Seigneur había abandonado. Era la ligera, la que él llamaba colichemarde, hecha para pegar estocadas con la punta en lugar de dar tajos asesinos de lado como la de hoja ancha y plana. Alargó la mano y colocó la espada en su regazo.

La empuñadura era sencilla, sin el precioso e intrincado trabajo de orfebrería que lucía la otra. La estrecha empuñadura de la colichemarde tenía un brillo metálico apagado, y el acero tenía tonalidades verdes, azules y rojas, mientras que el mango estaba casi liso; los adornos casi habían desaparecido por el uso.

Leigh se levantó, apoyó la punta del estoque en el suelo y se ciñó el cinturón como le había visto hacer a él; tuvo que correr la hebilla tres agujeros para ajustársela a las caderas. La hoja le resultó incómoda, demasiado larga, colgaba tras ella y golpeaba contra la pared cuando se giraba.

Leigh se acercó al nervioso zaino, le quitó la manta que lo cubría y, en la media luz del lugar, empezó a cepillarlo de arriba abajo con movimientos furiosos. El animal se apartó tembloroso ante aquella demostración de fuerza. Cuando terminó y lo hubo ensillado, el caballo no dejaba de mover la cabeza, nervioso.

Leigh se sirvió del baúl para montar a lomos del animal, tratando de controlarlo y de manejar a la vez la incómoda vaina de la espada. Se vio forzada a bajar la cabeza con rapidez cuando el zaino salió como una exhalación por la puerta del establo. No supo si el Seigneur estaba todavía con Mistral en el patio; no lo comprobó, espoleó al animal y lo hizo salir al trote por la verja de entrada, atravesar la carretera y dirigirse hacia el desolado páramo.

Las nubes que llegaron desde el norte absorbieron los rayos de sol uno a uno. Se extendieron bajas sobre el agreste paisaje desnudo, tan familiar con aquel aspecto frío y adusto. En su infancia le encantaba la muralla romana, le encantaba incluso con un tiempo sombrío y helador como aquel, que hacía que las piedras negras que se elevaban hacia el cielo cobrasen un aspecto fantasmagórico. Cuando era niña, su madre la llevó de excursión en invierno, abrigada hasta las orejas, la dejó trepar por las piedras caídas al suelo y le contó historias de la época pagana en la que la caballería del César ocupaba la fortificación para defenderla de los bárbaros del norte. Leigh cavó en la tierra en busca de monedas, y encontró una lamparilla de arcilla y un trozo abultado de metal descolorido que su madre limpió con infinito cuidado; resultó ser un par de pinzas de bronce.