La joven tomó el camino encubierto en dirección a lo que un día había sido su hogar, cruzó por la carretera que cortaba la antigua muralla y rodeó las rocas que había al norte. El zaino se movía con sus zancadas largas y avasalladoras, con la cabeza erguida y resoplando nervioso al aproximarse a la abertura a partir de la cual la muralla se curvaba y descendía entre dos colinas. En el aire frío, un ligero vapor se desprendía del pelaje sudoroso del animal. La empuñadura de la espada yacía en un extraño ángulo sobre el muslo de Leigh, ya que no estaba hecha para adaptarse a un cuerpo de mujer sobre una silla de montar lateral.
Al llegar al lado norte de la abertura, la joven tiró de las riendas del caballo para detenerlo; encaró el viento que venía de frente, irguió la barbilla y tomó todo el aire que pudo en sus pulmones. A continuación, aulló. Aquello no fue más que una pobre imitación del grito profundo que le había llegado desde el páramo, pero, pese al movimiento nervioso del caballo, alzó la voz cuanto pudo.
Antes de quedarse sin aliento, le llegó la respuesta de Nemo. Aquel sonido armonioso se elevó a la vez que el suyo, mucho más cercano de lo que ella había supuesto. El zaino relinchó nervioso, Leigh le asió las crines e interrumpió su aullido. Desmontó del caballo y abrazó el cuello del animal mientras una sombra gris aparecía de entre los árboles que coronaban las rocas. Nemo saltó sobre un charco congelado, con la boca abierta, mientras emitía pequeños ladridos de emoción.
Leigh levantó la cabeza y aulló de nuevo; el lobo se detuvo a corta distancia, alzó la mandíbula y se unió a ella con entusiasmo. Su aullido ahogó el de ella, con una fuerza tal que a Leigh le dolieron los oídos. Las notas de aquel sonido potente y salvaje la rodearon y reverberaron en su cabeza mientras luchaba para controlar al caballo.
Nemo puso fin a sus aullidos, pegó un salto para saludarla y su dentadura chocó contra la barbilla de ella dándole un doloroso golpe. Leigh se tambaleó y trastabilló para no soltar las riendas y no perder el equilibrio cuando Nemo le plantó las enormes pezuñas sobre los hombros y le lamió el rostro; aquel aseo rudo y fuerte le escoció allí donde él la había arañado.
Lo apartó de un empujón, y el lobo rechazado y apenado se hizo un ovillo a sus pies. Mientras Nemo la colmaba de caricias, el caballo se movía intranquilo de un lado a otro hasta que se acomodó, aunque no por ello dejó de mirar al lobo con desconfianza.
Leigh alargó la mano y acarició al animal.
– ¡Qué chico tan valiente! -murmuró, sabiéndose afortunada por que el zaino no se hubiese desbocado-. Chico valiente e inteligente.
Una de las orejas se movió en su dirección y después volvió a alzarse con nerviosismo para centrarse en el lobo. Nemo se tumbó patas arriba en el suelo, expectante. Leigh se agachó sin soltar las riendas de su firme agarre y le frotó el vientre al lobo hasta que este empezó a retorcerse y a volver la cabeza, tratando de lamerle el brazo y agitar la cola al mismo tiempo.
La barbilla de la joven le latía y escocía donde el lobo la había arañado con los dientes. Leigh se llevó el revés de la mano a la mandíbula y al retirarla vio que tenía la piel cubierta de sangre roja y brillante, pero Nemo no cesaba de lamerle la mano como si jamás hubiese querido tanto a nadie. Cuando ella se incorporó, el lobo se puso en pie y se apretó contra sus piernas con tanta fuerza y afecto que casi la derribó de nuevo al suelo. Solo pudo evitar la caída al clavarse en la tierra la punta de la espada y darle estabilidad por un instante.
Nemo se alejó con las patas tiesas, las orejas aplastadas a ambos lados de la cabeza, los ojos abiertos de par en par, invitándola a jugar. Su expresión cómica disipó toda amenaza de sus ojos color amarillo claro; su lengua colgaba incitando al jugueteo. Leigh había visto al Seigneur responder a aquella señal, correr, dar volteretas por el suelo y jugar a perseguirlo, y a veces lo había visto también volver con algún arañazo sangrante como el suyo, causado por los agotadores juegos de Nemo. El Seigneur jugaba, pero jamás abandonaba hasta que era él quien ganaba, se negaba a renunciar a su posición de dominio aunque fuera por diversión.
