S.T. no vio salida a la situación. Luton era tan imprevisible como depravado, y en aquel momento se acomodó con gesto elegante en el banco, con una pierna apoyada en lo alto, y exhibió los altos tacones y los lazos rojos de sus zapatos italianos. Se colocó los puños sin dejar de mirar fijamente a las jóvenes mientras hablaba, y las comisuras de su boca aristocrática se curvaron levemente.
– ¿Adónde te diriges? -preguntó S.T., al tiempo que tomaba la botella de manos de la posadera y servía vino a ambos.
– No tengo prisa por llegar a ninguna parte. -Luton olió el vino y arrugó la nariz sin apartar en ningún momento la vista de Paloma de la Paz y de Castidad, quienes, tímidamente, mantenían los ojos bajos-. Puede que me aloje aquí por el momento.
S.T. soltó una risotada.
– Lo lamentarías -dijo-. Esto no es más que un albergue de arrieros. No está ni de lejos a tu altura.
Luton sonrió y alzó la copa.
– Por los viejos tiempos -dijo con sequedad, y observó a S.T., que respondió al brindis y bebió un trago-. ¿Acaso me quieres lejos, viejo amigo?
S.T. lanzó una mirada llena de significado hacia las jóvenes.
– ¿Y tú qué crees, viejo amigo?
Luton echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
– Lo que creo es que eres un cabrón egoísta, perro sarnoso. Y no me iré.
S.T. lo miró con dureza. Por un momento, la sonrisa de Luton se volvió vacilante; a continuación bebió el vino de un trago.
– No, no -dijo-. No sirve de nada que me lances esa mirada tuya endemoniada. Échame si quieres, pero no me iré. Tengo cosas que hacer aquí. -Hizo una pausa, contempló la copa y, a continuación, dirigió a S.T. de reojo una mirada pensativa-. Es posible que ambos tengamos el mismo proyecto, ¿eh?
– Tal vez -fue la elusiva respuesta.
– ¿Te ha enviado Dashwood?
De pronto, S.T. se encontró en terreno resbaladizo. La llegada de Luton lo había dejado desconcertado; el nombre de sir Francis Dashwood le había causado auténtico sobresalto en labios de un calavera como Luton, ya que invocaba a los nobles vándalos del Club del Fuego del Infierno y a los monjes profanos de Medmenham.
– No, he venido por cuenta propia.
– ¿De verdad? -El tono de Luton no reveló nada.
– Me ha llegado un rumor -dijo S.T., que decidió arriesgarse. Luton estaba completamente fuera de lugar allí, y quería saber la razón-, y me interesa mucho el asunto que te traes entre manos.
Luton tenía los ojos azul pálido; contempló a S.T. sin pestañear. A continuación, alzó una mano blanca y posó un dedo sobre los labios en actitud pensativa. El rubí que llevaba en el índice emitió destellos.
– Podrías necesitar un amigo que te cubra las espaldas -dijo S.T. señalando el anillo-. Por estas tierras anda suelto un salteador de caminos.
Aquellas palabras consiguieron sobresaltar a Luton, que se incorporó en el asiento.
– ¿De qué demonios hablas?
– Es cierto. Y tú con todas esas gemas encima.
Luton profirió una maldición.
– Un salteador de caminos, justo lo que necesitaba.
S.T. sonrió con picardía.
– Me tienes a tu disposición -dijo-. No soy del todo malo en el arte de la espada.
– Ya lo sé. Estaba presente cuando luchaste con el pobre Bayley en Blackheath. -El hombre respiró profundamente e hizo girar su vaso en la mano-. Así que Dashwood ha hablado contigo, entonces.
– Un rumor -dijo S.T.-. No es sino un rumor. Pensé que… -hizo una pausa antes de añadir-: que merecía la pena.