Pero Leigh no podía perder el tiempo con distracciones. Tenía un objetivo que alcanzar. Paloma de la Paz había sido muy específica cuando había descrito la rutina que seguían en el Santuario Celestial. Al final de la mañana, Chilton estaba solo en la iglesia, haciendo los preparativos necesarios para el servicio del mediodía.
Leigh subió de nuevo a su montura y dirigió el caballo hacia el este. Nemo se situó tras ellos y trotó en fila tras el zaino, a distancia suficiente para que no le golpease con uno de sus cascos.
Leigh no apartó la mano desnuda de la empuñadura de la espada, calentando el frío acero. Había ido hasta Francia en busca del Seigneur sin tener ni familia, ni futuro ni miedo, con un auténtico manantial de odio en el corazón. Pero ahora sentía temor, ahora estaba acorralada y desesperada. Ahora sí tenía algo que perder.
Capítulo 21
S.T. no descubrió que Leigh se había llevado la espada hasta que paró al mediodía para comer y llevó a Mistral al interior del establo. Tenía que haber sido ella, el mozo de taberna, como solía llamar el posadero de la Twice Brewed al mozo de cuadra, no se había acercado por el lugar. S.T. limpió los cubículos, aseó a Mistral, le dio heno, y pasó un cuarto de hora buscando por el establo una espada que sabía que había dejado a plena vista.
La había visto salir al galope como si la persiguiese el diablo. Pero nada en el mundo lo habría empujado a salir tras ella, a arrastrarse a sus pies como si fuese un cachorrillo. Además, Paloma de la Paz aguardaba con una jarra de cerveza ligera para él y un terrón de azúcar para Mistral, así que Leigh podía irse al infierno.
La estupidez de aquel robo lo puso de mal humor. ¿Conque quería quedarse con su espada? Puede que creyese que tras su desaparición él volvería a Francia con sus ajos. Quizá creía que era así de estúpido.
Recogió del suelo una herradura doblada y la lanzó contra la pared. El metal repiqueteó al chocar con la piedra, y Mistral levantó la cabeza de la avena cuando la herradura rebotó y cayó al suelo. El caballo miró a su alrededor, exhaló un largo soplo de aire, y comenzó de nuevo a masticar. S.T. se retiró un mechón de pelo suelto del rostro, guardó el bastoncillo y se caló el sombrero al tiempo que salía furibundo por la puerta.
El mozo llevaba al establo a una pareja de caballos de carga que acababa de llegar. S.T. los examinó, pensó que estaban mucho más fuertes de lo habitual en unos caballos de arrieros, y le dio una palmada a uno de ellos en la grupa al pasar. Un coche negro de viaje envejecido por el uso estaba en el exterior de los establos, salpicado de barro, con el eje apoyado en el abrevadero. S.T. se puso los guantes bajo el brazo, y al respirar exhaló nubecillas de vapor helado en el aire glacial. La puerta de la Twice Brewed estaba abierta; en el interior divisó las oscuras siluetas de los recién llegados y de la posadera.
Se quitó el sombrero y agachó la cabeza para entrar.
– Cáspita -dijo una voz cordial-. ¿A quién tenemos aquí? ¡Que me aspen si no es S.T. Maitland!
S.T. se quedó paralizado con un pie al otro lado del umbral.
No había posibilidad de escapar. Con calma, metió los guantes en el interior del sombrero y alzó el rostro.
El caballero, que vestía una casaca de encaje rosa y llevaba una alta peluca rizada, le dedicó una amplia sonrisa.
– Pues claro que lo es. ¿Cómo estamos? Llevaba años sin ver ese admirable semblante. La última vez fue en la Cyder Cellar de Bob Derry, ¿verdad?
S.T. inclinó la cabeza con desgana.
– Lord Luton -murmuró.
– ¿Has visto nunca algo igual? -Con un movimiento de los ojos, Luton señaló a Paloma y a Castidad, que estaban de pie la una al lado de la otra junto al fuego-. No las encontraríamos mejor en Londres, ¿a qué no? -Y dio un golpecillo con su adornado bastón en el hombro de S.T.-. ¿Qué haces tú aquí? Yo acabo de llegar, y he pasado un frío de mil diablos viajando con ese viento. Siéntate junto al fuego y comparte una botella de Toulon mientras me cuentas qué aventura libertina te ha traído hasta estos lares.