La mirada que Luton le dirigió fue suficiente. S.T. supo que pronto descubriría un poderoso secreto. Dashwood, Luton y Lyttleton; Bute, Dorset y el resto de ellos, desde hacía tres generaciones, vivían entregados al vicio hasta el límite que se consideraba civilizado. Aunque el propio S.T. no estaba libre de pecado en ese tipo de iniquidades. En los turbulentos primeros años de su carrera había asistido a las misas negras de Dashwood en la cueva de West Wycombe: tenía veinte años, carecía de control, estaba ansioso por probar su valía, dispuesto a hacer uso de las «monjas» blasfemas de Dashwood y a saborear la teatralidad obscena de aquellos ritos.
Era muy descarado. Muy joven.
Se preguntó si Luton lo recordaba.
Se preguntó, asimismo, qué asuntos se traía ahora Luton entre manos. ¿Qué necesitaría un hombre a estas alturas para divertirse tras tantos años de libertinaje?
– Ven -dijo Luton-. Sal fuera conmigo.
S.T. se levantó. Se puso los guantes y vio cómo Luton se ponía el abrigo. El mero hecho de que un hombre de la elegancia de Luton fuese de viaje sin valet ni paje resultaba de lo más curioso.
Una vez fuera, Luton pisó con cuidado los adoquines del patio con sus zapatos de tacón alto.
– Cuéntame -dijo con calma-. ¿Dónde has estado todos estos años?
– De viaje. -La respuesta le resultó muy fácil. Deliberadamente, S.T. se alejó de los establos y de Mistral-. Vayamos por este lado. El pavimento está más limpio.
Luton lo siguió sin oposición.
– ¿Has estado en el continente?
– Sí. En Francia, en Italia. Una temporada en Grecia.
– Pensaba que te habíamos perdido hace tiempo. Nadie menciona tu nombre en París.
– Prefiero la vida tranquila. El sur de Francia a París.
– ¿Lyon? ¿Aviñón?
S.T. mantuvo una expresión de indiferencia.
– Ambos lugares en distintos momentos.
– Yo he recorrido la Provenza. -El bastón con borlas marcó un ritmo rápido sobre el pavimento-. Hay una aldea interesante cerca de Lubéron: Lacoste. ¿Quizá hayas oído el nombre?
El tono tan cuidadosamente casual que empleó puso en alerta los sentidos de S.T.
– He oído hablar de él.
El bastón de caña se alzó, titubeó en el aire y volvió al suelo. Luton se apoyó en él.
– ¿Qué es lo que has oído?
S.T. buscó a ciegas una contestación apropiada mientras entrecerraba los ojos y contemplaba el páramo.
– Cosas fuera de lo normal. -Miró hacia Luton, sopesó al hombre y su reputación y pensó en qué tipo de cosas podrían atraerlo-. Según las habladurías son cosas antinaturales.
Los gélidos ojos azules sostuvieron su mirada. Luton sonrió.
– ¿Y según tú no lo son?
S.T. decidió que solo podía embaucarlo hasta cierto punto.
– Yo solo cuento los rumores. -De repente recordó un nombre, el de un hombre que podría conocer a un viajero inglés aristocrático con los gustos de Luton, y se lo jugó todo a una carta-. El marqués de Sade habló de cosas misteriosas. ¿Lo conoces?
Aquella mano la ganó.
Luton le dirigió una mirada aguda y ansiosa.
– ¿Has hablado con Sade? -En su voz se entremezclaron el alivio y la emoción-. ¿Cuándo?
– Creo que fue en noviembre. -S.T. había captado totalmente la atención de su acompañante-. La última vez que lo vi lo estaban persiguiendo.
– ¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
S.T. sonrió.
– La milicia francesa parecía haberle cogido manía.
– ¡El diablo los confunda! ¿Lo atraparon?
El recuerdo del marqués acorralado contra la pared y los rugidos de Nemo ante su rostro aterrorizado hicieron que S.T. apartara la vista y clavase los ojos en el paisaje.
– Cuando lo dejé, su señoría estaba a salvo al otro lado de la frontera de la Saboya.
– Cuánto me alegra oírlo, vive Dios. No hemos tenido noticias suyas desde hace meses. Me estaba destrozando los nervios. Creí que había perdido las ganas de seguir adelante, a pesar de que todo hubiese sido idea suya. Pero sigue adelante con nosotros en el proyecto, ¿verdad?